Sáb 30.01.2016

CONTRATAPA

Los ideales y la muerte

› Por Osvaldo Bayer

Este 1º de febrero se cumplen 85 años del fusilamiento de Severino Di Giovanni, anarquista expropiador. Fue fusilado por la dictadura de Uriburu.

La condena llegó a través de un juicio militar. Di Giovanni se encargaba de hacer asaltos para conseguir dinero e imprimir sus publicaciones, para la edición de libros anarquistas y para mantener a familias pobres de presos políticos de ideología libertaria. En una de sus salidas “expropiadoras” fue descubierto en el centro. Perseguido, herido y apresado, se le hizo un juicio militar y fue condenado a muerte. Murió gritando “¡Viva la anarquía!” en la Penitenciaría Nacional. Reuní todos los datos de los archivos y expedientes y hablé con testigos de la época. El diario Crítica describió su muerte:

“Dos hombres uniformados pasan por el pasillo llevando un pesado juego de grillos y los elementos necesarios para remacharlo. En la celda, la escena es terriblemente dramática. Los hombres colocan los hierros en los pies de Di Giovanni y durante un rato se sienten los golpes de martillo hasta que el condenado queda casi imposibilitado por completo para moverse. La tropa comienza a preparar sus armas. Con aparente tranquilidad los guardianes colocan en el patio el banquillo y miden cinco pasos hasta el sitio donde se hará la descarga. Cuando Di Giovanni emprende la marcha en dirección al lugar del fusilamiento, se oye desde lejos el ruido de los grillos al golpear en el suelo. Todos guardan el más completo silencio alterado solamente por las voces de mando del oficial que ha de dirigir la ejecución.

Mientras tanto, el patio de la prisión ofrece un aspecto desusado, verdaderos racimos humanos se apretujan en el estrecho espacio para no perder detalle. El techo de la carpintería –de dónde se domina el patio– también está colmado. Afuera, hay miles de personas que aguardan el privilegio de oír las detonaciones.

Al fondo del patio, una pared alta en cuya parte superior se encuentran las garitas de los centinelas. Hasta una distancia de cinco metros por delante de la pared, un cantero de un metro de altura cubierto de césped y cayendo en suave declive hacia uno de los caminos frente al taller de carpintería. Sobre ese cantero y a una distancia aproximada de tres metros de la pared, se había colocado la silla trágica.

A esa hora –las cinco– la madrugada recién comienza a insinuarse. El banquillo para la ejecución estaba colocado en la parte más elevada de la pendiente verde. Podía advertirse el respaldo exageradamente alto y sus patas, que de tan tiesas parecían incrustarse con fuerza, en el terreno.

Una marcha de soldados hizo volver las cabezas. Era el pelotón de guardiacárceles encargado de ejecutar las sentencias. Los soldados evolucionaron hasta formar cuadro dónde se encontraba el banquillo. Las voces de mando parecían ecos extraños.

Rodeado por guardianes, Di Giovanni se encontraba dentro del taller que es un galpón abierto hacia la pared de enfrente. Para evitar al reo la visión prematura del lugar de la ejecución se había cerrado el galpón con cobijas a manera de telones de un teatro grotesco. Por debajo de esas colchas se alcanzaban a ver los pies de Severino separados entre sí por la barra de hierro de los grillos. Una orden dicha en tono seco por el secretario del tribunal militar hizo que se condujera al reo a su presencia.

Durante las horas que permaneció en capilla parece que Di Giovanni había recuperado esa famosa serenidad que fue la norma de su vida. Apareció debajo de los telones marchando lentamente. Vestía un traje azul de mecánico, nuevo. Los grillos le separaban los pies hasta permitirle apenas un paso cortísimo. Una soga atada entre los grillos y las esposas le facilitaba los movimientos al andar. Llevaba las manos cruzadas hacia adelante.

Lo llevaron ante el secretario del tribunal. Parado frente al funcionario repitió el gesto de indiferencia con que la madrugada anterior recibiera la lectura de la sentencia. Solo que esta vez apenas si podía dominar la intensa agitación de que era objeto.

Levantaba bien alta la cabeza como si deseara aspirar de un golpe todo el aire que lo rodeaba. La mandíbula estaba extendida hacia adelante. El rostro congestionado sudaba copiosamente. La mirada estaba fija no ya en el secretario, sino en el cielo estrellado que podía verse sobre los almenares de la prisión.

La lectura de la sentencia fue mucho más larga no obstante ser el mismo documento. Mientras escuchaba la lengua humedecía constantemente sus labios resecos. Parecía que estaba a punto de hablar pero que dominaba el deseo. Silenciosamente escuchó la lectura de la sentencia.

Continuó andando. Al llegar al pie del cantero en dónde se hallaba el banquillo, necesitó la ayuda de dos oficiales para subirlo. Resbalaba en los pastos humedecidos del cantero. Subió luego efectuando unos pequeños saltos cuya contemplación acentuaba lo trágico del espectáculo.

Los dos oficiales lo sujetaban de los brazos levantándolo en peso para evitar una caída. Con un ademán algo brusco se soltó de los oficiales que lo conducían efectuando los últimos pasos hacia al banquillo. Luego con cierta displicencia tomó asiento en el mismo. Apoyó la espalda contra el alto respaldo del sillón. Y luego se quedó contemplando los preparativos con el cuerpo en descanso un poco inclinado hacia adelante.

Una vez sentado y el pelotón a su frente se acercó a él un soldado con la venda en las manos. Llegó hasta él por la espalda. Le puso la venda sobre sus ojos pero Di Giovanni le dijo:

–No quiero que me pongan la venda.

Cómo el soldado insistiera, hizo un gesto brusco con la cabeza. Entonces el soldado se retiró después de haberlo atado al banquillo con una soga que le cruzaba el pecho.

Cuando el pelotón estaba listo para apuntar y el sargento dio por señas la orden de apuntar, Di Giovanni se afirmó fuertemente contra el respaldo del banquillo. Levantó la cabeza. Puso todos los músculos en tensión y luego, irguiéndose todo lo que fue posible concretó en un grito su último pensamiento

–¡Evviva l’anarchia!

Segundos después, el jefe del pelotón bajaba la espada y el cuerpo de Di Giovanni era atravesado por 8 balazos. Al recibir la descarga un poco de humo que salió de su pecho marcó el sitio de los impactos. Su cara se contrajo en una mueca violenta de dolor. Una reacción muscular lo hizo levantarse del banquillo para caer pesadamente hacia al costado izquierdo. El respaldo del banquillo hecho astillas. Un gran charco de sangre inundó el asiento cayendo al suelo.

Un aullido atroz desgarra el silencio: son los presos de la cárcel que se despiden de su compañero.

Sobre el césped, él se mueve todavía. Aunque tenía el pecho atravesado de proyectiles no murió instantáneamente. Se acerca el sargento y le da el tiro de gracia. Preciso y eficaz. Un estremecimiento del cuerpo que queda inmóvil. Son las 5.10.

El doctor Cirio, médico de la prisión, el director de la penitenciaría y otras personas se aproximan. El médico constata la muerte y extiende el certificado. El cadáver es llevado hasta una ambulancia dónde hay un féretro de pino blanco.

Ha terminado todo. Rostros pálidos abandonan la prisión y cuando salen a la calle Las Heras respiran a pulmón pleno. Severino Di Giovanni ha pagado su deuda.

La valentía del reo hasta el último momento llamó la atención de todos y hay rostros pálidos y semblantes descompuestos por la ruda impresión.”

“La descarga terminó con el más hermoso de los que estaban presentes”, escribirá el cronista del Buenos Aires Herald.

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