CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
En estos días he estado muy ocupado en un montón de distracciones, aunque suene a paradoja chestertoniana. Pero fue tal cual, sin entrar en pormenores. Por eso no le pude otorgar el tiempo y espacio adecuados y merecidos al Foro Internacional por la Emancipación y la Igualdad, un acontecimiento cervantino. Impecable y necesario. Apenas leí resúmenes de intervenciones y reportajes a los participantes y espié por (una rendija de) la tele. Sin embargo me gustaría, resaltador en mano, destacar un hecho que me llenó de orgullo argento y privada satisfacción (y un poco de vergüenza retrospectiva, por qué no).
Fue el sábado a la tarde, entre partido y partido de Fútbol para Todos. En su primera intervención en el panel especial del Foro transmitido por la Televisión Pública, Axel Kicillof hizo una defensa rigurosa y a la vez informal (de eso se trata, siempre, con el Mascherano de la economía argentina) de Ricardo Forster y de su gestión. Un acto de justicia que compartimos de corazón.
Y lo que hizo el ministro de remerita negra fue algo más. Fue un verdadero ajuste de cuentas, una revisión de las innumerables tonterías (algunas de pésima leche) que se dijeron y escribieron cuando la designación del funcionario e inauguración de la inédita repartición del Ministerio de Cultura de cuyo nombre no quiero / puedo acordarme, aunque haré un esfuerzo: Secretaría de
Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional. Y acá –y que me perdonen los rotuladores– cabe señalar que no era fácil encontrar una denominación más desafortunada –piantavotos (el Viejo dixit)– que ésta, para una función tan importante y saludable como la que ha encarado el sólido filósofo y dotado ensayista, dispuesto a meterse sin galochas en el consabido barro de la Historia. Y desafortunada y piantavotos no quieren decir incorrecta. Ambos adjetivos son simplemente –en este caso, en el uso que les doy– equivalentes de inoportuna.
Con esto no quiero de ninguna manera justificar a los tramposos con chapa académica que en su momento (y ahí está la vergüenza personal de no haberles salido al cruce) cuestionaron irónicamente el uso del concepto mismo de pensamiento nacional, como si se tratara de una aberración filosófica que delatara la habitual tendencia a la desviación totalitaria. Ah, hipócritas... Cómo se pueden insinuar semejantes gansadas D. J. (después de Jauretche). Además, hay que ser muy malintencionado para asociar la acción y el pensamiento de Forster a cualquier forma de sectarismo o anteojera reflexiva. Lo paradójico sería –pienso en voz alta– que en el espíritu del torpe rotulador y en el prejuicio activo del intencionado decodificador hubiera más coincidencias de las que desearíamos. En todo caso, nos queda la palabra y acción del Forster (funcionario o no) para que bien se defienda (y ataque) solo. Y con muchos de no- sotros, bah.
Pero no hay Forster que venga solo, al menos en mi caso –enfermo de asociación libre–, sobre todo cuando en estas semanas, por Film & Arts, han estado dando la versión de David Lean de El pasaje a la India y las circunstancias coinciden con que no hace mucho me propuse leer y releer a E. M. Forster, el extraordinario novelista inglés del que se decía, famosamente, que “su reputación aumenta con cada libro que no escribe”. En realidad, los ansiosos críticos se referían sólo a su obra narrativa, que interrumpió tras publicar cinco brillantes novelas: Donde los ángeles no se aventuran (1905), El día más largo (1907), Una habitación con vistas (1908), Howards End (La mansión, en castellano), de 1910, y la citada El pasaje a la India (1924). Y después, nunca más. Cuando murió, en 1970, tenía 91 años.
Póstumamente se conocieron y publicaron la notable Maurice y una serie de cuentos en los que trataba con elegante sinceridad el tema de la homosexualidad. Forster fue un maestro absoluto, crítico inteligente y estudioso de la técnica narrativa. Dejó un libro memorable sobre el tema: Aspectos de la novela, de 1927, y una serie de sensibles e inteligentes ensayos y artículos sobre distintos aspectos de la vida y la cultura contemporáneas.
Precisamente de eso me acordaba cuando lo asocié a estas circunstancias, ya que en su momento –a él también le tocó, diría Borges, “como a todos los hombres, vivir tiempos difíciles”– E. M. Forster supo poner y exponer su filosofía de vida con sensibilidad y simple brillantez cuando la Historia apretaba. Fue en el tremendo 1939, cuando en un volumen colectivo que reunía a pensadores, filósofos, escritores e intelectuales bajo el rótulo general de I Believe (Yo creo), que se publicó en castellano por Su-damericana dos años después con el opaco título de Credos de pensadores, expuso en pocas páginas una modesta y magistral lección de vida e inteligencia. Acaso el momento más recordado haya sido aquel en que, tras arrancar diciendo que “no cree en la creencia” y reivindicar para la plena humanidad la sencillez y honestidad de las relaciones personales por sobre todo otro tipo de mandato, formula su credo mínimo e indestructible: “Las relaciones personales son despreciadas hoy. Son consideradas como un lujo burgués, producto de una época de buen tiempo que ahora ha pasado, y se nos insta a librarnos de ellas y a dedicarnos, en cambio, a algún movimiento o causa. Odio la idea de morir por una causa, y si tuviera que escoger entre traicionar a mi patria y traicionar a mi amigo, espero que tendría el coraje de traicionar a mi patria. Tal elección puede escandalizar al lector moderno, y llevarle quizás a tender la mano hacia el teléfono para llamar enseguida a la policía (...) Es probable que no se nos pida jamás que hagamos una elección tan penosa. Pero hay en lo hondo de todo credo algo terrible y duro por lo cual puede exigirse que el creyente sufra alguna vez, y hasta hay un terror y una dureza en ese credo de las relaciones personales, por urbano y dulce que parezca”.
Pocas veces tenemos la oportunidad de cruzarnos con afirmaciones y lecciones de vida tan críticamente saludables. No sé por dónde pasa el vínculo con el tema con el que arrancamos. Pero hay un lugar del buen sentido y de la buena leche en que los Forsters se encuentran más allá de la guía, del diccionario.
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