› Por Juan Forn
No es culpa de Vladislav Leschenko que su hermano Piotr lo haya opacado, tanto en vida como después. ¿Qué se puede hacer, salvo internarse en las sombras, si tu hermano es el Rey del Tango ruso? Porque así es como ha pasado a la historia Piotr Leschenko, básicamente por su gran éxito, el tangazo Serdtse (“Corazón”, en ruso) con el que recorrió Europa en los años ’30, peinado a la cachetada y rasgueando la guitarra a lo Gardel, hasta que abrió en Bucarest un club nocturno con su nombre, que alcanzó fama como “el Maxim’s Oriental” y donde cada noche terminaba agasajando a la selecta concurrencia con una emocionada rendición de su mayor éxito. En la primera parte de su show cantaba canciones gitanas ataviado ad hoc; en la segunda se calzaba el smoking, la gomina y la guitarra y hacía tangos. Todo el repertorio era en ruso.
Se impone decir acá que, en la Unión Soviética, el tango era un género musical contrarrevolucionario (“incita a la danza lúbrica”), así que los admiradores secretos de Piotr debían sintonizar clandestinamente Radio Teherán para pescar las famosas transmisiones que se hacían desde “el Maxim’s Oriental”. Tan popular era el engominado Piotr que, cuando los tanques rusos entraron en Bucarest al final de la Segunda Guerra, sólo salvó el pellejo porque el mariscal Zhukov era uno de esos admiradores secretos. El mismo tratamiento VIP le habían dado en su momento las autoridades fascistas rumanas y los ocupantes nazis, que nunca llegaron a enterarse de que Serdtse era originalmente una vibrante canción de estímulo patrio en un film musical soviético, si alguien es capaz de imaginarse tal entelequia, hasta que Piotr tuvo la brillante idea de reformularla cantada como tango, además de cambiarle el título (el original era “El trabajo y el amor hacen la felicidad”, entendiendo amor como amor al Soviet).
Un grande, Piotr. Emocionaba por igual a judíos de la diáspora y a nobles europeos, a rusos blancos y a ciudadanos soviéticos. Su hermano Vladislav también logró esa hazaña, y fue aun más lejos. Pero como ya se ha dicho, lo hizo en silencio, desde las sombras, y hoy nadie lo recuerda, o lo recuerdan como un agujero negro. Me explico: hay un momento de la adolescencia de ambos hermanos en que parten de Rusia a Europa, se ignora si juntos o por separado (el último lugar donde coinciden es en Moldavia, bajo el techo de su padrastro). Piotr terminó haciendo base en París. Vlad recaló en Berlín a fines de los años ’20. Mientras su hermano se hacía famoso, él alquiló varios departamentos baratos en el antiguo barrio judío de la ciudad, echó abajo las paredes divisorias de sus respectivos sótanos y montó una sala de montaje que se especializó en una tarea delirante: retocar viejos melodramas rusos para vender a Estados Unidos y retocar frescos melodramas norteamericanos para vender a la URSS. Para exportar exitosamente a Norteamérica las películas rusas, tenía que cambiarles su inalterable final trágico. Para las audiencias soviéticas, en cambio, eran inaceptables los finales felices de las películas norteamericanas.
Vlad era un mago: a un film ruso donde los protagonistas terminaban todos muertos, le agregaba una escena donde se apresaba al criminal y se reivindicaba a los difuntos. A un final feliz yanqui, le añadía una coda truculenta, donde quedaba expuesta la perfidia esencial del sistema capitalista. Vlad no pagaba impuestos, no figuraba en los créditos de las películas que retocaba y vendía al menudeo sus creaciones en aquel mercado persa a la enésima potencia que era el mercado negro de Berlín. Pero en sus sótanos, en esas “esclusas anónimas de la dramaturgia”, como las llamó el gran Alexander Kluge, aprendieron su oficio muchas de las futuras estrellas de la UFA, el Hollywood berlinés. Un montaje de Leschenko se considera hoy una rareza en los anales del cine: los cinéfilos los estudian y escriben sesudas y soporíferas tesis sobre ellos. El problema es que no hay una sola que ofrezca pruebas concretas de que fue intervenida por Vlad. Es el perfecto artista de las sombras: su obra quedó, pero indiscernible en las brumas del anonimato.
Cualquier película rusa o norteamericana de aquellos años en cuyas escenas culminantes su protagonista aparece de pronto de espaldas, o con el rostro cubierto por un sombrero, una sábana o las meras tinieblas, puede ser una obra de Vladislav Leschenko. Por realizar esa clase de misteriosas intervenciones desde su sala del subsuelo, se hizo involuntaria fama de espía (soviético para algunos; antisoviético, para otros) y cuando llegaron los nazis puso prestamente pies en polvorosa rumbo al norte. En 1941, mientras su hermano Piotr cantaba en Bucarest tangos rusos para rumanos y nazis, Vlad estaba en Suecia con pasaporte finlandés, trabajando en otra sala de montaje de operatoria tan clandestina como la de Berlín. Pero ahora se encargaba de adaptar melodramas kitsch italianos y rumanos para la audiencia nórdica: eso significaba añadirles escenas eróticas de valor artístico. La técnica era sencilla: primer plano del cuello de una blusa, mano que se interna entre la tela y la piel, roces y susurros en la banda sonora, repetir con variaciones cuatro o cinco veces a lo largo de la película, y listo.
Cuando los rusos entraron en Bucarest, en lugar de colgar a Piotr, asistieron en masa al Maxim’s Oriental a oírlo cantar. El Rey del Tango se emocionó y pidió permiso oficial para volver a vivir a su patria. No se daba cuenta de cómo incendiaba a los soviéticos cuando decía “patria”: Piotr y su hermano eran ucranianos, la aldea en que habían nacido era territorio ruso en los tiempos del Zar, pero para la URSS los ucranianos eran ciudadanos de segunda, carne de pogrom o de gulag. Piotr estaba casado por entonces con su tercera esposa: una admiradora rusa que se había traído de Odessa. A ella la deportaron (y nomás llegar a Odessa la mandaron a prisión por casarse con un extranjero); a él lo dejaron morir de pena en un psiquiátrico rumano. Hoy hay peñas con su nombre en casi todas las ex repúblicas socialistas: algunas lo reivindican como rey del tango, otras como prócer del cancionero gitano.
De Vlad, en cambio, nada se sabe salvo que murió en las mismas sombras que había elegido habitar en vida. Sólo se salvó para la posteridad esta definición que dio sobre su oficio, o su genio: “A los espectadores lo que les interesa es que el final de la película sea el correcto. Cómo se logra, no les importa. Son indolentes, o tolerantes. Pero no perdonan nunca si el final tiene defecto”. Perderse en las sombras fue el corolario y epitafio perfecto para una vida en las sombras, lo que Vladislav Leschenko habría llamado un final sin defecto: pero si esa vida hubiera sido de celuloide, estoy seguro de que Vlad le habría agregado algunos fotogramas que la hicieran terminar inequívocamente mal, si pensaba ofrecerla al mercado ruso, o inequívocamente bien, si era para mandar a Norteamérica.
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