Vie 29.01.2016

CONTRATAPA

Meter el perro

› Por Vicente Battista

Más allá de la alarmante película de Tinto Brass, donde a las mujeres romanas se las veía terriblemente seductoras y diabólicamente bellas y donde las cuestiones del imperio se resolvían entre una y otra orgía, la figura de Calígula, no la fervorosamente interpretada por Malcolm McDowell en aquella película, sino la del Calígula real del que hablaron sus contemporáneos Séneca, Tácito y Suetonio, ese Calígula que solía dialogar con la luna, y que Albert Camus plasmaría en una de sus más notables piezas teatrales, ese Calígula fue uno de los más impertinentes personajes históricos: basta mentarlo para imaginar un universo de locura y muerte. La criatura, tal como certifica Suetonio, acompañaba a su padre, Julio César Germánico, en las campañas militares que llevaba a cabo. El término “criatura” no es una metáfora: Cayo Julio César Augusto Germánico, entonces un niño de tres años, se había convertido en la mascota del ejército: vestía un uniforme militar en miniatura, con armadura y botas, de ahí surgió el nombre que lo perpetuaría: Calígula, que cariñosamente significa botita. Según Séneca, el pequeño odiaba ese apodo y mantuvo ese odio hasta su muerte. A los siete años ya había entendido que viviría rodeado de amigos que tarde o temprano se convertirían en traidores, tal vez por ello depositó su cariño en Incitatus, un caballo pura sangre, que le habían traído de Hispania. Ese cariño perduraría en el tiempo: cuando fue emperador de Roma, lo seguía queriendo con idéntica intensidad. En La vida de los doce césares, Suetonio habla del amor y la devoción que Calígula sentía hacia su caballo preferido: era de mármol la caballeriza en donde descansaba Incitatus, y eran de marfil los recipientes donde colocaban su comida. A la caballeriza la rodeaba una villa con jardines exclusivos para Incitatus y dieciocho criados se ocupaban de atenderlo personalmente: lo acariciaban sin descanso, ordenaban los collares de piedras preciosas que colgaban de su cuello y acomodaban el sitio en donde dormiría, el lecho estaba cubierto con mantas de color púrpura, el color reservado a la familia imperial. Incitatus era el invitado de honor en todas las competencias realizadas en el hipódromo de Roma. Las noches anteriores a esas competencias, Calígula dormía junto a su caballo y se decretaba silencio total en la ciudad, bajo pena de muerte para quien lo violara: la noble bestia debía descansar en paz. Ganó todas las carreras en que participó, sólo perdió una. Quebrado por el dolor y la indignación, Calígula ordenó a uno de sus verdugos que torturase lentamente, hasta matarlo, al infeliz jinete que había conducido al caballo ganador. En el irresuelto conflicto de quién es el animal más fiel al hombre, ¿el perro o el caballo?, Calígula eligió al caballo, sus razones tenía: los perros del imperio eran serviles, como muchos de los humanos que lo rodeaban, en tanto que los caballos demostraban fidelidad sin caer en la sumisión. Por eso muy pocos se extrañaron cuando el emperador decidió nombrar cónsul a Incitatus. Suetonio añade que pudo ser un modo de demostrar el desprecio de Calígula hacia las instituciones públicas del Imperio.

Quién fue y lo que significó para Roma este catastrófico personaje es plenamente conocido por el mundo entero: abultados volúmenes de historia, piezas de teatro, películas y comedias musicales dan cuenta de ello. Se sabe que dirigió los destinos de Roma durante cuatro años: desde el 16 de marzo de 37 hasta el 24 de enero de 41. A lo largo de ese tiempo, según el historiador romano Dion Casio Coceyano, provocó la más grave crisis económica del Imperio, agotó sus reservas financieras e instauró una hambruna hasta entonces desconocida. Suetonio sostiene que fue debido a las extravagancias del emperador y a su poco respeto por las leyes establecidas: instauró nuevos impuestos en los juicios, bodas y prostíbulos, y organizó subastas de venta de gladiadores en los espectáculos, acusó falsamente a algunos senadores con el fin de multarlos, incluso los condenó a muerte con el único propósito de apoderarse de su patrimonio. El 24 de enero de 41, el centurión Casio Querea, a quien Calígula había acusado de afeminado, solía llamarlo Venus, y algunos miembros de la Guardia Pretoriana rodearon al emperador cuando se dirigía a hablar con un grupo de jóvenes que participarían en unos juegos. No se sabe con exactitud el número de puñaladas que le suministraron, pero cuando los guardaespaldas germanos corrieron en su ayuda, Calígula ya había muerto, le faltaban siete meses para cumplir los 29 años.

Suetonio supo advertir ciertas similitudes entre la muerte de Calígula y la de Julio César, ocurrida veintitrés años después: ambos fueron asesinados a puñaladas por un grupo de conspiradores liderados por dos hombres que coincidían en su nombre de pila: Casio Querea y Casio Longino. Diecinueve siglos más tarde, en “La Trama”, Borges retomó el tema del asesinato de Julio César: “Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías”, señaló y puso en escena a un gaucho que vivía en el sur de la provincia de Buenos Aires. Algo parecido podría ensayarse con Calígula y el flamante presidente de nuestro país, el emperador romano nombró cónsul a su caballo Incitatus, el mandatario argentino incluso fue más lejos: sentó a su perro Balcarce en el sillón presidencial; todo un gesto. Se podrían encontrar otras similitudes: el emperador romano gobernó cuatro años, el mismo tiempo que le tocará gobernar al presidente argentino. El emperador romano dejó al imperio en la miseria, confiemos en que no suceda lo mismo con nuestro país y su presidente democráticamente elegido.

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