CONTRATAPA › PARáBOLAS DEL AñO DEL DRAGóN
› Por Juan Sasturain
Según suelen contar los que suponen que hay historias que merecen ser recordadas para la edificación, el entretenimiento o el simple regocijo de las futuras generaciones, durante la llamada Década Tempestuosa, a finales del efímero apogeo de la Dinastía Chung, en la Manchuria meridional del siglo XVII, alcanzó extraordinario desarrollo la ciencia de lo que hoy llamamos meteorología pero que entonces se definía como Lu-Sian-Tiu: algo así como “traducción del lenguaje del cielo y conjetura sobre las señales de la tierra”. Un cauto y sopesado repertorio de saberes milenarios que de pronto se convertiría en desaforada seudodisciplina especulativa de amplia difusión.
Tan así fue, que el estudio del Lu-Sian-Tiu, que comenzó siendo una asignatura más del segundo ciclo escolar tan trivial como Juegos de Manos o la Historia del Té, pasó, en pocos años, a ser materia de promoción necesaria para la adquisición del título de Mu (maestro con permiso para abrir la boca en la Corte) y, finalmente, carrera profesional independiente al mismo nivel y brillo formal que la Arquitectura Hipotética, la Astronomía de Cámara y la Maestría en Fogueo y Estrategias de confrontación.
Como suele suceder, para que la preocupación o la mera atención pública se volvieran con interés hacia ese gestuario del tiempo que constituye el clima, éste tuvo que sacudirse, dar señales de vivacidad. Así, el dato histórico es que la vasta y diversa Manchuria Meridional experimentó, en el lapso de un par de absortas generaciones, una serie de cambios climáticos radicales, alternados y contradictorios, producto de factores externos e internos, lejanos o inmediatos, que transformaron su fisonomía y llamaron la ineludible atención de todos los habitantes –débiles y poderosos– sobre la relevancia de este factor hasta entonces constante, variable invariable, si cabe.
Así, de ser una comarca previsible, con sus dos estaciones fijas y bien delimitadas, con vientos y lluvias calculables con burocrática precisión –el dibujo de la curva anual de precipitaciones y el cuadro con la intensidad y dirección del movimiento de las masas de aire estaban esculpidos en estelas de piedra en las encrucijadas de caminos desde hacía siglos–, la Manchuria Meridional se convirtió en un azaroso territorio de cuatro estaciones móviles, propicio a la sorpresa, la intemperancia atmosférica y la arbitrariedad telúrica. Y no sólo: era evidente que esa inestabilidad en el temperamento climático podía influir (se dieron cuenta entonces) en la producción, la economía y la vida social de una comunidad acostumbrada a aceptar los vaivenes de conducta de Cielo y Tierra como discusiones de pareja entre padres en última instancia protectores.
Y ahí fue cuando cobró imprevista relevancia la figura del experto en Lu-Sian-Tiu, el oscuro meteorólogo que, de su función tradicional y reconocida –describir con precisión y propiedad las características de lo que sucedía, que era siempre más o menos lo mismo en el mismo orden–, pasó, en algunos casos, a aventurarse temerariamente en otras funciones y, llevado por la necesidad, la ambición y la presión a veces interesada de la ansiedad externa, a devenir en el más brillante pero riesgoso oficio de pronosticador. Y ya no hubo vuelta atrás.
A partir de ciertos o fraguados aciertos, algunos meteorólogos reconvertidos en pronosticadores estrella iniciaron un penoso itinerario profesional que ya habían recorrido los hacedores de horóscopos y otros módicos seudoprofetas, tutores sádicos de la peor incertidumbre, y se transformaron, ellos mismos, en un fenómeno atmosférico más: fueron, desde entonces, creadores de climas. El mal ya estaba hecho.
Así, de pronto, las opiniones / diagnósticos / profecías de los volubles pronosticadores generaban expectativas que provocaban hechos concretos que volvían a operar sobre las opiniones y generaban nuevos diagnósticos y más y más especulación. Así, las consecuencias fueron rarísimas: la gente dejó de mirar el cielo o a escuchar los rumores de la tierra para asistir a las charlas rituales del meteorólogo o para leer en voz alta su libro estacional de predicciones, porque no importaba si la lluvia caía o no o si la tierra temblaba o no sino cómo poder saber a qué precio estarían las galochas en agosto si –como decía– iba a haber desbordes del Río Celeste para esa fecha y a cuánto convenía remarcar la paja para la techumbre si los nefastos vientos huracanados aumentaban en un cuarenta por ciento para el otoño.
El proceso de transformación había sido –en muy poco tiempo– en apariencia irreversible. Mientras el académico meteorólogo clásico describía y analizaba los fenómenos del clima real experimentado en acto por todos, el pronosticador de los tiempos de cambio necesitaba –para tener sentido en su misión– generar un probable / deseable / temible clima virtual hecho de expectativa y especulación a partir de su propia visión del clima o de la de quienes lo contrataban. Y el efecto de su palabra era tal, que los datos climáticos reales se desdibujaban en función de la necesidad de controlar las consecuencias de lo que (se suponía) habría de suceder. La gente compraba abrigos carísimos traídos de Turkestán y paraguas de última generación acarreados por costosas caravanas de Occidente y los acumulaba bajo la cama mientras brillaba el sol.
Todo acabó mal, como correspondía, cuando el tsunami largamente anunciado para el verano de 1678 por Tchin-Lo –el más afamado y corrupto de los pronosticadores de Manchuria Meridional– tras ser diferido tres veces, nunca se produjo. Como la apocalíptica predicción ya había provocado, durante los meses anteriores, las ventas a precio vil de todas las tierras cercanas al mar, la población damnificada no dudó en ahogar a Tchin-Lo en el primer charco que encontró. Y la funesta Era de los Pronosticadores llegó así a su fin. No así, lamentablemente, sus consecuencias.
Para paliarlas de algún modo, el sabio Fuei-San, maestro de maestros de la vieja y noble disciplina del Lu-Sian-Tiu, por encargo de Kum-Simg, penúltimo emperador de la dinastía Chung, escribió, publicó a cuenta de la casa imperial y tradujo laboriosamente al chico clásico y al japonés, durante veinte años, su Etica para Meteorólogos en cuatro tomos.
Un texto clásico que aún no ha encontrado quien intente su cada vez más necesaria versión castellana.
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