› Por Noé Jitrik
“Dios ha muerto, todo es posible”, proclamó famosamente Nietzsche en Así habló Zaratustra. Muchos, es evidente, no creyeron que ese grave acontecimiento se hubiera producido y siguieron tal cual, otros sí y es sobre estos que intento razonar.
El dictum, a primera vista muy patético, encierra, ante todo, una decepción, estamos solos y desprotegidos y tenemos libertad, ciertamente, pero de qué sirve, pobre compensación. En principio, curioso modo de servir, sirve para dar cabida al mal, como si Dios, cuando vivía, lo hubiera contenido –tal vez de ese modo lo pensó el torturado filósofo–; muchos así han interpretado esa frase, letra por letra: seguramente el Raskolnikov de Dostoievski, para quien matar a una vieja que no servía para nada estaba plenamente justificado, aunque ya no ante Dios, o la cuestión que planteó André Gide en Los monederos falsos, “el acto gratuito”, del cual una versión porteña está en Los siete locos, de Roberto Arlt y en El extranjero de Camus.
Quien ejecuta el mal puede invocar esa dudosa libertad y esgrimir razones para hacerlo u otros las pueden determinar examinando sus actos y sus circunstancias, la casuística a ese respecto es extraordinariamente rica; la literatura lo ha sabido comprender y exhibir: la ambición desmedida, la envidia, la codicia, la crueldad innata, la vocación criminal, la inescrupulosidad, una filosofía mal entendida y mil cosas más.
Es claro que para pensar y realizar el mal no fue necesario que Dios hubiera muerto: la Inquisición es una prueba elocuente de ello, así como el nazismo y las desapariciones criollo-argentinas perpetradas por fervientes soldados de Cristo, entre otras muchísimas, todos invocando al Dios vivo pese a que estaría muerto, según lo proclamó el vehemente filósofo alemán.
Por otra parte, ¿para qué hablar del mal, un rompedero de cabeza filosófico, lo irresuelto casi por condena metafísica? Ya lo hizo Georges Bataille y seguimos en lo mismo pero, no obstante, sabemos con alguna precisión, cada cual por su lado y desde su propia idea sobre el asunto, qué está mal o es malo (para uno y aun para los demás o para la humanidad en general).
Pese a ello, también podemos suponer que hay en la frase una dosis de optimismo, supongo que involuntario teniendo en cuenta la sombría historia de quien la engendró: la palabra “todo”, o sea la suma de eso que es posible, encierra igualmente el “bien” que por lo tanto también “es posible”, por qué no; el ser humano está atravesado por ambas fuerzas, no por una sola, Ormuz y Ahriman, Dios y Satán, las designaciones son innumerables, y a veces por una combinación de ambas, seres que van del bien al mal y a la inversa, la historia ha sido también pródiga en estos viajes de ida y vuelta, el héroe que se convierte en traidor, el centurión anticristiano en santo cristiano, los que aman odian y así infinitamente.
De la misma indecisa manera en que nos referimos al “mal” lo hacemos respecto del “bien”, o sea que no lo podemos definir, aceptamos sus imprecisos límites, pero sabemos qué es desde “la idea que nos hacemos del asunto”. En pocas palabras, el mal perjudica, el bien beneficia y eso es suficiente para considerar una u otra de las vertiente de lo “posible”.
Es claro que hacer el “bien”, habiendo admitido que Dios falleció, huérfanos de toda recompensa en el más allá, parece más difícil que hacer el mal, de modo que para hacerlo se recurre a una gran cantidad de razones, algunas innatas otras aprendidas: el altruismo, la conciencia del otro, la solidaridad, la caridad, la corrección política, la defensa de un interés social probadamente legítimo y muchas más.
Volviendo a la frase, ha dado lugar, a partir de la idea de libertad, fundamento de todo existencialismo, a muchas interpretaciones, sin contar con la que afecta al sentimiento religioso mismo; en cuanto a este punto, pareciera que si Dios ha muerto es que previamente existió y que en torno de su existencia se constituyó un sistema denominado “religión” que se sostenía en esa convicción y que se encargaba de establecer determinadas reglas para este mundo, para el otro no estaba facultada. De modo que seguir tales reglas, que imponían ciertos límites, no sólo era comprendido sino admitido como natural, Dios fuente de toda razón y justicia, como lo pregonan calificados instrumentos morales y jurídicos, y la religión su representante.
Pero si Dios murió la religión debía caer por sí sola y las reglas que dictaba tendrían que haber perdido peso. A menos que sigan teniendo vigencia y sean espontáneamente respetadas porque están incorporadas a la conciencia misma de los seres humanos, muchos si no todos. Se ha visto que lo que se llama “moral cristiana” funciona y resplandece en conductas y en el espíritu de ciertas leyes, tácitas o explícitas. En suma, porque han sido algo semejante al cemento sobre el que se ha constituido la sociedad, al menos la occidental, las viejas reglas parecen indiscutibles, quién se atreve a cuestionarlas.
Esos serían los alcances y los límites de la lectura que se ha hecho de la frase de Nietzsche: si marca un cambio drástico en una cultura regida por la religión y dramáticamente abandonada por ella, la consecuencia sería el caos moral y metafísico; la libertad adquirida no podría ser suficiente para regir una vida humana, ese “todo es posible” es como una rueda loca en la que no habría normas, nada que respetar, nada que comprender.
Sin embargo, no es así. Y como no lo es, quizás a la luz de otras teorías, por mencionar sólo una, la del principio erótico, o sea como continuidad de la vida, se podría enmendar la plana y proclamar, “Dios ha muerto, sólo se ha desplazado el sentido”.
Varias preguntas siguen a esta imperdonable desviación filosófica. La primera: ¿por qué el sentido?; la que sigue: ¿cuándo ocurrió?; la tercera: ¿dónde se ha desplazado?
Respondo a la primera: mientras Dios vivía, y la religión le daba alimento, vivir tenía sentido, y mucho, por dos razones principales; una, porque cada ser humano había sido producto de una tarea divina, de Dios, y en él se reconocían; la otra, porque cada uno poseía un alma inmortal destinada, cuando el cuerpo que la albergaba desfallecía, a la vida eterna en un más allá. Por ello, los seres humanos podían aceptar la muerte, alegrarse por los bienes que recibieran, soportar toda clase de penurias y comprender lo que implicaba el privilegio de vivir, o sea su sentido.
Cuando Dios muere esas convicciones se debilitan y comienzan las preguntas, sobre todo acerca de lo que antes no ofrecía dudas, el sentido que tiene la vida, el tiempo y la muerte y, en general, sobre todo lo que nos pasa. Si antes se decía “Dios lo quiso”, ahora se grita “¿Por qué a mí?”.
Lo que surge entonces es la necesidad de comprender lo que rodea al ser humano y el deseo de saber más sobre la verdad de lo que es ese lleno de sentido y da lugar a la ciencia y el pensamiento que, en su acción, hacen creer que vivir vale la pena o que la vida tiene sentido porque le van dando consistencia. Se trata de preguntas implícitas o sea de todo ese conjunto por el que transcurre una existencia, un conjunto que, en cada momento, le da o parece darle sentido.
No es el mismo de antes, seguramente, pero tiene la particularidad de despertarse a objetivos, metas a conseguir. Ese movimiento sostiene la vida social y a cada sujeto en particular cuando intenta llegar a ellas; sería así una suerte de palpitación, un ritmo que justifica la existencia, una voz que cada oído escucha como un mensaje que le es dirigido y que debe obedecer.
El sentido, en suma, consistiría no en algo definible sino en la búsqueda del sentido; sabiéndolo o no cada ser humano está embarcado en esa empresa y, correlativamente, puede creer que lo ha alcanzado y eso ha iluminado toda su existencia o bien que ha fallado, que todo ha sido inútil y, en consecuencia, que el sentido se ha fugado y que toda su existencia carece de sentido.
Pero esa búsqueda, espontáneamente llevada a cabo, no es necesariamente de una totalidad sino de metas parciales: la adquisición de una competencia, por ejemplo, permite lograr un trabajo y un lugar en la sociedad; obtener el amor de otra persona puede significar una confirmación de un sí mismo; un fracaso en ambos terrenos puede generar un vacío, precisamente de sentido.
Se configura de este modo una suerte de pirámide de aconteceres vitales; coronándola está el que llamábamos el “sentido de la vida”.
Pero, naturalmente, nada ni nadie asegura que lo que está en la base se da plenamente para todos los seres humanos ni que habiéndose dado no desaparezca: ¿quién puede creer que tendrá amor para siempre, salud para siempre, prestigio para siempre, seguridad para siempre y que no operarán sobre su “sentido de la vida” agentes desconocidos que lo vacíen?
¿No habremos respondido a la tercera pregunta, ese dónde que supone una localización del sentido una vez que se ha desplazado? El sentido, pues, para resumir, se ha desplazado a la existencia misma y allí, en ese lugar, se encuentra o se pierde, es el lugar de la historia y, para volver a lo que abría la frase de Nietzsche, es donde reside la libertad o, si se quiere, el sentido es la historia de la libertad.
Queda, por último, la segunda pregunta, ¿cuándo ocurrió el mencionado desplazamiento?
Es muy probable que el momento cartesiano haya sido decisivo; eso no quiere decir que el sentimiento de desplazamiento no haya existido antes; si bien la idea de la muerte de Dios no lo expresaba, numerosos cuestionamientos a la hegemonía de la religión se habían venido produciendo y tendían a disociar esa imponente relación, entre Dios y la religión –las herejías, los reformismos, las sectas, ¿no son acaso sistemas de preguntas?–, de modo tal que aun reivindicando la existencia de Dios y tratando de describir sus probables atributos –el propio Descartes lo hacía, lo mismo que Spinoza en su búsqueda de un conocimiento cierto, y tantos otros filósofos– se estaba produciendo un indetenible socavamiento de su entidad. El despertar de la subjetividad, la implantación de la duda y la idea de universalidad fueron preparando el terreno, no desde luego para matar a Dios, que sólo podría ser asesinado si se creyera en su existencia, sino para proclamar su muerte que, de alguna manera, cierra el círculo: lo que se entendía como Dios era la palabra Dios y su muerte es, igualmente, la palabra muerte.
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