CONTRATAPA › LA PRIMERA BATALLA DE LA SEGUNDA GRAN GUERRA
› Por José Pablo Feinmann
Hitler lo mira y en su cara brillan el entusiasmo triunfal y ese extravío temible, arrasador, que bien le conocen quienes suelen rodearlo, trabajar con él o rendirle honores. El hombre que está frente al Führer, un excepcional deportista, una buena persona, no ha cometido ninguno de esos excesos. Es un buen alemán, pero no un nacionalsocialista. Algo raro en esa Alemania de mediados de los 30 del siglo XX.
–Usted, Herr Schmeling –dice Hitler–, lleva sobre sus hombros el honor de la Alemania nacionalsocialista. Además, jamás habremos de permitir que un negro, que un representante del mercantilismo capitalista norteamericano, cometa la ofensa de derrotar a un ario puro. Nosotros somos el centro y el espíritu del verdadero Occidente. Nada debe frenarnos.
Schmeling, aunque se ve sereno, tiembla ligera, imperceptiblemente y un sudor frío se desliza por su espina dorsal.
–Mein Führer –dice–, soy apenas un boxeador. Un hombre que le pega a otro para demostrarle que es más fuerte, o más afortunado. O que se entrenó mejor.
–Usted no parece entender este asunto, Herr Schmeling –dice el doctor Goebbels, presente en la reunión–. Por esas cuestiones del azar, por esos avatares de la historia, usted, ahora, es Alemania.
–Puedo ser Alemania. Como el señor Louis puede ser Estados Unidos. Lo que no puedo ser es nacionalsocialista. Una cosa es el deporte. Otra, la política.
–Escuche, idiota –estalla el Führer–: ¡Vaya y gane! Y si no gana, mejor demore unos cuantos años en volver por aquí.
Durante estos días, la Fundación Raoul Wallenberg, a propósito de ese pogrom al que se bautizó como La noche de los cristales rotos, evocó la figura de Max Schmeling: Schmeling también fue un gran campeón por lo que hizo fuera del cuadrilátero. “Durante el pogrom nazi contra los judíos del 9 y 10 de noviembre de 1938, erróneamente rotulado con el cándido nombre de Noche de los Cristales, salvó las vidas de los niños Henry y Werner Lewin. Schmeling escondió a los muchachos en un lugar seguro en su suite del Hotel Excelsior de Berlín y, días más tarde, cuando la furia del pogrom había amainado, ayudó a los jóvenes a escaparse de Alemania rumbo a los Estados Unidos.”
Schmeling fue un hombre atrapado entre su arte para boxear y una entrega a una causa en la que no creía. En 1936, en el Yankee Stadium de New York, derrotó a Joe Louis, a quien llamaban el bombardero de Detroit, en el round duodécimo, luego de darle varios golpes impecables, poderosos. Nadie podía creerlo. Seguramente Louis fue mal entrenado y con una confianza tan excesiva que terminaría por ser la cifra perfecta de la irresponsabilidad. Hitler lanzó en seguida una campaña racista basada en la superioridad física del ario puro. Ese mono yanqui había recibido lo que merecía por parte del vikingo germano, de la imbatible bestia rubia nazi. El Führer tenía a mano un ilustre arsenal de conceptos racistas. Hegel, en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, decía de los negros: “El negro representa al hombre natural en toda su barbarie y violencia (...) en cuyo carácter nada se encuentra que suene a humano (...) Si pues en Africa el hombre no vale nada, se explica que la esclavitud sea la relación jurídica fundamental (...) Los negros son conducidos por lo europeos a América y allí vendidos como esclavos (...) La base de la esclavitud, en general, es que el hombre no tiene aún conciencia de su libertad, y por tanto queda rebajado al rango de una cosa, de un ser sin propio valor”. Y Joe Louis era negro. Y, para peor, era norteamericano. Y Norteamérica formaba con Rusia la tenaza que buscaba destruir la herencia helénica de Alemania, el centro de Occidente. Esto lo decía Heidegger en sus clases de Introducción a la metafísica. Y Nietzsche, desde el primer tratado de La genealogía de la moral, profetizaba eso que un buen alemán habría de ser, un superhombre, un Übermensch. Herr Schmeling, usted debe subir al ring para enfrentar a esa cosa negra, a esa amenaza mercantilista contra la espiritualidad de Alemania, y aniquilarla. Usted debe ser la bestia rubia nietzscheana, el ave de rapiña que no se compadece de sus víctimas, del tendal de muertos que deja a su paso, porque sólo quiere ejercitar sus fuerzas, no le interesa la inteligencia, la detesta. Vaya y cumpla con el destino del Reich, que es el del verdadero Occidente.
A Schmeling le preocupaba la politización de la pelea. No quería ser lo que le pedían. No odiaba a Louis, lo respetaba. Era un gran boxeador y que fuera negro en nada lo disminuía. No quería ser, él, una bestia rubia ni un ave de rapiña. Su pelo era negro, su estado de ánimo era sosegado, no belicoso. Quería boxear, quería ser campeón, vencer a Louis y luego, tal vez, retirarse a una granja, vivir tranquilo. Llegó a Estados Unidos para la revancha y lo recibieron mal. Le decían nazi, sucio, inmundo nazi, esclavo de Hitler, servidor de una causa abominable.
Entre tanto, Roosevelt se veía con Louis y –más sereno– le pedía lo mismo que Hitler a Schmeling: “Joe, en tus puños está la fuerza de América. Esto es una guerra. Somos el Bien, ellos el Mal. Si gana Schmeling se llevará mucho dinero de aquí. Con ese dinero los nazis harán bombas para arrojar sobre nuestra democracia”. La “pelea del siglo” (acaso hubo otras, pero ninguna la superó en carga política, bélica, histórica) se llevó a cabo el 22 de junio de 1938. Nadie –ni Hitler ni los norteamericanos– mencionaron que el manager de Schmeling era judío, y que el campeón alemán no había aceptado que se lo cambiaran.
Esta vez Louis se presentó cuidadosamente entrenado. Nada de drogas, alcohol y mujeres, cosas a las que Joe era adicto y que ayudarían a su caída final. Aquí, hoy, junio de 1938, estaba a punto, listo. En menos de dos minutos y medio, 124 segundos, liquidó al gran Max. El rincón del alemán tiró la toalla. Hitler no quiso ver a Schmeling. Lo mandó al frente, a lo peor de la batalla, a que lo mataran y se acabara esa cuestión. Schmeling no había sido la bestia rubia, ni el ave de rapiña, ni el superhombre. Todo lo contrario. Un mono africano, una cosa sin espíritu, un hijo de ese país rapiñoso, mercantilista y judío, lo había liquidado en seguida, en dos miserables minutos. Schmeling sobrevivió a la guerra y los norteamericanos lo fueron a buscar a un terreno que cultivaba. La Guerra Fría lo necesitaba. Era un héroe. Y había que elevar el espíritu de Alemania. Le dieron un gran puesto... en la Coca-Cola. A Louis, no, nada. Lo persiguieron con los impuestos, lo hundieron en la miseria. Volvió a pelear por la corona. Envejecido, cansado, poco pudo hacer contra el gran Rocky Marciano. Pero éste, mientras le pegaba, no podía frenar las lágrimas que le corrían desde unos ojos que no toleraban ver a su ídolo, a su maestro, perdiendo esa pelea, aunque fuese contra él, y tal vez sobre todo por esto. Cierta vez, Muhamad Alí perdió por puntos una pelea. Se sienta en su banquillo, cansado, cerca de los cuarenta años y su rival se le acerca. Se acuclilla y le dice en voz baja: “Maestro, usted es un grande. Retírese. No permita que jamás un vago como yo le gane una pelea”.
Max lo fue a buscar a Joe. Sabía que no andaba bien. Lo encontró en un bar de mala muerte, en algún lugar del sur, una tarde pegajosa y caliente. Joe bebía cerveza. Max pidió una para él.
–A vos te llevó doce rounds ganarme –le dijo Joe–. Yo te liquidé en dos minutos.
Max sonrió divertido. Le gustaba estar ahí. Con ese negro al que tanto quería y admiraba.
–Yo también te podría haber noqueado en el primer round. Pero te dejé durar porque quería pegarte. Quería que te llevaras muchos golpes a tu casa. Darte una buena paliza. Eso quería, Joe.
–Si eso querías, eso hiciste. Me diste una buena paliza, Max.
Joe lo acompaña hasta el tren. Max se va. Hacen unas fintas en el andén, como si fueran a enfrentarse. Se largan a reír. Ya no están para eso. Llega el tren. Max sube y le dice a Joe:
–Cuidate.
Joe Louis murió en 1981, a los sesenta y seis años. Defendió su título muchas veces. Tantas, como ningún otro pesado lo hizo. Max Schmeling, siempre que fue necesario, siguió ayudándolo. Y hasta pagó todos los gastos de su funeral. Era así, Max. Un buen tipo. Falleció un día de febrero de 2005. Tenía 99 años.
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