CONTRATAPA
Metafísica del ferrocarril
› Por Leonardo Moledo
Rumores llegan de Oriente: el tren japonés Maglev a base de levitación magnética alcanzó una velocidad de 560 km/h durante un ensayo, rompiendo así su precedente record de 552 km/h. No es poco decir, pero en cierta forma, diez kilómetros por hora más o menos es casi una insignificancia en la historia de los trenes y el impacto que tuvo su irrupción en un mundo de estrecheces provincianas y bajas velocidades y calorías.
La verdad es que a lo largo de la historia las cosas se movían lentamente. En el siglo XVIII, la velocidad de los viajes no era distinta a la del siglo I, es decir, mil setecientos años antes: unos dieciséis kilómetros por hora. Pero en 1829 la locomotora Locomotion de George Stephenson mostró que por primera vez se había creado un aparato capaz de correr más rápido que los caballos: esas máquinas primitivas alcanzaban la nada despreciable velocidad de 30 km/h, que asustaba a los viajeros (los desmayaba el vértigo) y que llevó incluso a científicos tan serios como Arago a pronosticar que las vacas dejarían de dar leche y las mujeres serían incapaces de concebir.
No era lo único nuevo que traía el ferrocarril. Hasta entonces, ningún vehículo había avanzado un milímetro sin que alguien empujara o tirara de él. Es difícil imaginar el impacto que debió producir ver un mazacote de hierro que se movía solo. Sin caballos; absolutamente solo.
Los ferrocarriles iniciaron el viaje masivo e inventaron el turismo, fueron el esqueleto del imperio inglés y el espinazo de la expansión norteamericana hacia el oeste; mensajeros, simultáneamente, de la dominación y el progreso. Las redes ferroviarias configuraron el espacio y la geografía de países e imperios. Allí donde llegaba el ferrocarril, llegaban también el rifle y el poder.
Y la globalización. Los ferrocarriles unificaron el tiempo sobre la Tierra. Era difícil que frente a la primitiva máquina de Stephenson alguien sospechara que esa mole, pensada para mover cosas o personas en el espacio, llegaría a cumplir tareas importantes en el terreno de la metafísica y a reunir los hilos del tiempo.
Porque a principios y durante buena parte del siglo XIX, el problema del tiempo era un verdadero berenjenal; cada lugar se regía por su propia hora solar, medida mediante combinaciones de relojes de sol y mecánicos: podía haber diferencias de cinco, diez minutos, media hora, entre ciudades muy próximas. Cuando en 1784 se estableció un sistema regular de transporte público en Inglaterra, que pretendía ser puntual, el tema de las horas locales interfería hasta tal punto que cada carruaje llevaba un reloj que permitía al conductor perder o ganar tiempo para llegar puntualmente a los lugares según el tiempo local. Las cosas se complicaron aún más con el ferrocarril. Al principio los ferrocarriles respetaron la anarquía horaria; en París, por ejemplo, los relojes que estaban afuera de las estaciones, que marcaban la hora local, estaban adelantados cinco minutos respecto de los de adentro, que daban la hora de Rouen, cabecera de la red ferroviaria. Y dentro de los trenes, el control del tiempo era responsabilidad exclusiva del maquinista.
Pero los ferrocarriles son proclives a la filosofía y muy sensibles al tiempo; hay cambios de vía y controles que hacer en determinado momento: necesitaban desembarazarse del embrollo de las horas locales. Aunque nadie lo advertía, los trenes transportaban el tiempo de un sitio a otro, mezclándolo; a mediados del siglo pasado, ya habían conseguido que en Inglaterra se unificara el horario ferroviario, tomando como base la hora medida en el meridiano de Greenwich (el GMT, Greenwich Mean Time). George Airy, que tenía el cargo de Astrónomo Real de Inglaterra, decidió que el tiempo de Greenwich se distribuyera por medio de señales eléctricas por toda Inglaterra, mediante cables que seguían las líneas férreas: durantemucho tiempo, el horario de Greenwich fue llamado por la gente “tiempo del ferrocarril”.
Pocos años más tarde, los ferrocarriles dieron un paso más audaz y consiguieron que casi todos los relojes públicos de Inglaterra marcaran la hora de Greenwich. Eran los tiempos en que el telégrafo conectaba instantáneamente todos los lugares de Europa primero, y luego Europa y Estados Unidos cuando en 1858 se instaló el primer cable trasatlántico.
Pero los ferrocarriles no habían terminado su tarea: en 1880 consiguieron establecer la hora de Greenwich como hora legal en toda Inglaterra. Y cuatro años después, pudieron reunir un verdadero Congreso del Tiempo en Washington; delegados de veinticinco países acordaron que el tiempo universal fuera el GMT, y recomendaron dividir al mundo en “zonas de tiempo” (los actuales husos horarios). Poco a poco, todos los países del mundo fueron estableciendo un tiempo unificado en su territorio –o, cuando el territorio se extiende mucho en la dirección este-oeste, varios–, coordinado con el horario del meridiano de Greenwich, que se toma como meridiano “cero”.
Después, los trenes se subieron a los barcos y cruzaron los ríos, se metieron bajo tierra en las ciudades, se transformaron en bólidos que recorren las vías a 200 kilómetros por hora, y en trenes levitantes que alcanzan casi los 600 kilómetros por hora. Como delicados objetos metafísicos, ajenos al devenir de lo real, aunque controlándolo perfectamente, los trenes siguen atravesando, cada vez más rápido, el espacio-tiempo que ellos mismos construyeron.