› Por Rodrigo Fresán
UNO Días atrás, Rodríguez se cruzó con una de esas fotos cuya sola exposición justificaba por completo la existencia del medio. Una de esas fotos que, reveladas, son toda una revelación. Una de esas fotos que no pueden ser contadas ni escritas. Una imagen que no sólo dice más que mil palabras sino que, además, te deja sin palabra. Esa foto en un periódico –a partir de su perfecta composición– hizo pensar a Rodríguez que se trataba de un cuadro hiperrealista o de una instalación con maniquíes, o de una performance con actores, o de uno de esos videos lentos de Bill Viola.
Pero no.
Era una postal de la realidad: allí, un enfermo y un grupo de sanitarios y un Rembrandt y un museo. Y de lo que esa foto informaba era de una voluntariosa y benéfica organización holandesa llamada Ambulance Wens Nederlans que se dedica a llevar a enfermos terminales al Rijksmuseum de Amsterdam para que puedan despedirse de sus cuadros favoritos. Despedirse en camilla de todos esos cuadros a los que habían ido a visitar a lo largo de los años por su propio pie. El cuadro junto al que habían conocido al amor de su vida, el cuadro que explicaron a sus hijos casi con las mismas palabras con que se los habían explicado sus abuelos a ellos. Ahí dentro: en esos sitios fuera del tiempo y del espacio que son los museos y a los que ahora volvían para ya no volver. Antes de convertirse en antigüedades y reliquias y clásicos –en salas preferenciales o descendiendo a las bóvedas oscuras donde nadie se sentirá tentado de tocarlos– en los pequeños museos de las memorias de sus familias.
Rodríguez siguió leyendo y se enteró de que la organización Ambulance Wens Nederlans –en la medida de lo posible– se encarga de cumplir postreras voluntades de pacientes para que, dicen, “nadie tenga que morir sin ver realizado un último deseo”. No mucho tiempo antes, Rodríguez se había enterado de que los holandeses figuran entre las poblaciones más altas del mundo (una media de 1,84 m. para los varones y 1,71 m. para las mujeres) pero que, hace dos siglos, se encontraban entre los más bajos del planeta. ¿Por qué? ¿Cómo? Un estudio –más allá del chiste que afirma que se debe a que se la tienen que pasar estirándose para poder mirar por encima de represas– determinó que se trata de simple y compleja selección natural: los hombres altos tienen más hijos vivos que los bajos. Sumarle a eso buena alimentación, distribución más o menos equitativa de riqueza y recursos, bienestar general. Sí: los holandeses son muy altos. Y muy altruistas. La foto y la noticia rompió los diques de sus sentimientos y llenó de lágrimas los ojos de Rodríguez. Y es que cada vez hay menos oportunidades de contemplar a la raza humana –y los museos son arcas de su grandeza de espíritu flotando en océanos de mierda– como la obra de arte que muy de tanto en tanto es, que siempre debería ser.
DOS Y a vuelta de página Rodríguez se encontró con la contracara estúpida del asunto: “Barcelona podría acoger el primer museo del mundo sobre Woody Allen”, exclamaba el titular. Cuando se le comunicó la noticia al director de Manhattan (ciudad donde no existe nada que se parezca a un Woody Allen Museum), el hombre tartamudeó un poco y sugirió que se cambiara lo de “Museo” por “Centro”. Y huyó a Cannes y se olvidó de todo el asunto. O, al menos, lo intentó. La idea –se entera Rodríguez– fue de los productores locales de esa indiscutible e insuperable obra maestra dentro de su filmografía (posiblemente el mejor de todos sus títulos; no hay fin de semana que Rodríguez no lo repase y descubra cosas nuevas en él) que es Vicky Cristina Barcelona. Chiste. En serio: ya han solicitado edificio abandonado y neoclásico a la Generalitat (alguna vez la Escuela de Artes y Oficios, la más antigua de Europa en su tipo, en el Barrio Gótico) y todos contentos y a ver si les dan el OK prontito desde el gobierno. Y admisión por el precio de entrada de cine, recorrido por vida y obra, y “gran diván de psicoanálisis que recibirá a los visitantes en el vestíbulo”. Y Rodríguez se dice que tal vez sea cierto lo de que se vislumbra el final de la crisis, porque ya recomenzamos con las ideítas estúpidas para gastar dinero y conseguir titulares para la ciudad cueste lo que cueste. Y cuesta. Mucho. Entenderlo. Pero el visionario al que la información señala como “amigo personal” de Allen ha dicho que “esto es como si hiciéramos otra película con él” y que, de salir adelante el proyecto, “dentro de dos años levantará el vuelo esta apuesta cinematográfica, cultural y turística única en el mundo”. Y Rodríguez tiembla: es bien conocida la compulsión de ibéricos por ruinosos parques temáticos, y está claro que no suelen tener mucha visión para estas cuestiones. Es sabido –aunque Rodríguez no lo supo hasta hace poco– que Gustave Eiffel creó el proyecto de la Torre Eiffel para la Exposición Mundial Barcelona de 1888, pero que las autoridades de la ciudad lo rechazaron por considerar que no encajaba con la estética de la ciudad. Ergo, Eiffel la volvió a proponer para la siguiente Expo, en París, y allí está ordeñando dinero de turistas para sus ciudadanos, a sus pies. Queda el consuelo de que desde 2010, en Torrejón de Ardoz, en la Comunidad de Madrid, haya una pequeña reproducción de la torre dentro de un engendro llamado Parque Europa (¿no sería más lógico un increíble pero cierto y ripleyesco y horroroso y cerúleo y expansivo Museo de la Corrupción Española?) donde también se pueden contemplar reproducciones de la Puerta de Brandenburgo, fuente cibernética, el Puente de Londres, laberinto láser, la Sirenita de Copenhague y el Manneken Pis y el David de Miguel Angel, un barco vikingo, la Acrópolis, la Fontana de Trevi, el puente de Arlés del cuadro de Van Gogh y una imitación de aquellos molinos de Kinderdjijk junto a los que pasan, raudas, las amables y terminales y holandesas ambulancias llevando a sus ocupantes a contemplar obras de arte auténticas antes de cerrar sus ojos de verdad y para siempre.
TRES Rodríguez abre su imaginación y se pregunta cuál cuadro le gustaría visitar al final del paseo por el museo de su vida (dicen que con el último aliento puedes contemplar tu propia retrospectiva, como aquellos chicos veloces y nouvelle vague que recorrían y corrían por el Louvre), y se responde que Rooms by the Sea (1951), de Edward Hopper, le queda muy lejos. Pero, quién sabe, tal vez para entonces (el director de cine es fan confeso del pintor) el Woody Allen Center lo reciba en préstamo y lo exhiba sobre ese diván. Y, encamillado, Rodríguez lo mire fijo: la última marea entrando por esa puerta. Y él saliendo de allí de 0regreso a ese sitio en cuyas paredes está el retrato de una enfermera que se lleva el dedo a sus labios y shhh. Pidiendo para los hospitales ese mismo silencio que se pide para los museos. Museos en los que ahora todos, ruidosos, están muy ocupados en inmortalizar un momento cualquiera en una selfie a colgar en las paredes virtuales y no virtuosas de ese psycho-museo llamado la Red. Para que –sin darse cuenta de que cada vez siempre puede ser la última vez– los miren a ellos de espaldas a un cuadro que, tan ocupados en mirarse, no ven.
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