› Por Sandra Russo
El asesinato de la adolescente Chiara Páez, en Rufino, Santa Fe, fue la gota que rebasó algo. Algo podrido, algo horroroso que está pasando frente a nuestras narices, y no porque los medios de comunicación últimamente se ocupen de los femicidios llamándolos como tales, después de décadas de aludir a ellos como “crímenes pasionales”, una noción que era un terreno lindante con la emoción violenta, es decir, una excusa para pretextar que la víctima “algo habría hecho” para enfurecer a su victimario. Chiara tenía 14 años, estaba embarazada, fue muerta a golpes por un novio de 16 que confesó habérselas arreglado él solo para el asesinato, aunque la Justicia descree y ata cabos e imputa a la madre del chico y a su pareja, e investiga si el homicidio no se debió a la negativa de Chiara a tomar medicación abortiva.
La respuesta colectiva y viral a la convocatoria de periodistas, artistas y activistas que se expresa en Ni una menos, y que pondrá en la calle el 3 de junio a decenas de miles de mujeres –y seguramente varones– en todo el país, es tan transversal como la violencia de género, que no reconoce ni sectores sociales ni afinidades políticas y ni siquiera el género: así como se presume en este caso y en otros de los 277 casos de femicidios registrados el año pasado, y en otros de antes y de después, los asesinos no han actuado solos. El caso más recordado, y todavía de una extrema injusticia, es el del crimen de Rosana Galliano, mandada a matar por su esposo, José Arce, con la complicidad de su madre. Ambos están condenados a cadena perpetua, pero tienen prisión domiciliaria por la edad. Lo increíble es que los dos hijos de la pareja hayan sido dados en custodia a Arce y a su madre, los asesinos de Rosana. Las madres de los asesinos en muchas ocasiones, y de diversas formas, la mayoría de ellas no tan bestiales ni explícitas, pero igualmente activas, han sido cómplices y portadoras de la trama cultural que sostiene a la voluntad masculina como el frontón en el que rebota con sangre la voluntad femenina.
Sin llegar al extremo del asesinato, a lo largo de la historia se han mutilado o se han abortado infinidad de aspiraciones femeninas entre cuatro paredes. En millones de oportunidades, esas aspiraciones ni siquiera llegaron a subir a la superficie de la conciencia de ellas. Si se repasa la lista de femicidios caso por caso, si se afina el oído cada vez que una noticia de femicidio es dada a conocer y aparece poco después algún relato que contenga el motivo de ese asesinato cuyo agravante es matar a una mujer por el hecho de ser una mujer, lo que se encuentra repetidamente es que un hombre no se resignaba a que no se hiciera su voluntad. Eso es el patriarcado. Un sistema caprichoso de valores en el que las mujeres somos subsidiarias de la voluntad masculina, un sistema jerárquico que incluye culpa, frustración, difuminación del yo, cosificación, resentimiento.
Así como hay mujeres que, hundidas en la naturalización de su propia insignificancia, siguen hoy sosteniendo ese sistema de ideas patriarcales, hay otras que exhiben un extraordinario cambio cultural que ve sujetos donde antes había cosas. La propia madre de Chiara confesó su tristeza cuando se enteró del embarazo de su hija el mes pasado, cuando todavía tenía 13 años. Y ante el hecho atrozmente consumado del crimen, habló en voz alta, refiriéndose al novio de esa nena: “Le alcanzaba con dejarla, con no hacerse cargo. No tenía que matarla”. Esa reflexión maternal sobre la disposición al acompañamiento de un embarazo solamente deseado por Chiara despunta un horizonte donde la voluntad que prima es la de la mujer, tenga la edad que tenga. Pero tenemos sobre nuestras espaldas culturales muchos siglos de negación. Las designadas para la multiplicación doméstica del patriarcado han sido históricamente las madres, las de los varones y las de las mujeres, replicando distintas escenas en las que la voluntad del varón tiene más consistencia y derecho que la voluntad de la mujer.
Si se pone la lupa caso por caso, se encontrará que una buena parte de los femicidios tuvieron lugar “porque ella decidió dejarlo a él, y él no lo aceptó”. Ese era el móvil. Negarse a aceptar que ella es un ser autónomo que decide cuándo quedarse y cuándo irse. Es abrumadora la entidad de los “ex” maridos o novios o parejas que, imposibilitados de aceptar esa ruptura, desbordan hacia el crimen. ¿Pero cuál es la barrera imposibilitadora? Hay un ingrediente subjetivo, por supuesto, pero siempre asentado sobre un cimiento cultural, que insiste en subsumir la voluntad de ella en la de él. “O sos mía o de nadie” es una muletilla bestial e impotente, y sin embargo yace como un sentimiento reconocible en hombres que antes de negarse a aceptar que ella decidió romper un vínculo, seguramente se negaron a aceptar que ella quisiera trabajar, o que quisiera tener amigas, o que quisiera visitar a su familia, o que quisiera estudiar, o que quisiera cualquier cosa que antepusiera su propia voluntad al rol que ese mismo hombre le había asignado.
Los crímenes contra las mujeres van en aumento, así como sus variables aberrantes: vengarse de ellas asesinando a los hijos, aunque sean los propios. Puede que se trate de un tipo de locura que termina en un suicidio o en un intento fallido de autoeliminación, pero aún así esa locura sigue prendida a la trama cultural del patriarcado, que es necesario comenzar a desmantelar de arriba para abajo y de abajo para arriba. De arriba para abajo estamos mal. Una gran cuenta pendiente de estos años de democratización en muchos sentidos es la de democratizar los géneros, aplicando las leyes que no sirven si no son coordinadas en todos los aspectos de la realidad, y la realidad incluye la desidia y la negligencia con la que continúan actuando la Justicia y las diferentes policías. Muchas mujeres que se animan a la denuncia, diariamente, chocan contra la mirada institucional que minimiza un golpe o una amenaza, y que no les ofrece ninguna hoja de ruta. Es el Estado, sus tres poderes, el que tiene que decirle a esa mujer qué pasos le siguen a esa denuncia, porque si no hay un terreno de contención ya preparado, la denuncia las fragiliza aún más. De abajo para arriba, en tanto, es necesario parar esta sangría de mujeres interpelándonos también entre nosotras, repasando qué tics domésticos replican y refuerzan el sistema de valores del que germinan los femicidas. Ese sistema patriarcal es dialéctico, y nos incluye como reproductoras muchas veces inconscientes de nuestra falta de autoestima.
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