› Por Juan Forn
La única manera de levantarse temprano que conocía Marcel Proust era seguir de largo la noche anterior, y ni su temperamento ni su constitución física lo predisponían a tal actividad (“Las primeras luces del día me cierran los ojos”, dijo famosamente), pero la noche del 29 de enero de 1908 no sólo vio amanecer, sino que se pasó toda la mañana y gran parte de la tarde siguiente despierto por los nervios y el espanto, esperando un mensaje que debía hacerle llegar su corredor de Bolsa. El único consuelo que había hallado Proust tras la muerte de su madre era apostar en la Bolsa. La excusa que se daba era que debía duplicar su herencia si quería recluirse a escribir el resto de sus días (once años más tarde, con el primer tomo de En busca del tiempo perdido ya en la calle, sus amistades seguían diciendo que se encerraba porque se había quedado sin dinero: nadie lo creía gravemente enfermo, nadie creía que estuviera dedicando el tiempo que le quedaba a sacar de sus entrañas semejante novela).
La noche de ese 29 de enero Proust se vistió, se perfumó y acometió su habitual ronda de salones, donde descubrió con espanto que la comidilla del día en todos ellos era el escándalo Lemoine. El tal Lemoine era un técnico electricista que había convencido al director general de la compañía de diamantes DeBeers, la más grande del mundo, de que podía fabricar diamantes artificiales. Sólo necesitaba un horno, un crisol, un poco de carbón y mucho dinero. El baronet Sir Julius Werner se lo proporcionó, luego de asistir a una demostración en que Lemoine se encerró con él en su laboratorio, se despojó de toda su ropa para que no hubiera sospechas, procedió a preparar un menjunje que roció sobre unos carbones, los metió en el horno y sacó un par de diamantitos entre las cenizas. A mayor tamaño del horno y los carbones, más grandes serían los diamantes producidos. Sir Julius mordió el anzuelo y habilitó a Lemoine con una pequeña fortuna que supuestamente pagaría las instalaciones que éste decía necesitar. Harto de las excusas de Lemoine, el día anterior lo había llevado a los tribunales. El precio de las acciones de DeBeers dependía del resultado del juicio. Proust tenía más de la mitad de su capital en acciones de DeBeers. Lemoine había prometido al tribunal que al día siguiente demostraría que su fórmula funcionaba.
Se tomó ese día y los siguientes, con mil argucias histriónicas, seguidas paso a paso por todo París. Lemoine era un artista del engaño, no tomó un abogado sino dos, usó cada resquicio de las sesiones para meter baza, y sólo cuando sintió que se había ganado a la audiencia con su desvergüenza, y que cada día que se prolongara el proceso sumiría más en el ridículo a todos los actores, confesó su fraude. El tribunal pasó a cuarto intermedio un viernes por la tarde. El fallo se conocería el lunes. Devorado por los nervios y por los detalles que le iban llegando sobre las audiencias, Proust sólo conseguía calmarse escribiendo a mano alzada pequeñas escenas del caso (“¡Eso es Balzac puro!”, “¡Qué festín se hubiera hecho Flaubert!”, “¿Cómo contaría esto Michelet o los Goncourt?”), parodiando el estilo de sus escritores amados e incluso sus propios delirios de grandeza literaria. El viernes por la tarde envió algunas de esas páginas a Le Figaro, que las publicó al día siguiente. Ni se enteró del efecto que produjeron porque siguió escribiendo todo el sábado, todo el domingo y todo el lunes, en una fiebre expresiva (“Cuando uno está intoxicado de admiración por un escritor, la parodia es una purgante virtud para evitar malgastar el resto de nuestras vidas escribiendo parodias involuntarias”). Avanzada la tarde, el tribunal finalmente se expidió, condenando a seis años de prisión al acusado.
Lemoine, que estaba con libertad bajo fianza, había aprovechado el fin de semana para huir (dicen que a Constantinopla, nunca más se supo de él). Todo París festejó la huida del culpable. La DeBeer anunció que su director general había corrido con todos los gastos de la peregrina empresa con dinero de su bolsillo, y con eso logró frenar la caída de sus acciones, que en las semanas siguientes recuperaron su cotización habitual. Proust casi no celebró que su capital hubiera salido ileso del trance, porque la recuperación de sus acciones coincidió con el de-sinterés general hacia el caso Lemoine y Le Figaro no vio mayor sentido en publicar las parodias que él había seguido escribiendo febrilmente entretanto (fue Gaston Gallimard quien las rescató del olvido y las publicó once años después, para paliar la expectativa de los lectores de los primeros dos tomos de En busca de tiempo perdido, que pedían a gritos más Proust, mientras éste se negaba a publicar los tomos siguientes hasta ponerle punto final al último).
Pero esa fiebre expresiva no fue una inversión inútil; de hecho, rindió mejores dividendos a Proust que las acciones de DeBeers. Porque en el impulso que lo llevó a escribir aquellas parodias encontró por fin la clave e incluso el método para encarar su gran novela: encerrarse, escribir febrilmente, usar todas las voces que hablaban solas en su interior, permitirse el espíritu cómico que hasta entonces estaba ausente en su obra. Y, lo más importante, descubrir que a través de la exageración se podía alcanzar la quintaesencia de sus personajes (eso decían quienes lo conocieron sobre su famosa imitación de Robert de Montesquiou: que era más real que Montesquiou mismo; eso dirían años después sobre sus personajes: que eran más reales que sus originales). George Painter, el excelente biógrafo de Proust, dice que con esas parodias el ya casi cuarentón Marcel logró por fin eliminar de su organismo las toxinas de la admiración y la sumisión: dejó de sentirse menos que sus maestros, dejó de sentirse menos que sus personajes; encontró su voz.
Por puro prejuicio, porque he sido un pésimo lector de En busca del tiempo perdido (lo encaré por primera vez a los veinte y no llegué al final del primer tomo; lo encaré por segunda vez a los treinta y me empantané a mitad del tercero; me dijeron cuando tenía cuarenta que a partir del cuarto tomo era barranca abajo y traté de hacer trampa, de recomenzar por ahí; pero fue inútil), no podía dejar de ver a Proust como un cholulo de la sangre azul que sólo quería revivir un tiempo extinguido para irse a vivir ahí. Pensaba que la literatura era para él sólo el medio para alcanzar su verdadero objetivo, que se reducía a reconstruir ese mundo y cobijarse en él como en un capullo de seda, encerrado en su cuarto de corcho, con triple vidrio en las ventanas. Gracias a estas providenciales parodias, que encontré a cuarenta mangos hurgando en una librería de viejo en Gesell, pude por fin entender lo obvio: que lo que más desvelaba en la vida a Proust era el ejercicio de la literatura, que todo en su vida fue camino o excusa para llegar a ese lugar donde todo es más real que en la vida misma, y que cualquiera que esté por encarar En busca del tiempo perdido hará negocio leyendo antes las ochenta paginitas de El Caso Lemoine, para aprender a liberarse a carcajada limpia de los corsets mentales que nos impiden descubrir la verdadera cotización de las cosas.
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