CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Podríamos hablar / escribir de política y decir / explicar una vez más que en lo que se viene confrontan dos modelos de país –más allá de la fidelidad y aptitud de los intérpretes que creemos los encarnan– y que hay que elegir por uno o por otro, y no hacerse los boludos, pero eso ya lo hemos dicho y lo volveremos a decir todas las veces que sea necesario, de acá al 22. Podríamos –con el hígado en el freezer– seguir puteando a los especuladores y ladrones internacionales de la patria financiera que ya eligieron desde siempre con quién quieren festejar, pero uno se cansa y no quiere cansar. Podríamos seguir poniendo en evidencia a los impresentables operadores de los medios hegemónicos ya sin vergüenza ni techo para la infamia, pero los que nos leen acá ya nos leyeron antes y así estamos, sin novedad. Menos quisiéramos ponernos a discutir con los que uno supone que deberían estar de este lado pero parece que nunca entenderán de qué se trata. No les basta con ver de qué lado se alinea el enemigo objetivo. Pero ésa también parece ser históricamente una batalla perdida en la Argentina. El sectarismo, la soberbia y la incapacidad para conciliar intereses comunes en beneficio del proyecto común que nos englobe parecen ser males endémicos. Y en esto, el oficialismo de turno no ha dado el mejor ejemplo. Alguna vez habrá que aprender, aunque lo dudo.
Ya hemos escrito varias veces sobre esto en las diferentes r.c.e.c.r –Reflexiones con el Culo Roto– que ocuparon ocasionalmente este Arte de Ultimar durante y después de los varios duelos electorales de los últimos años.
En fin: podríamos volver sobre todo eso, pero esta vez no. Después de todo, a muchos argentinos nos quedan algunos refugios tan obsesivos y enfermoides o más que la política para poner el interés y las machucadas e inexplicables lealtades afectivas. El fulbito es una de ellas, y el pretexto de la definición del lungo campeonato que nos dejó el oscuro ferretero de Sarandí nos permite divagar al respecto sin necesidad de aclarar, por consabido, que el corazón bostero no nos quita ni el fervor ni el desencanto escéptico ni las neuronas analíticas. Eso creemos, bah.
Todo para decir, sin énfasis ni entusiasmo que, como diría T. S. Eliot, la cosa no terminó con un estallido sino apenas con un quejido... Ayer no hubo nocaut. Pese a Monzón, Boca no fue un equipo que noqueara. Ni ayer ni casi nunca. Todo fue muy largo y peleado hasta el final, en un torneo de fútbol feo como es el que se juega en la Argentina desde hace rato. Y ya sin pretextos de descensos imperiosos, torneos cortos y urgencias desmedidas. Porque los últimos campeonatos y los últimos campeones no fueron mejores. Es lo que hay. Que es muy poco, y muy enfermo en todos los niveles: se juega mal, se golpea, se miente, se finge, se pretende trampear a mansalva.
Tomando el ejemplo del equipo que más guita tuvo, que incluso convenía para el gran negocio futbolero que ganara y que finalmente –aunque no por eso– ganó, se pueden detectar males comunes. Así, lo mejor del trabajoso campeón, en el resumen de las actuaciones y para balance, debe estar en las apariciones de Cubas y de Bentancour, que juegan muy bien al fútbol, en serio, y son pibes. Pero, para dar un ejemplo, que Tevez y Cata Díaz –por calidad y/o experiencia pero sobre todo por peso específico y prepotencia en todos los sentidos– hayan sido largo rato fundamentales en este equipo es sintomático de nuestras precariedades estructurales. Así estamos –ver los resultados de juveniles, los fantasmas de una mayor sin recambio superador– y así seguiremos. Porque lo nuestro, lo hemos dicho, no es un bache ocasional de calidad sino un claro proceso de decadencia indisimulable: con mezquindad y falta de grandeza hemos conseguido que casi cualquiera (ganemos o perdamos) juega mejor que nosotros, los argentinos, al fútbol.
Con ese sabor agridulce a tono con el fin de año argentino plagado de incertidumbres, nuestro Boquita dio la organizada, familiar y aséptica vuelta olímpica merecida ante un Tigre desdentado. Fue increíble lo poco que pudieron decir los protagonistas. A media docena les faltaron palabras. No tuvieron tiempo de practicarlas, se supone. Además, nunca sos campeón a pleno cuando dentro de tres días tenés otra final y, por estas extrañas paradojas del mercado y la competencia infinita, cuando ganás todavía no has ganado nada.
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