Lun 21.09.2015

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

El Paraíso por correspondencia

› Por Juan Sasturain

Esta semana pasada tuve el privilegio –a través de su hermano David, querido amigo– de conocer a Enrique Lipszyc, el inventor y primer director de la mítica Escuela Panamericana de Arte, un experimento extraordinario, una referencia insoslayable para entender qué y cómo fue la producción gráfica argentina en las revistas de los años cincuenta, y qué lugar ocupaba el dibujo –sobre todo el de historieta– en ese momento particularmente rico de nuestra cultura popular.

Hijo de inmigrantes judíos polacos que llegaron a la Argentina en 1930, Enrique nació dos años después en Buenos Aires. Tuvo pronta vocación artística que su padre –empresario textil– en principio no aprobaba. Estudió solapadamente Bellas Artes mientras lo creían en la facultad de Ciencias Económicas hasta que –estamos a principios de los cincuenta, mediados del decenio peronista–, con apenas veinte años, encuentra cómo canalizar su vocación apasionada por el dibujo con un emprendimiento sustentable.

Con su empuje y talento precoces, el necesario apoyo familiar, el contacto fluido con los distribuidores del material yanqui más moderno y creativo –sobre todo– con el conocimiento personal de decenas de los mejores artistas vigentes en el medio, Enrique encara, prácticamente en forma simultánea, dos proyectos complementarios. Por un lado, obtiene de la King Features Syndicate la franquicia para Argentina y Latinoamérica de un curso de enseñanza de dibujo diseñado por el celebérrimo Alex Raymond (creador de Flash Gordon y Rip Kirby, entre otras obras maestras): la publicitada Escuela Norteamericana de Arte que ya en 1951 ofrece sus cursos en vivo y por correspondencia en las revistas de historietas de entonces. La sorpresiva muerte de Raymond en 1956 acelerará la nacionalización y acentuará el carácter distintivo de la Escuela, convertida en la famosísima Panamericana a la que se apuntó toda una generación –la nuestra– de aspirantes a convertirse en dibujantes de historietas.

Por otro lado, el laborioso Enrique emprende la investigación y recopilación de materiales que lo llevarán a escribir y publicar en esos años dos grandes libros, memorables por su original contenido y su carácter pionero: La historieta mundial (que incluye, además, la primera historia de la historieta argentina, minucioso trabajo de pesquisa personal en el que contó con el acceso libre a los archivos y la colección de Crítica, habilitado por el pionero Botana) y el monumental El dibujo a través del temperamento de 150 famosos artistas, que junta creadores universales con autores argentinos contemporáneos, a Dana Gibson con Salinas, a Norman Rockwell con Oski, grandes historietistas e ilustradores de todos los registros técnicos y temáticos. Estos dos textos sucesivos y complementarios, informativos y didácticos de la enseñanza del dibujo, hoy siguen siendo fundamentales –por su calidad intrínseca y como síntoma– para entender la dimensión del fenómeno del dibujo en aquel momento de la cultura argentina.

Pero no cabe duda de que el fenómeno que la memoria histórica y emotiva ha conservado como sinónimo y emblema del trabajo y la creatividad de Enrique Lipszyc y su equipo en esos “años de la Panamericana”, durante los cincuenta, es el inolvidable Curso de los doce famosos artistas, una idea brillante, llena de rigor e inteligencia, olfato empresarial y marketing creativo. Los inolvidables avisos en forma de historieta de una página dibujados por Pratt, Arturo del Castillo, Vieytes o Domínguez (hay varias versiones del mismo guión) ocupaban la contratapa del Hora Cero o de Frontera o de cualquiera de las revistas de historietas que proliferaban entonces, contando en cuatro tiras “Cómo nació un dibujante”. Empezaban con el empleado u obrero “condenado” a un trabajo rutinario en la fábrica que, aconsejado por un amigo, escribía al Curso de los doce famosos artistas y, mediante las sucesivas y graduales lecciones por correspondencia y los respectivos exámenes, se convertía en un dibujante diplomado que vivía mejor (el último cuadrito, con el tablero, el vaso de refresco y la pileta con chicas tras los cristales, en el fondo de la casa era memorable) de una profesión libre, prestigiosa y reconocida.

El aviso, la historieta y la página terminaban al pie, a la derecha, con el sujeto hablando “a cámara”, el cupón para rellenar y la lista de los profesores, los doce famosos artistas, algunos de los cuales seguramente habíamos estado observando en las páginas de esa misma revista: Pratt, Breccia, Roume o Haupt... Eran nuestros héroes del lápiz en el tablero, equivalentes a los caballeros con espada de la mesa redonda.

Hoy podemos seguir recitando la lista de esa docena de profesionales del dibujo con la misma seguridad con que sabíamos la formación del Boca de Mussimesi, Colman y Edwards; del River de Mantegari, Pipo Rossi y Sola; del Racing de Simes y Sued. Es probable que no tuviéramos la misma certeza a la hora de nombrar de corrido a la Primera Junta más allá de Saavedra, Moreno y Paso.

Hablando con Enrique Lipszyc reviví en estos días esa sensación de cercanía inefable. Lo tenía ahí y lo gasté. Le pregunté por el Indio Pereyra (Pablo Pereyra, el tapista de Editorial Acme, creador de las colecciones Robin Hood y Rastros con sus famosos logotipos), quise saber cómo eran personalmente el brasileño Joao Mottini –excepcional dibujante de series y tapas en Patoruzito–, el formalísimo Enrique Vieytes, que hacía sobre todo publicidades, o el increíblemente diestro Joaquín Albistur, el de las aguadas sombrías que ilustraba cuentos policiales en el Leoplán. O nos detuvimos en las diferencias entre los hermanos Del Castillo –que no fueron profes, por lo que recuerdo–, la mano liviana de Jorge, pura síntesis, y la pluma minuciosa de Arturo, de modelado laborioso. Y así seguimos con todos los demás. Podría haberle hablado de Bayón, el profesor de caricatura que era tan jodón y amigo de Breccia, y de Tito Menna, que imitaba (muy bien) a Vargas cuando dibujaba chicas. El me contó de Borisoff, el anatomista, y de Carlos Fleixas, que seguía puntualmente a Raymond, y así...

Enrique, que le dedicó por esos años un notable libro entero, monográfico, al jovencísimo Hugo Pratt, demostrando su perspicacia y buen mirar en tiempos en que la historieta y sus autores ni siquiera parecían en la foto de las bellas artes ni frecuentaban las galerías del mundo, es un testigo privilegiado en palabra y obra de quiénes eran –y cómo se relacionaban– en su apogeo, nuestros ídolos de entonces y de siempre: el mismo Hugo, el que todavía no era el Viejo Breccia, el influyente Héctor Oesterheld. Si con las experiencias de Leopoldo Durañona, de Lito Fernández o de José Muñoz –entre otros grandes dibujantes de nuestra generación– tenemos la visión desde el tablero y la condición de alumnos que llegaron a ser lo que muchos no pudimos ni supimos, con Enrique Lipszyc la mirada tiene una dimensión totalizadora de proceso orgánico encarnado en una vida por entero dedicada a esta pasión.

Hay un dato que visto desde hoy parece casi increíble. Cuando Enrique se fue en 1962 a San Pablo para fundar allá la nueva versión de la Escuela Panamericana mientras David seguía a cargo en Buenos Aires, tenía apenas treinta años. Era mucho más joven que todos los talentosos que había sabido nuclear durante una década, y de algún modo estaba más cerca de los miles de alumnos que pasaron por sus aulas. Y al final se quedó allá, siguió en lo suyo y hace poco celebró –con un libro espectacular, en dos bellos tomos de memoria y balance– el medio siglo de la aventura brasileña, que sigue en marcha, ahora en manos de su hijo.

La última. En el primer número de la revista mensual Frontera, de marzo de 1957, comenzaba una hermosa historieta con guión de Oesterheld y dibujos de Solano López que se llamó Joe Zonda. El héroe, desde su condición de copiloto de un Douglas DC3, era un emblemático cabecita negra –arquetipo de la época– que todo lo mucho que sabía, desde chino hasta radiotelefonía, lo había aprendido, desde el interior, en cursos por correspondencia... El increíble Joe (Cirilo, en realidad) Zonda era un lector de historietas, claro, y bien podría haber llenado el cupón como nosotros y hecho el curso de la Panamericana.

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