› Por José Pablo Feinmann
Tanto en Argentina como en otros países sudamericanos, se ha escuchado –durante los últimos tiempos– pronunciar con frecuencia los conceptos de “relato”, que tiene larga trayectoria filosófica, y “grieta”, que pareciera (y es así) no tener lustre ni persistencia dentro de las ciencias políticas, pero forma parte del lenguaje periodístico nacional, que buscaría salir de ese estilo ultrajante y devaluado que ha exhibido largamente por medio de la fiereza del odio y lanzar al debate político al menos un concepto para ser pensado. Ninguno de los dos conceptos es original, pero su aparición ha sido sorpresiva. ¿Cómo, ahora vamos a pensar? Si es así, lo celebramos. Pero trataremos de echar luz sobre los dos conceptos y la utilización que se les da. En este texto nos ocuparemos de los relatos. Ya se hable del “relato kirchnerista” o del “relato radical” (aunque el término se utiliza más desde la oposición que desde el oficialismo y se inscribe en ese magro esquema binario en que se ha encorsetado la complejidad toda de un país) es la palabra “relato” la que ocupa la centralidad y sobre ella nos volcaremos reflexivamente.
Ante la inminente caída del bloque soviético y el fin de la Guerra Fría, varios filósofos franceses decidieron erosionar las categorías del marxismo y de su expresión más rigurosa y creativa en el ámbito de Occidente, el sartrismo. También era necesario alejarse del “totalitarismo” hegeliano, que Marx heredó. La categoría central del pensamiento hegeliano-marxista-sartreano es la de totalidad. La razón dialéctica siempre totaliza. Si Sartre ha dicho una y mil veces que totaliza para destotalizar(se), no les importa, lo ignoraremos –se dicen– y nos centraremos en las dos totalizaciones totalitarias de Hegel y Marx. Todo el pensamiento europeo –después de Sartre– se empeña en demostrar abrumadoramente que la historia no tiene un sentido fijo, universal, inmanente y necesario. Que el “decurso histórico” no es tal, no existe. Debe ser abolido y reemplazado. Que el “decurso histórico” fue un invento de la dialéctica hegeliana. Que la historia no es teleológica. Este concepto es fundamental para entender la historia y el pensamiento contemporáneos, de modo que lo aclararemos. La palabra proviene del griego. Telos significa fin. Teleología, en esta primera lectura, querría decir estudio de los fines. La historia tiene un fin necesario y hacia él se dirige. Este fin es siempre un momento superador y absoluto en que el sujeto humano encuentra su libertad, su plenitud. El fenomenólogo y posmoderno filósofo Jean-François Lyotard llamó relatos a todas las –digamos– ideologías que explicitaban un decurso necesario de una historia que conducía a un horizonte de plenitud. Fue la época en que todos –entre nosotros– hablaban de la “muerte de los grandes relatos”. Tanto los escritores jóvenes como los profesores de la “academia”, siempre permeables a las novedades del Viejo Mundo. Tal como Echeverría y la Generación del ’37. (Tal como nosotros en la UBA de la calle Viamonte 430 en los años sesenta. En Mar del Plata, mientras armábamos el balneario de Ariel Sibileau, ya leímos con Jorge Lovisolo las ediciones francesas de los primeros textos de Louis Althusser. Se venía la moda del estructuralismo.)
El texto de Lyotard tiene un título suntuoso: Misiva sobre la historia universal. Son unas pocas páginas. Es, tal como lo propone ese título, una misiva. Lo que lo torna suntuoso es su temática: la historia universal. ¿Alcanzará una misiva para un suceso de tan dilatado despliegue? Lyotard señala algo conocido: el pensamiento de los siglos XIX y XX acompaña e ilumina comprensivamente las praxis de emancipación que se desarrollaron durante esa temporalidad. Ese pensamiento se expresó por medio de las filosofías de la historia. Casi siempre, estas reflexiones se articularon como relatos, grandes relatos de liberación del sujeto humano. Una filosofía de la historia no sólo es un modo de pensar los hechos que acaecieron a lo largo de los siglos, sino la pretensión de entregarles un sentido inmanente, necesario. Este sentido es su teleología. Que consiste en demostrar que si hay un sentido es porque esos hechos se dirigen hacia un fin. Que esa direccionalidad es necesaria y nada habrá de alterarla. A esto Lyotard le llama relato. Se trata de grandes relatos que buscan “ordenar la infinidad de acontecimientos” (Lyotard, La posmodernidad. Gedisa, Barcelona, 1987, p. 26). Enumera los siguientes. 1º) El relato cristiano de redención del pecado edénico por medio del sacrificio de Cristo en la Cruz, impulsado por su amor a los humanos. 2º) Relato iluminista (aufklärer) que emancipará a la humanidad de su servidumbre y su ignorancia por medio del conocimiento. (El texto ejemplar de esta actitud es el de Kant sobre el iluminismo, que analizará y utilizará Foucault para su postulación de una ontología del presente. Que, a su vez, servirá a los posmodernos para proponer una ontología débil y abandonar las ontologías fuertes de Hegel y Marx, tarea que asumirá, sin mayor brillo pero en concordancia con los tiempos, nuestro asiduo visitante Gianni Vattimo. Será importante señalar en este punto –aunque mi paréntesis se extienda y se me critique luego esta habitualidad de mi prosa– que América del Sur, víctima del sujeto colonialista europeo, nunca tuvo una ontología fuerte. Tuvo una ontología degradada, colonial o neocolonial, nunca poscolonial. De aquí que jamás nos hayan resultado seductoras las teorías de la debilidad ontológica y su correspondiente adelgazamiento del sujeto. Mal se le puede pedir que adelgace el sujeto a un continente que ha existido bajo la figura del hambre como destino. Volveremos sobre esto en un libro futuro, Filosofía, sujeto y poder, meditaciones suramericanas.) 3º) El relato especulativo hegeliano “de la realización de la Idea universal por la dialéctica de lo concreto” (Ibíd., p. 36). 4º) “Relato marxista de la emancipación de la explotación y de la alienación por la socialización del trabajo” (Ibíd., p. 36). 5º) “Relato capitalista de la emancipación de la pobreza por el desarrollo tecnoindustrial” (ídem). Y concluye Lyotard: “Entre todos estos relatos hay materia de litigio, e inclusive, materia de diferendo. Pero todos ellos sitúan los datos que aportan los acontecimientos en el curso de una historia cuyo término (...) se llama libertad universal, absolución de toda la humanidad” (ídem).
Importa, y mucho, ver ahora la utilización que harán los posmodernos (y ya antes habían hecho los posestructuralistas) de esta crítica a los grandes relatos. El gran relato implica introducir en la historia un sentido y un fin que ésta no tiene. A Lyotard le interesa sobre todo el relato marxista (hijo perfecto del hegeliano). El gran relato ha fracasado. Es hora de los pequeños relatos. O de eso que Vattimo llama dialectos. Cada pueblo habla un dialecto distinto. Ese dialecto contiene su pequeño relato. La historia (la capacidad de transformarla desde la praxis del sujeto humano) va desapareciendo. ¿Qué es una praxis política? Es la unión de sujetos que se agrupan con una finalidad. Esos sujetos consideran que sobre la historia pueden tejerse todo tipo de relatos. Pero ellos harán el suyo. Para hacerlo tienen que unirse con los que comparten su relato individual. Su modo de analizar y tramar los hechos. Dos relatos que se unen ya son más que una pequeña historia. Ya son más que un dialecto. Si cada pueblo habla su dialecto, lejos de asistir a la maravilla democrática de las diferencias, asistiremos a la imposibilidad de una praxis grupal. A una esquizofrenia que arroja a las víctimas a la parálisis. Si no entiendo el lenguaje del que sufre, como yo, la situación del colonizado, del victimizado, del atontado por la informática incesante del poder, mal voy a poder tramar, junto a él y junto a otros, una praxis crítica. Todos los intentos de los filósofos posmodernos (hijos de la caída del bloque soviético y sujetos destinados a la elaboración de todo un aparataje categorial que reemplazara al del marxismo) fracasaron porque el bloque capitalista occidental volvió a las prácticas bélicas colonizadoras y, por tanto, a las prácticas universalistas, llamadas ahora globalizadoras. En tanto los filósofos franceses e italianos adelgazaban al sujeto, el imperio lo centralizaba. En tanto proponían una ontología débil, el imperio retomaba las ontologías fuertes, colonizadoras. Y todo se consolidó con el concepto de globalización. Y su práctica. Como así también la práctica del terrorismo fundamentalista. La caída de la Torres implicó la caída de las historias pequeñas, de los dialectos, de lo fragmentario, de lo caleidoscópico. Con la Guerra contra el Terror se instalan dos fundamentalismos. Todo fundamentalismo se asume como lo Uno. Así, asistimos a la lucha de lo Uno contra lo Uno. Cada Uno es lo Otro del Otro. Cada uno es, para sí, lo Uno, pero, a su vez, es lo Otro para su enemigo, que también se considera, para sí, lo Uno. Esto es la guerra. Triunfó Huntington, no Lyotard, ni la ontología del presente de Foucault. Triunfó el choque de las civilizaciones. Con las guerras de Estados Unidos por el petróleo regresa un imperialismo colonialista. Ya no entran como mercaderes. Ya no conquistan sólo por medio del capital financiero. Ahora entran y se quedan. (Siempre recomiendo el gran libro de Eduardo Grüner, El fin de las pequeñas historias.)
De todos modos, los pequeños relatos han tomado su vigencia, su inevitabilidad de siempre. Hay hechos. Hay un estamento fáctico de la historia. Pero sobre éste se montan las interpretaciones, que son pequeños relatos, que pueden ser infinitos pequeños relatos destinados a interpretar los hechos según el punto de vista del poder interpretador. La historia sería, entonces, el conflicto entre los puntos de vista. Cada uno busca anular al otro. ¿Dónde queda la verdad? Si hubiera un Dios, habría una verdad. Ante su silencio, la verdad es el fruto maduro de la lucha política. La tiene el que mejor puede imponer (porque el conflicto se resolvió a su favor) su punto de vista como el punto de vista de todos.
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