Jue 28.05.2015

CONTRATAPA

Homo Solo

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Si –como dijo un escritor mártir parafraseado a un santo triunfal– “en la noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana”; entonces a las tres de la mañana y sentado a solas, en el baño, para Rodríguez y su almita, la noche es oscurísima. Hace meses que Rodríguez se despierta solo y puntualmente a esa hora. Ahí –¿noche?, ¿mañana?, “Amanecer” es el título de la canción con la que España volvió a fracasar triunfalmente en Eurovisión– está Rodríguez hojeando un diario. Y, ahí, un titular como salido de la boca de Matthew McConaughey aceptando un premio: “La Mancha esconde las tierras raras que agitan el mundo”. ¿Uh? Rodríguez se pone a leer acerca de la existencia de lugares de cuyo nombre casi nadie se acuerda; pero que contienen subsuelos ricos en “tierras raras” o “los 17 elementos químicos metálicos usados en la fabricación de alta tecnología: ordenadores, televisores, turbinas de generadores eólicos, baterías de coches híbridos” y acaso lo más importante de todo, lo imprescindible, lo vital para la supervivencia de la raza humana toda: “los altavoces que producen el sonido de un iPhone”. El de Rodríguez está apagado. Lo apaga cada noche porque, de un tiempo a esta parte, los teléfonos suenan a cualquier hora; incluso a la desalmada y encandilante hora de las malas noticias. Entonces, temblando, te lo llevas a la oreja como si fuese un caracol electrónico. Y el sonido oceánico de los miles y miles de kilómetros fibrosos y ópticos. Olas y holas que te separan de una sirena teleoperadora que no hace caso de diferencias horarias. Llamando desde tierras raras, Bombay o Buenos Aires, para ofrecerte el secreto de días perfectos. O, flotando, un Whats App informándote que un guitarrista llamado The Edge se cayó desde el borde de un escenario mientras sonaba aquello de que todavía no ha encontrado lo que busca.

Rodríguez tampoco.

DOS Así que sí, otra canción: Rodríguez Rigby. Y bajo esa iluminación azuleja y como de sala de interrogatorio sigue leyendo acerca de que la cada vez más desocupada NASA “planea darle una luna a la Luna”. A Rodríguez esto le da miedo. Mejor no, ¿no? Rodríguez se pregunta si esa pequeña neoluna tendrá forma de Apple; y se acuerda de que está leyendo Seveneves, la nueva y muy voluminosa novela de Neal Stephenson. Seveneves empieza con la autodestrucción de la Luna y el fin de nuestro planeta y el lanzamiento de los sobrevivientes hacia el infinito y más allá, en la noche oscura del alma del espacio donde siempre son los 3000 años luz de la mañana, porque ahí siempre es de noche y nunca hay un Hans Solo que diga “Chewie, we’re home”.

TRES Y, por el momento, poco y nada que encontrar, ninguna cercanía del tercer tipo. Estamos solos y ésa es la única verdad que hay ahí afuera. El físico Enrico Fermi dijo eso de “¿Dónde está todo el mundo?” (queriendo decir “¿Dónde está todo el universo?”) y nadie llama desde el equivalente cósmico a Bombay o Buenos Aires. O tal vez no tengan nada para vendernos y mucho menos para comprarnos. Una primera exploración a 100.000 galaxias ha revelado que no hay nada que revelar. O que son muy buenos escondiéndose de nosotros. O que lo nuestro es un milagroso azar que nos empeñamos en sabotear acaso inconscientemente y empujados por nuestra soledad. Si todo lo de afuera es nada, tal vez queramos ser parte de eso, piensa Rodríguez. De ahí, también, el entusiasmo que hemos puesto para que nuestros teléfonos hayan evolucionado tanto en los últimos tiempos: sólo deseamos que nos llamen, aunque digamos estar cansados de tanta llamada. Sólo necesitamos que sepan que estamos para poder decir que no estamos, que salimos.

CUATRO Y falta menos para que el autonómico Rodríguez salga a votar. Falta vida inteligente y alunizada y sobran los lunáticos alucinados en el estadismo español. Todos tontos. Y todo indica que ninguno –enfrentado al hecho de que se va acabando el minué de la alternancia sin complicaciones– tiene en sus programas la app que los ayude a pactar. O –en dos palabras– a hacer política. A ya no jugar solo y no prestar los juguetes.

En los últimos días –mientras su buzón se llenaba del desperdicio de dinero que es la propaganda electoral/boletas– todo candidato que para Rodríguez tenía algo de gracia o sentido común implosionó lunarmente y por las suyas a lo largo de una corta pero desesperada campaña plagada de friki-propuestas (ah, también entró en campaña la argentina y mediática “monja cojonera”, devenida independentista y denunciando conspiraciones íbero-vaticanas en su contra) y postales del más puro kitsch político. Allí, intentar ganarse a tanto indeciso ante tanto dudoso: sudando en bicicleta, folklorizando por San Isidro, aullando slogans en mitines sin darse cuenta que ya no hace falta porque hay amplificación desde hace casi un siglo, visitando mercados y estrechando manos de pescaderos, desafinando rumbitas, cometiendo fallidos como el de decir “saquear” cuando querían decir “sacar” o afirmando emocionados que “gobernar es errar” o delirando un “ya nadie habla del paro”, comprando votos en asilos, peleándose dialécticamente con sus camaradas en plan Pimpinela, besando bebés, haciendo chistecitos con series y películas, insistiendo en perdedores símiles deportivos, paseando sus perritos y mostrando cómo recogen cívicamente sus caquitas (las de los perritos), filtrando mierda ajena y cuentagoteando programa propio, proponiendo que nadie nacido antes del ’78 tenga funciones políticas de responsabilidad, soñando con una “moneda local”, postulando al hip-hop como asignatura escolar para “adaptar la formación a la demanda real de los jóvenes”, o –con cara de malo-malísimo modelo Soy-Tu-Padre– lanzando a los que dudan de su popular partido un ominoso “Volved a casa”.

CINCO Pero Rodríguez ya está en su casa, en su baño, temblando como nepalés muy lejos del nirvana de Lama. Aquí Rodríguez, se supone, es Maestro Espiritual. Es el Rey. Y se acuerda de esa leyenda urbano-campesina en cuanto a que Elvis (quien murió a solas en su tronodoro) se limpiaba el culo con cuellos de ganso, porque no había papel higiénico lo suficientemente suave para su trasero. Rodríguez se pregunta cuán suaves serán las boletas electorales y si no será éste un buen modo de sacarles algún higiénico provecho. Pero ya divaga... Porque tiene ensueños tan extraños. Sueña, agitado, con un gobierno adjudicado por concesión a Dinamarca, donde es imposible que huela más a podrido que aquí; y, después, entran chispeantes y vitales marines y lo acribillan en su baño mientras Don Draper invita (fábricas cerrando, cada vez hay menos botellas made in Spain) una vuelta de Coca-Cola para todos. Terreno raro. Normal, en un rato Rodríguez –mejor mantenerse despierto– va a salir a votar. A solas. Y por primera vez va a votar en blanco, el color del insomnio. Y ya lo sabe: no será un voto útil. Ni va a contar. Pero al menos él no se va a sentir mal –no cuenten más con él– votando a un inútil sin gracia. Será, sí, un decidido indeciso. Y después –embotado– Rodríguez va a volver a casa y va a bajar las persianas y va a acostarse a dormir una solista siesta de varios años luz.

En la tarde oscura del alma siempre son las tres de la noche.

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