CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Tomás Sanz, una vez más, va a meter –conscientemente– los zapatos en la heladera. La exposición que se viene, y que reúne o junta o amontona algo de lo tanto que dibujó y dibuja, lleva ese título brillante que no le pertenece, dice –como siempre– modestamente. Era una expresión de Oskar Blotta, jefe en Satiricón y acaso también en la agencia de publicidad en la que compartieron espacios y conectaron neuronas a principios de los setenta. Y la metáfora era muy precisa para describir gráficamente (valga o no la redundancia) la desubicación de un dibujo, de una ilustración –por su carácter, por el trazo, por el tono– respecto de su contexto. Que en el caso de Tomás Sanz, su exposición lleve ese título casi obliga a reparar en la bajada explicativa, propia del avezado periodista: “50 años de dibujos buscando un lugar”. Y ahora acaso lo hayan encontrado. Sin buscarlo, como debe ser.
Para los despistados, Sanz fue –sin entrar en detalles– el jefe de redacción histórico y ocasional director de la revista Humo® durante más de veinte años, ladero incombustible del capo editorial Andrés Cascioli en Ediciones de la Urraca y en ese sentido copartícipe necesario de cuanto emprendimiento gráfico-humorístico se produjera durante décadas en la Argentina, a partir de los setenta.
Cualquiera que mire lo que Sanz hace y ha hecho en amplio abanico de formas y de años y de medios y soportes que lo soportaron con placer recíproco pensará que es demasiado, que hay que elegir. Yo, no. Yo no elijo entre sus trabajos más libres y artísticos, las caricaturas funcionales para un tema político o deportivo, los frisos de trazo publicitario con mil personajes, las historietas, los apuntes del natural, los increíbles trabajos de preso en que ha reproducido obsesivamente páginas enteras de viejas revistas que son toda su fortuna. Nada se pierde como se titulaba la memorable sección sobre papel amarillo.
Por eso, como en la vieja perinola –tan tradicional como la pregunta del equívoco qué Tomás– yo tomo todos. Porque no se puede / debe elegir. A Tomás hay que tomarlo como viene, así, solo, con fernet / con hielo, nunca con bebida cola. Entero y sin beneficio ni perjuicio de inventario. Es todos los que están, los que estuvieron antes, los que por siempre, etcétera. A diferencia de Sarmiento, que aunque no faltaba nunca a menudo sobraba, Tomás es infaltable sin sobrar jamás.
En este apunte caradura y manoblanda a las puertas de su exposición, trataré una vez más de hacerle la justicia que no pide ni precisa, y en voz alta lo incorporo al santoral tras un concilio tácito de tantos fieles. Porque los tomases tienen que ver con la fe. Uno, el discípulo, en tiempos duros del Maestro sin corona dijo –y fue humillado– que necesitaba ver para creer; el otro, el de Aquino, cuando ya eran campeones y dueños de la pelota religiosa, explicó por qué creer era natural, inevitable. Este Tomás no sé en qué cree, pero al verlo y ver qué hace, uno le cree a él. Es lo que importa. No es tan común entre artistas. Tampoco en general.
Tomás Sanz sobra largamente lo que parece. Tiene perfil bajo hasta cuando está de frente. Saludablemente –sin paradoja– pertenece a una clase en sobria y discreta extinción. En un bar, es el reservado, no el mostrador. En la cancha, un ocho solidario pero que no se tira al piso, un diez con llegada que festeja sin énfasis pocos goles inolvidables: más Bocha Maschio que Pentrelli, con toques del Marqués Sosa. Por ahí.
Una vez, una de las pocas veces que charlamos con cierta efusión contenida a media rienda, Tomás me contó algo que había pensado / experimentado y que seguro compartió también con otros acaso más cercanos: los tangos creados –y perdidos casi en simultáneo– en la improvisación del silbido callejero. “Uno vuelve a casa tarde, silbando solo en la noche, y le sale una melodía y es un tango, y no es ninguno que exista pero es único.” Tal cual.
En el argumentum ornitologicum borgeano, que está en “El hacedor”, el maestro dice (cito de memoria y con los redundantes ojos cerrados): Cierro los ojos y tengo la imagen de unos pájaros, varios, entre tres y cinco; al abrirlos no sé decir cuántos eran, pero eran un número preciso. Por lo tanto, Dios existe. Y no sólo eso, digo yo: tiene la exclusiva de los tangos de Tomás, que disfruta como eternas esculturas de hielo, mientras hojea / ojea una carpeta grande así, con todos los dibujos que dejó dormir en el block de apuntes, que tiró o se le cayeron de la mesa en la cocina, en el bar, en las ruidosas redacciones.
Algo de todo eso –un chalecito hecho con ladrillos de Nabucodonosor, en la preceptiva doliniana, tan afín a la suya– está colgado en esta exposición de maravillas que se viene, que busca un orden sin necesidad, un lugar que siempre estuvo ahí. Es como recorrer una casa chorizo de barrio, reciclada, con pasillo embaldosado que da a una vereda de Calé, pero con bar de Medrano en la esquina. O como abrir un ropero de tres cuerpos con espejo tipo Alicia y fotos de cantores y jugadores de bigotito clavados con chinches en la parte interna de la puerta con el corbatero vacío y cajones llenos de tesoros secretos y maravillosas boludeces: un disfraz de carnaval de El Zorro, pantalones Oxford, pulóveres de cuello alto que no pudo tirar.
Pasen y vean, damas y caballeros. En el Museo del Humor, en Costanera Sur, a partir del 18 de abril –este sábado nomás– Tomás Sanz pone y expone Los zapatos en la heladera. Cincuenta años de dibujos buscando un lugar.
No los va / vamos a defraudar.
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