› Por Pacho O’Donnell
La historiografía liberal y oligárquica reduce o niega la participación popular en los hechos de nuestra historia, coherentemente con sus intereses y propósitos. Así ha sucedido con nuestra Revolución de Mayo. La escotomización de lo popular en los sucesos de 1810 hace que el guión consagrado sea incomprensible en puntos clave.
El 21 el virrey Cisneros convoca a Cornelio Saavedra, jefe del Regimiento de Patricios, y le impone reprimir el descontento. ¿Reprimir qué si lo que se nos cuenta es que algunos criollos se reunían en secreto en la jabonería de Vieytes o en lo de Rodríguez Peña? Está claro que a lo que se refiere Cisneros es al alboroto callejero que promueven quienes exigen la reunión de un cabildo abierto.
¿Quiénes son los que despegan bandos virreinales, gritan consignas, enarbolan carteles? Son los “infernales”, como se llamaban a sí mismos con evidente intención amedrentatoria, los integrantes del grupo de choque liderado por un cartero, Domingo French, y un empleado de la administración virreinal, Antonio Beruti.
También se los conocía como los “chisperos”, pues portaban armas de fuego, entonces detonadas a chispa. Eran una “patota” conformada por el pueblo bajo, que no desmerecería a las que hoy vemos en elecciones políticas, sindicales o en instituciones futbolísticas. Estaban comprometidos con el movimiento de destitución del virrey.
A la orden de Cisneros, Saavedra respondió que habiendo el rey de España perdido su poder y siendo él su delegado, no estaba obligado a obedecer su orden. Ante esta situación el virrey y sus colaboradores decidieron que aceptarían la convocatoria del cabildo abierto, pues nada tenían para perder, ya que a ellos correspondía enviar las invitaciones destinadas solamente a la clase dominante de Buenos Aires y ésta estaba constituida con predominio de funcionarios virreinales, comerciantes ligados al poder, eclesiásticos leales a España y criollos sumisos. Serían 450 invitados. La votación tenía vencedor de antemano.
Sin embargo, cuando ésta llegó los presentes no pasaban de la mitad y su conocido resultado decidió la defenestración del virrey. Era a todas luces sorprendente, y más aún ilógico, pues lo que se trataba era esencial para la conservación de los intereses y privilegios de los “decentes”, como se autodenominaban, dejando la “indecencia” para los trabajadores y los pobres.
¿Qué había pasado? Que los “infernales”, con la colaboración de algunos patricios, instalados en las arcadas que entonces rodeaban a la Plaza de la Victoria, como entonces se llamaba a la hoy Plaza de Mayo, decidían quién pasaba y quién no. A los partidarios de virrey se les negaba el ingreso al Cabildo, en cambio daban vía libre a los que votarían en contra. ¿Como distinguían a unos de otros? Si nos hubieran contado las cosas como verdaderamente sucedieron no habría habido tanto misterio sobre la significación de las escarapelas.
Así lo reflejó Cisneros en comunicación a España: “(...) la tropa y los oficiales eran del partido; hacían lo que sus comandantes les prevenían secretamente y éstos les prevenían lo que les ordenaba la facción: negaban el paso a la plaza a los vecinos honrados y lo franqueaban a los de la confabulación; tenían algunos oficiales copia de las esquelas de convite sin nombre y con ellos introducían a las casas del Ayuntamiento a sujetos no citados por el Cabildo o porque los conocían de la parcialidad o porque los ganaban con dinero, así es que en una Ciudad de más de tres mil vecinos de distinción y nombre solamente concurrieron doscientos y de éstos, muchos pulperos, algunos artesanos, otros hijos de familia y los más ignorantes y sin las menores nociones para discutir un asunto de la mayor gravedad”.
Los virreinales, conducidos por el fiscal Villota y el obispo Lué, no se quedaron de brazos cruzados y lograron que se votara la constitución de la conocida en nuestra historia como Junta “trampa”, presidida por Cisneros y cuatro vocales, dos españoles y dos criollos. Es decir que, aunque formalmente despojado de su cargo, el ex virrey seguiría gobernando pues siempre ganaría las votaciones. Pero lo sugestivo era que los integrantes criollos eran quizá las figuras más importantes de la insurrección, Cornelio Saavedra y Juan José Castelli, su ideólogo junto a su primo Manuel Belgrano.
¿Cómo se llegó a esto? Este es otro bache en la historia pacata que siempre nos contaron, en la que nuestros próceres no tienen dudas o errores. Era evidente que los criollos pactaron con los realistas mejorar su situación de postergación, el acceso a cargos que hasta entonces les estaban vedados en la administración pública, en el clero, en el comercio, a los que sólo accedían los nacidos en la Península Ibérica.
Es clásico en toda revolución que los sectores medios que la acompañan inicialmente luego desertan cuando ven el riesgo de que el cambio no sólo sea de cúpulas, sino que se profundice y afecte un statu quo que, aunque avaramente, los favorece. Además es universal su temor de “confundirse” con los sectores bajos de la sociedad, con la chusma.
La asonada parecía haber terminado allí, con contento de ambas partes. Esa noche hubo festejos en lo de Rodríguez Peña, aunque algunos de los complotados, como Belgrano, no estaban satisfechos con el desenlace. Pero los que no estaban insatisfechos sino francamente indignados fueron los sectores populares. French y Beruti, con los suyos, se dirigen al Cabildo y con violencia exigen que se disuelva esa junta pergeñada entre gallos y medianoche y a sus espaldas.
Exigen que se ponga fin a las jugarretas de los cabildantes para preservar el poder de Cisneros y alguno de ellos –hay historiadores que lo identifican como French– patea la puerta al grito de “¡El pueblo quiere saber de qué se trata!”. Franqueado el acceso, Beruti sube la escalinata corriendo con una decena de sus hombres y penetrando en la sala capitular exige la renuncia de los cabildantes.
A su presión se sumará la del otro protagonista popular de Mayo: los patricios. Milicia formada por ciudadanos comunes convocados a las armas para oponerse a la Segunda Invasión Inglesa, lo que hicieron con éxito. Eran, en realidad, el pueblo en armas, en su enorme mayoría gente de humilde posición social que habían elegido por votación a su jefe, Saavedra, un vendedor de vajillas de destacada actuación durante los días de combate.
Mientras se sucedían las vicisitudes en el Cabildo, los patricios con las armas en la mano aguardaban en el Fuerte por si llegase a ser necesaria su intervención. Es eso lo que les anunció Martín Rodríguez, coronel del regimiento, a los cabildantes pro Cisneros: “Si nosotros nos comprometemos a sostener esa combinación que mantiene en el gobierno a Cisneros, en muy pocas horas tendríamos que abrir fuego contra nuestro pueblo, nuestros mismos soldados nos abandonarían; todos sin excepción reclaman la separación de Cisneros”.
El tenaz obispo Lué se asoma al balcón y acusa las pocas personas que se han dado cita en la plaza, lo que produce mayor indignación: que las gentes, por ser hora inoportuna, se habían retirado a sus casas; que se tocase la campana de Cabildo, y que el pueblo se congregase en aquel lugar para satisfacción del Ayuntamiento, y que si por falta del badajo no se hacía uso de la campana, mandarían ellos tocar generala, y que se abriesen los cuarteles, en cuyo caso sufriría la ciudad lo que hasta entonces se había procurado evitar.
Fue así que se llegó al 25 de Mayo, cuando se anunció la constitución de la Junta que todos conocemos, y en cuya conformación tuvieron especial participación Belgrano, Castelli, French y Beruti, en espontánea representación del bando de los criollos sublevados y el de los activistas de los sectores populares, sin cuya participación la insurrección difícilmente habría tenido éxito.
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