Mar 28.10.2003

CONTRATAPA

El Concorde y la imposibilidad de volar

› Por Leonardo Moledo

“La demostración de que no existe combinación de materiales conocidos, máquinas o fuerzas que puedan dar como resultado un aparato en el cual el hombre pueda volar distancias apreciables me parece tan completa y acabada como puede serlo cualquier demostración física.”
Simon Newcomb (1835-1909)

En 1956, cuando nació el proyecto del Concorde, la Encyclopedia of Spurious Science fue tajante: “Pretender alcanzar la velocidad del sonido es una quimera más allá de toda posibilidad”, y cuando en 1970 duplicó esa velocidad, habló de “manipulación de datos”.
Pero haya dicho lo que haya dicho la tenaz Encyclopedia, lo cierto es que el Concorde fue la culminación algo barroca de una saga bastante antigua: hay historias sobre vuelos con alas en la mitología de la antigua Grecia y Roma, de Escandinavia y del Oriente. Hacia el año 1020, Oliver de Malmesbury se ató alas en las manos y los pies y, saltando desde una torre, se mantuvo en el aire lo suficiente para planear unos 500 metros, después de lo cual cayó al suelo y se rompió las piernas. Más tarde John Damain, favorito del rey Jacobo IV de Escocia, saltó desde lo alto del castillo de Stirling y justificó el no poder elevarse por el hecho de que las alas tenían plumas de paloma y no de águila. En el siglo XVI, Leonardo Da Vinci observaba el vuelo de las aves, con el confeso y nada humilde propósito de imitarlas. En 1660, un acróbata francés llamado Allard intentó volar sobre París por medio de alas artificiales, y cayó a tierra sufriendo grandes heridas. En 1742, el marqués de Baqueville hizo varios ensayos de vuelo con un par de alas artificiales adaptadas a sus manos y pies, pero cuando intentaba cruzar el río Sena cayó encima de una barcaza y se quebró una pierna.
Todos estos intentos de volar terminaron en estrepitosos fracasos precisamente porque se tomaba como modelo el vuelo de las aves. La cosa cambió cuando los ojos se centraron en otro objeto volador, mucho más prosaico, y conocido desde la Antigüedad: el barrilete, que no vuela sino planea.
Según parece, el primero que se apartó de la obsesión de las alas artificiales fue George Cayley, científico inglés a quien sus contemporáneos –con el apoyo entusiasta de la Encyclopedia– calificaron como “loco de remate” y que, sin embargo, diseñó y fabricó primitivos planeadores, describió correctamente las fuerzas que intervienen en la aerodinámica del vuelo y nada menos que en el año 1809, escribió las siguientes y proféticas palabras: “Cuando se logre el vuelo mecánico, comenzará una nueva era para la humanidad. Estoy absolutamente seguro de que será posible transportar personas y bienes de manera más segura por aire que por agua, con una velocidad de cuarenta a doscientos kilómetros por hora. Sólo hace falta un motor de propulsión adecuado. La máquina de vapor de Watt podría ser una posible fuente de energía, pero dado que el peso juega un papel tan importante, existe la probabilidad de obtener la propulsión mediante la combustión de materias o fluidos inflamables”.
A lo largo del siglo XIX se construyeron en Europa varias “máquinas de volar”, pero la ausencia de una fuente de energía de mayor potencia que la máquina de vapor condenaba casi todos esos intentos al fracaso, como constataba con regocijo, edición tras edición, la Encyclopedia of Spurious Science: “El intento de volar con aparatos más pesados que el aire sólo puede ser fruto de la debilidad mental, o de una fuerte alteración de los humores y obnubilación de la mente” (1851, 1872, 1893).
Clément Ader, un ingeniero francés, diseñó un aparato muy liviano propulsado a vapor con el cual logró volar unos 300 metros, antes de que una ráfaga de viento lo estrellara contra el suelo y las autoridades se rehusaran a gastar más plata en su invento. En la década de los ‘90, los hermanos Lilienthal lograron volar alrededor de cien metros en planeadores, que terminaron con un accidente fatal en 1896.
En los Estados Unidos, el distinguido ingeniero y arquitecto Samuel Pierpont Langley hizo un intento a fondo para conseguir una máquina que volara y entre 1897 y 1903 gastó alrededor de cincuenta mil dólares, que entonces era una suma fabulosa, en ensayos infructuosos. Después del tercero de ellos, nada menos que el New York Times, adelantándose a la mismísima Encyclopedia, comentó en su editorial (10 de diciembre de 1903): “Esperamos que el profesor Langley deje de arriesgar su reputación científica, de perder el tiempo y de derrochar dinero en experimentos con máquinas para volar. La vida es muy corta, y seguramente el profesor Langley es capaz de prestar a la humanidad servicios mucho más importantes que el intento de volar... Para estudiosos e investigadores ‘del tipo Langley’ hay empleos mucho más útiles”. Y, a continuación, se pronosticaba que el hombre no podría volar “hasta pasados mil años”.
Exactamente siete días después de publicada esta visionaria profecía, en la mañana del 17 de diciembre de 1903, dos inventores ‘del tipo Langley’, los hermanos Orville y Wilbur Wright, con un biplano casero efectuaban el primer vuelo completo de la historia. Duró doce segundos y se extendió por apenas cuarenta metros. Pero era la primera vez que una máquina se levantaba en el aire y aterrizaba luego. Cinco personas se habían reunido con desgano para presenciar el experimento. De ahí al Concorde había sólo un paso.
Como todos sabemos, el New York Times aceptó de buen grado los hechos consumados. No así la tenaz Encyclopedia, que en la edición de 2002 proclamaba incoherentemente: “El fatal accidente de julio de 2001 señala la peligrosidad intrínseca de los aviones. Es obvio que el Concorde debe ser discontinuado, y el día en que aterrice por última vez quedará demostrado de una vez por todas la absoluta imposibilidad de volar con máquinas más pesadas que el aire”.

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