CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Reconozco que –entre otras cosas– fui a buscar el choripán que se supone me darían si cantaba presente. Obré de acuerdo con las expectativas meramente alimentarias del “ganado humano” definido como tal por el esclarecedor Marcos Aguinis, un colectivo del que no puedo negar que me siento parte. Qué bárbaro, el escritor civilizado; qué bien ha descripto la condición popular argentina y la motivación de sus adhesiones. Y tan original, lo suyo.
Hacía mucho que no iba a una movilización/convocatoria, pero en este caso, en esta coyuntura, me pareció que ameritaba sacar los cómodos huesos a la calle (y seguir la ruta del humo, claro) porque está todo tan falsamente confuso, tan artificialmente enrarecido, tan alevosamente emputecido, que tal vez valía la pena verificar con mis propios ojos bovinos si era cierto que iba a haber francotiradores como en Ezeiza, tipos con la cara tapada y con palos intimidantes, un clima opresivo de inminente catástrofe, tensión de violencia y erupciones de resentimiento proverbiales en este tipo de “ganado humano” cuando se lo suelta.
Y la verdad que –que Aguinis me perdone si lo desmiento– bastante bien, el ganado. Mucha alegría, musiquita, bombos y camisetas de diferentes equipos, banderas de todos lados, muchos carteles artesanales, parejas de gente grande, muchísimos pendejos, familias tipo y familias numerosas, muchos militantes organizados y muchísimo pero muchísimo ganado suelto como uno. Nos la pasamos encontrando y abrazando a amigos y conocidos de por lo menos tres generaciones diferentes. Es que uno, en casa –como el buey que mal se lame– está muy solo. Y si prende la tele, más.
Después de la larga ida y vuelta de la Plaza de Mayo hasta el Congreso, fue el momento de escuchar el discurso ya empezado y a veces discontinuado –por razones domésticas– de la Presidenta. Y la verdad, más allá de ciertas cosas de estilo que siempre nos han incomodado en Cristina –cierta coloquialidad fuera de tiempo y lugar, excesivo personalismo, retórica evitista–, la Presidenta de todos los argentinos demostró, una vez más, que es un fierro. Un fierro todo terreno. Como estadista y como militante sin contradicción: sólida, consumada. Un lujo para la investidura, sobre todo si uno mira los cuatro de copas con cara de vaca mirando al tren de ciertos presuntos presidenciables de la oposición que estaban ahí, inimaginables –aunque hemos tenido cada muñeco de presidente...– acomodados en otro sillón más importante.
Pese a que a veces fue inoportuna en el tono, o excesivamente prolija en las enumeraciones, o se puso demasiado adelante del tema –menos que otras veces, es verdad–, siempre estuvo a la altura, que es lo que uno pide a alguien cuando lo elige para que gobierne, no para que haga los deberes. Bajó conceptos, explicó cuestiones, describió políticas, se metió en terreno minado, salió, se detuvo en cuestiones tan justas y peregrinas como la operación gratuita del labio leporino o la situación política en Medio Oriente en el ’92-’94, salió, se calentó –brillante y sin eufemismos– al explicar la relación con China, y terminó arengando retóricamente a propios y extraños con la cuestión de la incomodidad que se avecina para quienes –vengan de donde vinieren– quieran modificar radicalmente el rumbo y la esencia del modelo.
Lo que me pasa es que, más allá de diferencias en cuanto al estilo de gobierno –caída recurrente en el sectarismo y la soberbia–, a la manera de bajar mal políticas buenas, a la forma casi ridícula de perder aliados naturales por confrontación gratuita, a todo lo que hace que una gestión de gobierno extraordinariamente beneficiosa para el país (y no para los grupos minoritarios) pueda ser puesta en tela de juicio o ignorada por las voces cantantes del poder concentrado y sus chirolitas, quiero decir, a pesar de todo eso, no pude dejar de calentarme una vez más con ella, de ilusionarme como debe ser.
Por eso, reconozco que al terminar el discurso me había olvidado del chori que me quedaron debiendo. Debe ser porque soy parte del ganado suelto, que elige dónde y con quién pastar cada vez. Y gracias, don amargo Aguinis, por darme el pie.
En cuanto a la Presidenta, la vamos a extrañar. Qué duda cabe.
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