› Por José Pablo Feinmann
Nunca se llevaron bien. Los filósofos, los profesores que dejan caer su sabiduría, a menudo ajada por el tedio, sobre un alumnado perplejo y ávido, y confunden ese tedio con un estilo, el de la seriedad, el del rigor, el del academicismo, el de la cátedra, desdeñan los medios porque consideran que son el espacio de lo leve, lo fácil, lo entretenido. Los medios detestan la filosofía. Es lo que aburre, lo que no tiene swing, lo que nadie entiende. Veneno para el rating. El encuentro creativo pareciera ser difícil, acaso imposible. Sin embargo, es sencillo observar que a la filosofía le falta algo que al entretenimiento le sobra, swing. Y al entretenimiento –a su vez– le falta algo que la filosofía podría entregarle sin renunciar a su nivel de rigor: reflexividad, conciencia crítica, incluso un sesgo ético capaz de morigerar los desbocamientos de un instrumento tramado para lo ligero, lo leve, lo obsceno (la infinita visibilidad), el lenguaje áspero, la carcajada fácil, el sexismo aleve, la infame búsqueda del éxito (que se refleja en el rating) a cualquier precio, un precio que ya derrapa hacia lo soez, lo pornográfico.
Así, la filosofía, si logra aceitar sus aristas enmohecidas, ese óxido que ha penetrado en el mismísimo ser de sus profesores, de los docentes que dicen representarla, si le pierde el miedo al riesgo de la visibilidad, a esa frase paralizante y prejuiciosa: “El medio es el mensaje”, podría insertarse (dificultosamente) en ese terreno que la detesta y plantar, injertar en él algo de su rigor, de su valoración del pensamiento, de su desdén por lo fácil, lo inmediato, de su respeto al otro, ante todo al receptor, y buscar, en la selva del entretenimiento burdo e idiotizante, un espacio para el otro entretenimiento, el del humor crítico, o el del análisis claro pero no liviano, el del análisis que no divulga el conocimiento vulgarizándolo, bajándole su nivel, haciendo –utilizando aquí la jerga del género mediático– “filosofía para Doña Rosa”, sino filosofía de la lúcida exigencia, que le entrega al receptor el tesoro de lo cristalino, el esfuerzo de largos años dedicados al saber, no para humillar a los otros, no para hacerles sentir que el saber hermético del filósofo es así, hermético, porque el filósofo es superior al receptor y entiende cosas que éste jamás alcanzará. Si hay lago que erosiona toda pedagogía es la vanidad del maestro que se alimenta de la humillación del discípulo. Nadie se pone al frente de una cátedra o de una cámara o de un micrófono para hacerles sentir a los otros que su saber es inalcanzable, que él lo es, que si está al frente de la cátedra o de la cámara es por su sabiduría, que los otros jamás tendrán, porque él sólo les entregará algo, una persistente insuficiencia, algo que, en lugar de enriquecer al alumnado, a los receptores, sólo servirá para que, por medio de una didáctica hermética, pedante y tediosa, el receptor descubra la imposibilidad que el pedagogo egoísta le ha hecho descubrir: jamás alcanzarán el saber del maestro, lo saben justamente ahora, cuando luego de unas clases (no importa cuántas) el maestro les ha enseñado (y, tristemente, en esto consistió su enseñanza) que su saber es arduo y hermético, sólo accesible para los dotados para esa hermeticidad. Esto lleva al alumno o al receptor al abandono, al desamparo y, por fin, a la deserción. Por el contrario, el verdadero maestro debe atraer al alumno hacia sí, cobijarlo, acompañarlo en la aventura del saber crítico, encontrar su mayor felicidad cuando el otro se adueña de la comprensión, del conocimiento. Todo profesor que mira a sus alumnos cuando da una clase descubre la comprensión en sus caras, en la mirada, en cierto tono púrpura que, en algunos felices, privilegiados momentos, se adueña de sus mejillas, en una que otra sonrisa tenue, apenas esbozada, pero que es hija del esfuerzo y la felicidad de la intelección.
Se me dirá: si el saber se trasmite por algún mass-media, el que lo emite no ve la cara del que lo recibe. No es así: uno nunca está solo cuando graba un programa de tevé o de radio. Apenas tiene que mirar, que saber leer la cara de quienes lo acompañan para descubrir si sus palabras encontraron eco en la conciencia de los otros. Cierta vez, grabando para Filosofía, aquí y ahora un segmento dedicado al ser-para-la-muerte en Heidegger, descubrí, al concluir, a una chica acurrucada en un rincón del estudio, llorando. Me le acerqué y –no sin algo de humor– le dije que honraba mi exposición con sus lágrimas. Que si los otros que me habían, como ella, escuchado, no lloraban era porque no se habían abierto auténticamente al análisis de Heidegger. Que llorar era una de las más adecuadas respuestas. Saber que uno muere y que, uno de sus existenciarios primordiales, es el de ser-para-la-muerte puede y hasta tal vez deba despertar algunas lágrimas de dolor en una joven asistente de dirección que escucha eso por primera vez.
Además, y éste es el beneficio de la pedagogía mediática, la tevé o la radio son medios masivos. El que emite el saber suele ser reconocido por sus receptores. Si ellos son generosos, si han encontrado en las palabras del emisor un contenido o varios que desconocían, o que no comprendían y ahora atesoran como propios pues los han hecho suyos a través de la intelección creativa, esa que los torna más lúcidos, más exigentes, menos manipulables por la cultura del entretenimiento idiotizante, estupidizante, le dirán abiertamente al emisor mediático, cuánto lo quieren, cuánto le agradecen que los ayude a pensar, que les entregue las herramientas para hacerlo, que descorra el velo de esa realidad profundamente injusta, oprobiosa, que el poder mediático les vende como única. Si el emisor del saber necesita transmitir los contenidos de un nuevo libro, de uno que jamás leyó, deberá leerlo dos veces. Una para sí. Para comprenderlo él. Porque nadie enseña bien algo que no ha apresado en totalidad. Y luego habrá de trabajar duramente sobre el modo en que ese saber deberá comunicarse. Deberá decirse: “Yo ya entendí este texto. Pero, ¿cuál es el camino para enseñarlo a los demás?” Y aquí viene la segunda lectura, quizá la más importante.
El poder mediático (a través de uno de sus mayores servidores: Bernardo Neustadt) inventó una figura nefasta: Doña Rosa, un ama de casa, mujer de barrio, con hijos, acaso con nietos, que vive consagrada a su familia, a su hogar y –si es así: mejor– a su Dios. No busquemos eufemismos: Doña Rosa es una desneuronada, el dibujo de un personaje inexistente. Está diseñada para justificar la medianía del poder mediático. No hay que levantar el nivel de nada porque Doña Rosa “no va a entender”. En música pasa lo mismo. Prohibido pasar “música clásica”. Hay que pasar rock. Lo que los chicos escuchan. Lo que les gusta. Si no, se van. No hay ninguna prueba de esto. Ni de la medianía o el agudo descerebramiento de Doña Rosa. Ni de la infinita bobería “de los chicos”, que parecen llegar al mundo ya impedidos para gozar de algo distinto, más complejo o más exigente que la chatarra que los espera. Uno llega a un mundo caído, ya interpretado. Uno es hecho, construido por ese mundo. Que, en la primera etapa, se le impone por medio de los padres y la educación. Para la derecha, así deben ser las cosas. Pues la “realidad” expresa su poder. Los planes de educación, su visión, su interpretación de la historia. Las calles, los nombres de sus héroes (salvo una que otra concesión). De aquí que no se quiera cambiar nada. La perversión del entretenimiento idiotizante es que jamás intenta cambiar nada. ¿Usted se preguntó qué educación le han dado sus padres? ¿La suya o la que ellos recibieron? ¿Usted sabe por qué hay una calle que se llama 11 de Septiembre, otra 3 de Febrero, otra Caseros, otra Roosevelt, otra Rivadavia, por qué hay tantas estatuas de tipos que ni conoce? En suma, la peligrosidad de la filosofía para el poder mediático es que su tarea es despertar las conciencias a través del saber. Decirle a usted que no acepte vivir en un mundo ya interpretado, que alguna vez tendrá que interpretarlo usted. Que no acepte ser como lo hicieron y como quieren hacerlo todos los días. Que busque ser como usted quiere ser. Tarea que requiere un paso previo: que usted sepa qué quiere ser. Que piense en eso. ¿Qué quiero ser y que han hecho de mí? Estas preguntas son elementales en filosofía. Pero son transgresoras, subversivas para el poder mediático. Que busca que usted sea el perfecto marido de Doña Rosa. De aquí la exaltación del entretenimiento estupidizante. Que usted no piense, eso buscan. Si no piensa será siempre el mismo. El perfecto zombie. ¿Vio el éxito de las películas de zombies? Eso quieren: un mundo de zombies, de muertos vivos que piensen lo que les dicen, que hagan lo que hay que hacer, que hablen lo que les hacen hablar a través del bombardeo mediático, que pasen por la vida mansamente, ovejunamente, obedientes hasta la náusea.
El motivo de estas líneas es el inicio, por Canal Encuentro, de la octava temporada del programa Filosofía, aquí y ahora. Es un hecho insólito. Siempre quise –desde el regreso de la democracia– hacer un programa de filosofía por televisión. Nunca pude. Cierto día, a raíz de la derrota electoral de Daniel Filmus ante Mauricio Macri, escribí, en Página/12, una nota crítica contra el candidato del kirchnerismo: “La construcción de la derrota”. Filmus, con gran sentido del humor, contestó como si fuera el osito Winnie Pooh, pues yo lo acusaba de salir con cara de manso en los afiches, entre otras cosas ya olvidadas. Después nos reunimos y le dije que quería hacer –desde varios años atrás– un programa de filosofía por tevé, que le juraba que andaría bien. Me reuní con Tristán Bauer. Le dije que tenía un productor, que era, además, un amigo: Ricardo Cohen. Poco tiempo después iniciábamos el programa. Recuerdo lo primero que dije: “Aunque usted no lo crea éste es un programa de filosofía por televisión”. Los primeros programas los hicimos bajo la gestión de Ignacio Hernáiz. Luego vino la talentosa, entusiasta María Rosenfeldt. Todos hicieron lo necesario y preciso para que las cosas salieran bien. Todos sabemos que Doña Rosa no existe. Que tenemos que hacer una tevé para receptores inteligentes. Que los hay. Y si aún hay pocos, tendremos que ayudar a crearlos. Con humildad, sin soberbia, con transparencia. Porque es triste que tantos ciudadanos capaces de apropiarse de su conciencia crítica se vean condenados a repetir las boberías de ese “sentido común” que impone el poder mediático.
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