› Por Horacio González
Mientras Estévez, el chofer del viejo Lada ruso desvencijado, me lleva a la Feria del Libro de La Habana, unas olas poderosas castigan la muralla costera. Las olas son de repente estrepitosas, dice Estévez, pero siempre sienten que en su choque pierden sentido, dice Estévez. Me hace pensar Estévez y mientras él va armando dificultosamente su tabaco en un rudimentario cilindro de papel, repaso los acontecimientos de la lejana Argentina, que el gentil chofer no logra amenguar cantando “Soledad”, su tango preferido de Gardel. Y medito sobre los fiscales, figuras que en historias más consecuentes que las de ahora son sombras en las que a veces solitariamente se carga la responsabilidad de develar una verdad oculta. Ahora no es así. Lo que esos fiscales, por suerte no todos, quieren soltar con vehemencia es el óxido de la historia. Oxidarlo todo, el pasado que vuelve, gardeliano, pero para inmovilizar el presente con su hollín y su aire vetusto. Oxidan la investigación de los trágicos atentados que hay que investigar, oxidan la mismísima investigación de la muerte de Nisman, oxidan la profesión judicial, oxidan la remota justicia temporal de la propia oxidación que produce de por sí la existencia, oxidan la atmósfera política, judicial, oxidan con rencor de casamatas desfilantes, a los propios óxidos de anteriores desfiles ya oxidados que tratan de desencajar a las instituciones, oxidan el encaje y el desencaje, todo lo oxidan como nueva forma mental de las derechas, oxidadas ellas mismas, pero que precisaban de este nuevo óxido fiscal para saberse navegando en sus climas preferidos, redescubrirse en su hulla pretérita, en los ríos turbios que tan bien conocen. Oxidan palabras, oxidan los papeles impresos, las imágenes, las fotos, repiten la historia como comedia, oxidan también las comedias, salen de tubos de escape envejecidos dejando una humareda que hay que apartar con ventiladores novedosos, antioxidantes, que consigan superar esta nocturnal oda al óxido. Las historias recurrentes de las derechas argentinas saliendo de tuberías conocidas, sin fiscalización, porque la que debería haber, ellos contribuyeron muy bien a oxidarla. Ya termina el viaje. “Adiós, Estévez”, le digo al chofer del Lada, que quizá no hubiera comprendido mi metafísica antioxidatoria. Es mi reducido entremés contra la oxidación fiscal en marcha y la marcha oxidada de la historia. ¡Viva el antióxido democrático, la renovación nacional y la vida popular emancipada, sin los fuliginosos vahos que ya respiró el país, pues sólo eran para entristecerlo con penosos hierros retorcidos y oscuros!
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