› Por Mario Goloboff *
El título era de él. De la nota que generosamente nos dio para que apareciese en el número inaugural de la revista Nuevos Aires, publicado en junio-julio-agosto de 1970. Leopoldo Marechal contaba allí sus dificultades y contrariedades políticas, tan ligadas a la caída, quince años antes, del peronismo, y a la resistencia contra la autodenominada Revolución Libertadora. Evocaba, desde aquel título, la perífrasis de los diarios, impedidos de nombrar, por la prohibición del decreto-ley 4161, de marzo de 1956, al general Perón y otros emblemas del peronismo, “la utilización de imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas /.../ representativas del peronismo”, el que además incluía, en un fanático y fantástico ataque de persecución nominalista, una serie de vocablos proscriptos, tales como “peronismo”, “peronista”, “justicialismo”, “justicialista”, “Tercera posición”, la “Marcha peronista”, “los discursos del presidente depuesto”. Subrayaba su compromiso y también su propia exclusión de la comunidad intelectual argentina “según la triste característica de nuestros medios intelectuales, con el recurso poco viril de los silencios y olvidos ‘prefabricados’” .
En realidad, su marginación del campo intelectual (o, al menos, del de la élite) venía de tiempo antes, de los principios del Movimiento, cuando adscribió entusiastamente al mismo, cometiendo “el solo delito de haber andado en pos de tres banderas que creyó y cree inalienables”. Subrayaba entonces Marechal “un acto de valentía intelectual” de H. A. Murena al escribir para La Nación del 17 de noviembre de 1963, objetando apreciaciones del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal en su libro Narradores de esta América, quien se había referido peyorativamente a él por su militancia peronista. Y duramente fustigaba a aquellos nuevos “bárbaros” “(¡oh, bárbaros muy bien vestidos!)”, que “podían excluir de su comunidad a un poeta que hasta entonces llamaban hermano”.
Pero también historiaba allí lo que nombraba su “linaje” y luego sus simpatías políticas hasta llegar al peronismo, mejor dicho hasta iniciarse juntos, pues testimoniaba haber estado entre las masas que se manifestaron el 17 de octubre de 1945. De lo primero, “mi linaje americano”, cuenta que su abuelo francés, llamado como él, Leopoldo, fue combatiente en la Comuna de París, y con la caída de ella debió emprender el camino del exilio, que fue definitivo, y ancló en Carmelo, República Oriental del Uruguay. De este herrero y muy lector, especialmente de textos políticos y económicos heredados por él sin llegar a conocerlo, recuerda que fue víctima de la fiebre amarilla y “dio a sus hijos una educación basada en el concepto de la justicia militante, única herencia que nos dejó a sus descendientes, amén del paso corto y rápido de la infantería francesa”.
Su padre, Alberto, tuvo una gran vocación por la mecánica y las técnicas de fundición, tornos, soldaduras, ajustes, y además trajo de Uruguay “su guitarra y su violín, que convirtieron su alegre soltería de Buenos Aires en una fiesta de serenatas, bailes y torneos orfeónicos en los que se le llamaba ‘el oriental’ y que concluyeron llevándolo al matrimonio según la infalible y honesta costumbre de aquel tiempo”. Casado con la que sería su madre, Lorenza Beloqui Mendiluce, “de origen vasco español y de santidad crística”, fue Leopoldo “el primer vástago de aquel matrimonio”. Reconoce, pues, de la línea paterna, la herencia “communarde”, agnóstica, igualitaria, y de la materna, la cristiana, por la que accederá a Platón y a Plotino, a San Agustín y a Santo Tomás, al nacionalismo de raíz católica. Instalados en Villa Crespo, el padre desplegaba su gran habilidad manual y construía o arreglaba máquinas del vecindario, casi sin remuneración alguna, “como una solicitud a su arte de curar los humildes robots de comienzo de siglo”. De él habría heredado la buena técnica industrial y quizá su oficio, si su madre “que había observado en mí ciertas comezones intelectuales y una muy temprana cuanto furtiva inclinación a las Musas” no lo hubiese inscripto en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, destinándolo a las humanidades y las letras. El padre falleció tempranamente, víctima de una endemia de bronconeumonía que azotó el país en 1918, y él se pregunta ahora, al cabo de su propia vida, “si este Alberto Marechal, el trabajador uruguayo, y aquel Leopoldo Marechal, el comunero de París, bendecirían hoy a este otro Leopoldo, el poeta, que se vio excluido de la intelectualidad argentina por seguir un color a su entender indeclinable”.
A partir de los dieciocho años, con el primer voto, comienza su historial político, colocado siempre del lado más popular posible. Apoya “al entonces juvenil Partido Socialista” que dirigían Juan B. Justo, Nicolás Repetto y Alfredo L. Palacios (“Nadie podrá negar ahora ni en el futuro que aquel Partido Socialista, en su brega parlamentaria, logró victorias que merecen el recuerdo y la gratitud de los que conocimos, en tiempo y lugar, el desamparo de los humildes”). Habla luego de la admiración, aunque no de la adhesión, a Hipólito Yrigoyen, “un conductor nato de los que suscitan casi mágicamente la fe y la esperanza de la multitud”, quien “obtuvo sin duda el asentimiento de una gran mayoría, pero fue un asentimiento de cuño sentimental, y como ‘en potencia’ de los actos que debía cumplir el líder y que no se dieron jamás”; por eso lamenta, sinceramente, “el derrumbe de un conductor fantasmal, inmóvil e invisible como un ídolo en su isla de la calle Brasil, y el derrumbe de un régimen que vegetaba merced a un sentimiento popular ya estéril al no recibir ninguna respuesta”.
Inmediatamente comenta (y no parece accidental, sino el fruto de la complejidad de su pensamiento y de sus temores y atracciones íntimos): “En aquellos días una gran crisis espiritual me llevó al reencuentro del cristianismo”. /.../ “En realidad, se dio en mí una ‘toma de conciencia’ del Evangelio, vívida y fecunda por encima de tantas piedades maquinales. Y naturalmente, en su aplicación al orden económico social (el único que atañe aquí al Poeta Depuesto)”. Así fue conociendo y tratando a los jóvenes nacionalistas de entonces, que orientaban hacia la política sus convicciones, pero pronto se desvinculó de ellos porque “El nacionalismo no salió de su órbita especulativa, y además (yo añadiría ‘sobre todo’) le faltó el conocimiento de lo popular”. Llegó así al justicialismo, presentado “como una síntesis ‘en acto’ de las viejas aspiraciones nacionales y populares tantas veces frustradas”. Por eso, Marechal termina este documento señalando: “No es extraño, pues, que el 17 de octubre de 1945 se diera la única revolución verdaderamente ‘popular’ que registra nuestra historia (incluyendo la del 25 de Mayo), y que se diera en una expresión de masas reunidas, no por el sentimiento ni por el resentimiento, sino por una conciencia doctrinaria que le dio unidad y fuerza creativa”.
Decir “conmovedor” de este texto es decir poco, porque es a la vez racional y sensible, lúcido y emotivo. Y por sobre todo emblemático, de carácter casi testamentario. Es uno de los últimos (si no el último), que se le publica en vida, y creo recordar que él no alcanzó a verlo publicado: al número siguiente de Nuevos Aires debimos escribir una nota dando cuenta de su lamentable fallecimiento, hacia finales de junio de 1970.
* Escritor, docente universitario.
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