› Por Hugo Soriani
Carlos González siempre llevaba la foto en su billetera, como una rareza, para enseñarla a sus amigos. Había sido el monaguillo del casamiento de uno de sus ídolos: el Coco Basile.
En la foto en blanco y negro se veía a la pareja dando el sí ante el sacerdote. Ella de radiante vestido blanco y él de impecable smoking negro. Todo blanco y negro, todo, menos la sonrisa del monaguillo, un arco iris paradito frente al ídolo y su novia.
Para Carlos esa foto era un tesoro que no tenía precio, y la contraseña para alegrar la cena con sus amigos del barrio que, más de treinta años después, siempre querían verla de nuevo. Con ella volvían a su infancia, ese lugar al que todos, siempre, quieren regresar. La iglesia era San Cayetano, en Liniers, donde Carlos creció jugando a la pelota en la calle y ayudando misas para sacar las propinas que gastaba en golosinas o sus primeros cigarrillos.
Pero un día lo asaltaron y, a pesar de sus ruegos, junto con la billetera los chorros le llevaron la foto que más quería y de la que no tenía copia. Fueron meses de lamentarlo hasta que un día, durante una de esas cenas con sus viejos amigos de Liniers, la casualidad lo pone frente al Coco Basile que, sentado a pocas mesas, festeja en el mismo restaurante algún logro deportivo junto al plantel de Vélez completo.
Carlos espera con discreción que el Coco termine, no quiere interrumpir los brindis ni los cantos junto a sus jugadores, pero ya lo tiene decidido: cuando se vaya lo va a encarar.
Sus amigos van partiendo y él inventa una excusa para quedarse. Espera y desespera de ansiedad pero no puede equivocarse; hay que buscar el momento justo para abordarlo.
Y llega.
Cuando Basile se desprende del último abrazo de sus dirigidos y camina hacia la puerta, Carlos lo cruza con decisión:
–Coco, usted se casó en el 70 en la parroquia de San Cayetano, ¿no? –pregunta tímido y sin tutearlo.
–Creo que sí –duda Basile.
–Bueno, yo fui el monaguillo que ayudó al cura en su ceremonia, y la foto de ese momento era para mí una reliquia hasta que me la afanaron. Lo que quería preguntarle era si, por casualidad, usted no tendría esa foto en su casa para que yo le pueda sacar una copia y recuperar un recuerdo muy valioso para mí –le dice Carlos de un tirón tratando de conmoverlo.
El Coco lo mide con la mirada y, moviendo la cabeza de un lado al otro, le responde con voz cascada y sonrisa ganadora:
–Flaco, ya no me acuerdo ni quién era esa mina con la que me casé... ¿y vos querés que me acuerde dónde está la foto?
El padre Tito hace años que camina las villas del país. Lleva más de veinte con el Evangelio en una mano y la otra siempre libre para empuñar una pala, un pincel, un serrucho o lo que haga falta para ayudar a los vecinos. Juega al fútbol en los campeonatos de la villa, da misas y consejos, media en los conflictos, bautiza a los recién nacidos y da la primera comunión todos los ocho de diciembre. El cura reza pero no espera que el hambre, el abandono y la miseria se resuelvan en el paraíso. Tito es impaciente y quiere soluciones aquí en la tierra o en el barro, por donde siempre camina. Por eso encabeza las marchas cuando los vecinos se deciden a reclamar por algunos de sus derechos. Es su vocero frente a los medios, sabe que las autoridades siempre respetan más a una sotana que una ropa raída, y redacta los petitorios que tantas veces terminan en algún cajón de la burocracia. El padre Tito se prende en todas. Algunas cosas consigue y otras no. Ya hizo un curso de enfermería, así que por las madrugadas pone inyecciones o da calmantes a quienes los necesiten. Las ambulancias siempre tardan en llegar a ese barrio del Dock Sud, en el medio de la nada, y por eso aprendió primeros auxilios. Pero el cura es incansable; un día se decide y se anota en la Universidad Católica. Será abogado. Sí, él mismo será el abogado del barrio y defenderá con el código en la mano los derechos de los vecinos. Está cansado de que la Justicia no resuelva nada, y no quiere ni tiene para pagar los honorarios de nadie que pueda defenderlos en esas instancias tan ajenas. El cura todavía es joven, aguerrido, tiene memoria, inteligencia y amor propio, así que roba horas al sueño (“robar horas no es pecado ni delito”, dice), cursa por las mañanas y por las noches estudia Derecho en esa pequeña casilla donde vive. Tito recita leyes, artículos y rinde exámenes en la Universidad durante casi cuatro años hasta que se recibe.
Hay fiesta ese día en la villa. El padre Tito, el enfermero, ahora también es abogado y los vecinos saben que el cura es uno de ellos y no los va a traicionar. Bailan, brindan y festejan hasta la madrugada. Cuando la fiesta está en su apogeo, un miembro de la comisión vecinal pide la palabra y anuncia que tienen un regalo para darle en nombre de todos. Tito pasa al frente, donde improvisaron una pequeña tarima y el representante barrial lee unas palabras que tiene preparadas. Se emociona mucho así que apura el final: “Ahora, Dr. Tito, todo el barrio te hace entrega de este presente”, le dice extendiendo una cajita pequeña de cartón artesanal, color marrón. El cura la abre, toma una tarjeta de la cajita y lo que lee en voz alta dice:
“Padre Alberto Casco, Sacerdote y Abogado. El sábado te casa, el miércoles te divorcia”, y tiene dibujada una pequeña cruz que se apoya en los platillos de la clásica balanza de la justicia.
La farmacia está en una esquina de Almagro desde hace muchos años, como cuarenta. Y el farmacéutico, Don Ramos, siempre detrás del mostrador. Nunca tuvo ningún empleado. Su señora, Doña Inés, lo acompaña a veces, pero sólo se dedica a cebarle mates a su marido y a los clientes que llegan con la receta en la mano, buscando la palabra sabia de Don Ramos, en quien todos confían más que en su médico. Esa tarde el que llega a la farmacia es un jubilado que ha crecido en la cuadra y que cada día necesita un pastillero más grande. Despliega las recetas en el mostrador, y Don Ramos busca las medicinas en los cajones. Nadie se apura en esa farmacia, y además los mates de Doña Inés son los mejores del barrio.
“Este para la artrosis, éste para la presión, éste para dormir, éste para el corazón”, va enumerando el farmacéutico hasta llegar al último.
El jubilado mira con tristeza el vidrio del mostrador, teñido por los colores de las pastillas que su amigo acaba de desparramar, y pregunta muy confundido:
–Pero... ¿cómo tengo que tomar todo esto?
Mientras va poniendo las cajas de remedios en una bolsita con el nombre de su farmacia, Don Ramos medita la respuesta.
–Con calma, tómelo con calma –le dice al fin el farmacéutico más sabio del mundo.
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