› Por Hugo Soriani
Los Testigos de Jehová ocupan dos pabellones de la Prisión Militar de Magdalena. Juzgados y condenados por negarse a hacer el servicio militar obligatorio, son objetores de conciencia y la colimba para ellos es sacrílega. No pueden vestir uniforme, ni llevar armas, ni rendir homenaje a la bandera. Sólo a Jehová. Y van presos. No se hacen desertores, se presentan cuando les llega la citación y dicen que son Testigos. De ahí a la prisión hay un solo paso y ellos lo dan de manera voluntaria. Ya saben que les harán un Consejo de Guerra y los condenarán a cuatro o cinco años de cárcel. Es parte de su compromiso y ese tiempo lo usarán para ganar adeptos entre los presos, para evangelizar suboficiales y para repartir a todos su herramienta teórica, la revista Despertad, que es el evangelio del grupo y su guía para la acción.
Los Testigos de Jehová hacen funcionar el Penal. Ellos mantienen la limpieza, trabajan en la panadería, en la fábrica de escobas, en la cantera donde se fabrican ladrillos, en el criadero de pollos que abastece la cocina, en la granja, en las oficinas... En todos los lugares donde los militares necesitan mano de obra gratis y mansa, ahí están los Testigos, que nunca se rebelan y que prefieren hacer una colimba de cuatro años pero sin rendirle culto a nada ni a nadie.
Son ellos los que conversan en la puerta de su pabellón la mañana del 24 de diciembre de 1975, cuando los presos políticos que están en Magdalena han sido beneficiados con la única visita de contacto que tendrán en años. Es Navidad.
La madre y el padre de Rubén Alvarez van a encontrarse con su hijo, preso desde hace un año por su compromiso con una organización revolucionaria. Ellos son españoles y llegaron a la Argentina huyendo del franquismo. Los dos combatieron por la República hasta que las tropas de Franco arrasaron con la última resistencia y vivieron escondidos hasta que pudieron tomarse un barco y llegar a Buenos Aires.
Saben lo que es el hambre, la clandestinidad, la lucha armada y saben ahora acompañar a su hijo, preso por las convicciones que ellos mismos le han inculcado por años.
Caminan erguidos por los pasillos del Penal y ansiosos por el abrazo que pronto le darán a Rubén, el primero desde que fue detenido.
Así llegan a la puerta del pabellón ocho, donde el grupo de Testigos espera también a sus familiares. Como el Penal es muy grande y ellos están algo desorientados, deciden preguntar por su hijo.
–Disculpen –les dice la señora a los Testigos de Jehová–, ¿ustedes lo conocen a Rubén Alvarez?
–Rubén Alvarez –duda uno–... me suena, pero no está en este pabellón, señora. ¿Es Testigo? –repregunta el muchacho.
Y Doña Carmen, inflando el pecho de orgullo y en voz bien alta para que todos la escuchen le responde:
–¿Testigo...? No, no, de ninguna manera. Testigo no, mi hijo Rubén es culpable.
El sargento primero Santana es grandote como un oso y el uniforme verde de la Gendarmería le queda siempre chico. Santana camina por los pabellones y su manera de bambolearse da risa. Las mangas de la camisa apenas le bajan de los codos, y el pantalón verdeoliva no logra meterse en sus borceguíes.
El Oso Santana es correntino, le gustan el mate dulce y el chamamé. Lo que no le gusta a Santana es estar destinado en esa prisión.
El sargento primero recorre el pabellón y se hace el boludo en lo que puede. De vez en cuando sube el volumen de su radio para que los presos tengan música o consigue revistas que desliza por debajo de la puerta de alguna celda para que el privilegiado pueda ver fotos de mujeres lindas, “guaynas”, como las llama el Oso.
Santana no se enoja casi nunca, pero tampoco tiene mucha paciencia.
Una tarde, en una de sus guardias, otro gendarme discute con Víctor López, quien le reclama que estuvo horas esperando que le abrieran la celda para poder ir al baño. Víctor está descompuesto, vomita desde hace horas y ni siquiera tiene una lata para hacer sus necesidades. Su colitis arrasa con su paciencia y borra todo temor al seguro castigo. Insulta al gendarme, lo insulta con toda la fuerza que aún le queda. El gendarme jura venganza y vuelve a encerrarlo.
A las tres de la mañana López escucha girar la llave en el cerrojo de su celda y se prepara para lo peor.
Santana se apoya en el marco de acero de la puerta con una linterna en la mano y un larguísimo bastón de madera en la otra. “Tengo que darle una paliza –ruge el sargento–, así aprende a no insultar nunca más a un miembro de la Gendarmería.”
Víctor se para al borde de la cama y se cubre esperando la lluvia de golpes sobre su cuerpo, pero los palazos no van sobre él sino que todos caen sobre el parante de hierro de su camastro.
“Grite, carajo –ordena Santana–, grite fuerte para que crean que le estoy pegando”, pide el sargento mientras descarga con furia sus bastonazos sobre cama y paredes de la celda.
López entiende rápido y más rápido aún se pone a gritar con todas sus fuerzas: “Ay, ay, ay”, grita, y para ponerle más realismo a su actuación decide insultar a Santana. “¡Hijo de puta, hijo de remil putas, verdugo, asesino!”, grita y vuelve a gritar Víctor, hasta que Santana le pega un bastonazo en la espalda que lo dobla en dos.
“¡Grite ay, nada más!”, exige Santana, ofendido por los insultos. “Grite ay, nada más”, repite docente el correntino, y con una sonrisa cómplice vuelve a descargar sus bastonazos sobre puerta y barrotes de la celda.
El sargento ayudante Ramírez es petiso y barrigón, de cabeza chiquita y ojos achinados, parece un cuis. Ramírez es entrerriano pero ya se olvidó, porque lleva treinta y cinco años en la Gendarmería. “Nunca en mi provincia, siempre por ahí. Donde anda alguna oveja, ahí anda Ramírez”, dice el sargento.
No tiene ninguna hazaña para contar, lo que tiene es una obsesión con las ovejas. “Me gustan esos bichos, como a otros los perros. Aunque a la hora de dormir todos cuentan ovejas y ninguno perros, por algo será”, dice el sargento haciéndose el gracioso.
Ramírez anduvo muchos destinos, pero lleva más de cinco años recorriendo los pabellones del Penal de Magdalena. La Fuerza decidió alejarlo de las ovejas, dicen sus camaradas, y los presos políticos ya están acostumbrados a escuchar su nostalgia por ellas.
Pero esa tarde de diciembre Ramírez tiene otras tristezas. Está preocupado porque en semanas se decidirá su ascenso y, sí no lo consigue, pasará a retiro.
Va y viene por el pabellón donde los presos políticos pasan sus días. Para ellos es “el Oveja Ramírez”, así lo llaman y así lo siguen recordando.
El Oveja está muy preocupado, tanto que se larga a hablar y a compartir sus pesares.
“No me pueden hacer esto ahora, no pueden, llevo una vida en la Gendarmería y no pueden pedirme ese examen. Soy un hombre de cincuenta años. Jamás un problema, jamás, y así me pagan. Me pueden decir que no soy apto, que estoy grande, que no aprobé los exámenes, pero no pueden dudar de que soy bien macho”, dice enojado, casi rabioso.
Los presos lo escuchan divertidos, y se acuerdan de las ovejas. Pero el sargento sigue: “No lo voy a hacer, no voy a ir de ninguna manera, yo no voy a dejarme revisar por ningún oculista”, concluye contundente el entrerriano, ante el desconcierto de todos los que lo escuchan.
“¿Al oculista, sargento? ¿Y qué problema hay con ir al oculista?”, le pregunta el Quebracho Gessaga, vocero de la curiosidad general.
“¡Cómo qué problema hay, cómo qué problema hay, Gessaga! –se indigna el petiso–. A esta altura, de mí no se puede dudar. ¡Me pasarán a retiro pero nadie, nadie, va a venir ahora a revisarme el culo, carajo!”
El teniente coronel Bruno Laborda quiere ascender pero no lo dejan. La Junta de Calificaciones del Ejército acaba de rechazar su pedido y tendrá que retirarse sin alcanzar las jinetas de coronel.
Bruno Laborda no puede creer semejante injusticia y, como también es abogado, decide escribir su propio recurso de apelación al teniente general Bendini, jefe de Estado Mayor del Ejército Argentino.
Laborda está convencido de que sus jefes desconocen los méritos que ha acumulado, cuando con el grado de subteniente y teniente estuvo en la primera fila de combate contra el enemigo subversivo.
No, seguro que no los conocen, piensa Laborda, y su prosa lo lleva a aquel día de 1978, cuando junto con otro oficial tansportó en una ambulancia a una mujer que el día anterior había dado a luz en el Hospital Militar de Córdoba. La mujer había sido “condenada a muerte debido a su probado accionar en actos de sabotaje en el desarrollo del campeonato mundial de fútbol. Su traslado al campo de fusilamiento fue lo más traumático que me tocó sentir en mi vida. La desesperación, el llanto continuo, el hedor propio de la adrenalina que emana de aquellos que presienten su final, sus gritos desesperados implorando que si realmente éramos cristianos le juráramos que no la íbamos a matar fue lo más patético, angustiante y triste que sentí en la vida y que jamás pude olvidar”.
Laborda relee y ya se sueña coronel, pero sigue y sigue para asegurarse el ascenso: “A órdenes del jefe de la unidad, el entonces teniente coronel Solari, también todos los oficiales designados procedimos a fusilar a esta terrorista que, arrodillada y con los ojos vendados, recibió el impacto de más de veinte balazos de distintos calibres. Su sangre, a pesar de la distancia, nos salpicó a todos. Luego siguió el rito de la quema del cadáver, el olor insoportable de la carne quemada y la sepultura disimulada propia de un animal infectado. Nunca supe el destino del niño o la niña”.
Los años y los organismos de derechos humanos se encargaron de identificar a la víctima. Era Rita Alés, de 33 años, secuestrada junto a su esposo Gerardo Espíndola, en Río de los Sauces, un pueblito de las sierras cordobesas donde tenían una farmacia.
La hija que Rita dio a luz el día antes de su asesinato pudo ser recuperada por su abuela, Susana Dillon, se llama María Victoria, tiene hoy 36 años y es directora de cine documental.
Laborda no consiguió su ascenso y murió en julio de 2013, mientras era juzgado por crímenes de lesa humanidad.
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