› Por Rodrigo Fresán
UNO “No me consta”, “No sabría decirlo”, “No me acuerdo”, “No lo tengo del todo claro”, “No estoy seguro”, “No lo sé”, “Lo ignoro” son las cosas que dicen, frente a jueces, los cada vez más numerosos imputados en España. Algunos de ellos –como la infanta Cristina– demuestran un más dramáticamente amplio léxico. Cuentan, en la intimidad y entre lágrimas, que Cristina lanzó un “¡Me educaron en lo que tenía que hacer, pero nunca me dijeron lo que no debía hacer!” En cualquier caso, unos y otras, dicen no saber nada jurando decir toda la verdad y nada más que la verdad sobre un sacro libro que –desde un punto de vista histórico– desborda de imprecisiones, imposibilidades y mentiras varias. Lo curioso, piensa Rodríguez viéndolos por televisión, es que está perfectamente claro que lo saben todo. Y que lo único que no saben es cómo hacer para salir pronto de allí, declarados inocentes, y seguir haciendo a la perfección todo aquello malo que dicen no saber cómo lo hicieron tan bien.
DOS Así estamos: unos no saben por qué lo hicieron y otros no tienen la menor idea de qué van a hacer para ponerse de acuerdo y conformar un nuevo gobierno y no volver a las urnas para, como advierten todas las encuestas, obtener más o menos los mismos resultados y volver a empezar.
Cuando Rodríguez no tiene la menor idea de qué es lo que ocurre en su noficción busca explicaciones en la ficción. Y son más las veces que allí encuentra consuelo y sabiduría. O, al menos, algo que lo ayude a vislumbrar algo de inteligencia entre tanta idiotez.
Ahora, Rodríguez halla una posible explicación al misterio de la ignorancia del ser humano en uno de los diez relatos interconectados que Charles Baxter ha reunido en There’s Something I Want You to Do. Baxter (Minnesota, 1947) es algo así como el hermano mayor de Lorrie Moore (y es tanto mejor que la sobrevalorada y ahora almodovariana Alice Munro). Pero si a alguien se parece Baxter es a Baxter. Se sabe dónde empiezan sus cuentos como novelas comprimidas (lo mismo ocurre con sus novelas en episodios; que parecen ir construyéndose pacientemente con realistas cubos de letras en los que, de golpe, se encima la sorpresa mágica de un triángulo o de una esfera) pero jamás puede anticiparse a dónde irán a dar. ¿Cuál es El Tema de Baxter? Fácil de resumir pero tan difícil de acorralar: aquello que John Cheever (quien podría ser tío de Baxter) definía como “la espectral compañía del amor, siempre junto a nosotros”.
Y memo de Rodríguez para todos esos más o menos jóvenes escritores omnipresentes tan seguros de que el pasado empieza con ellos y de que el futuro termina con ellos: Baxter sabe algo que todos ustedes no van a saber nunca. Nunca jamás. Y no es que –no hay garantías– vayan a saberlo si leen a Baxter. Pero, por las dudas, no estaría de más que lo hiciesen en alguna breve pausa del largo acto de enredarse y felicitarse y autopromocionarse entre ustedes, ignorando que vida no es obra y que no es sano teclear más de lo que se lee, ¿sí?
Desde aquí, Rodríguez (quien alguna vez deseó tanto ser escritor para que su deseo se cumpliese, como en ciertas historias, de manera retorcida: hoy es redactor publicitario) les aconseja a estos infantes e infantas lo que sí deben hacer y, también, lo que no deben seguir haciendo.
TRES En cualquier caso, en “Chastity”, uno de los cuentos del último libro de Baxter, una mujer un poco loca (Sarah) que tiene a un hombre (Benny) loco por ella, tiene una súbita iluminación, una sabia teoría sobre la ignorancia. Lo que le dice Sarah a Benny –lo llama por teléfono a su trabajo, casi sin aliento por la excitación de su epifanía– es más o menos lo siguiente: “Imagina que tienes un perro de los más inteligentes. Uno de esos que pueden cuidar a un rebaño o rescatar niños y hasta reconocer algunas palabras. Supón que intentas explicarle a ese perro la sola idea del planeta Marte. El perro es muy listo pero, claro, su cerebro no está preparado para asimilar semejante concepto. Nunca. Ese perro jamás será consciente de que existe otro mundo más allá del nuestro. Pero no tiene la culpa de ello. Ahora piensa en que nosotros también tenemos limitaciones en nuestros cerebros. ¿Y a que no sabes qué es lo que jamás comprenderemos?” Benny suspira y dice: “No lo sé”. Y Sarah continúa: “Exacto. No lo sabes. Y nunca lo sabrás. Pero esto es lo que creo: creo, por el modo en que nuestros cerebros están cableados, que jamás conoceremos a Dios. Y eso sólo para comenzar. Todo lo que tenemos son esos tontos cuentos de hadas sobre tipos con barba crucificados y muertos volviendo de sus tumbas. De paso y ya que estamos en tema: tampoco nunca llegaremos a conocer la estructura del universo. Y hay algo más que jamás sabremos. O, al menos, que tú jamás sabrás. Y que yo jamás sabré. Tú nunca me conocerás y yo nunca te conoceré”. Benny, desolado, hace silencio. Y Sarah concluye: “¿Te parece algo tan malo? ¡No creo que sea tan malo! Somos todos planetas cubiertos por nubes. Lo que, en mi opinión y con mi cerebro de perro, es aquello que nos hace libres”. “Sarah, te amo, y tengo que colgar”, le dice Benny.
Spoiler: Sarah y Benny terminan casándose y tienen un hijo (Sarah le anuncia su embarazo a Benny en público, ella es una stand-up comedian, como parte de su monólogo) y Sarah acaba muriendo en un accidente de tráfico. “Ella habría sobrevivido de haber llevado el cinturón de seguridad, pero por alguna razón ese día en particular no se había molestado en abrochárselo”, nos informa Baxter. Y la historia continúa.
CUATRO Afuera –todo cubierto de nubes y de humo, de truenos y de explosiones, de agua y de sangre– llueve y llueve. Castigo bíblico o coránico o necronómico, da igual. Semana Santa en el país aconfesional (de acuerdo: aquí nadie confiesa pecados) más chupacirios del universo: ministros santiguándose en balcones sobre procesiones que van por fuera, sangrantes y encapuchadas e idólatras contra todo mandamiento. Y –mientras los noticieros se detienen sin cesar en estampas de histéricos lloriqueos divinos o en la beatificación de Johan Cruyff– Rodríguez lee en el periódico fragmentos de la encendida carta/saeta de San Pablo “Podemos” Iglesias. Epístola que –para negar toda convulsión interna en su partido-hermandad-cofradía– hizo llegar a sus fieles. Allí se leían cosas evangélicas como “La gente nos empujó y la belleza de David resistiendo a Goliat se abrió paso” y “A nosotros nos brillan los ojos cuando hablamos de ciertas cosas. Nuestros adversarios no soportan esa belleza. No soportan que nos emocionemos” y “No soportan que nuestras sonrisas, nuestros besos y nuestros abrazos sean de verdad” y se despedía con “No quiero acabar esta carta con un saludo, sino diciéndoos que os quiero” firmando como “Secretario General de Podemos pero, ante todo, vuestro compañero”. Y amén.
Rodríguez suspira como Benny. Y cierra el diario pensando en que, sí: hay algo que le gustaría que el cuentista mesiánico Iglesias hiciese; pero que Iglesias no va a hacerlo.
Así que Rodríguez –perro marciano– decide seguir leyendo a Baxter.
CINCO Estas líneas contienen nueve veces las palabras nunca y jamás, vaya uno a saber por qué.
Rodríguez no tiene la menor idea.
Rodríguez no sabría decirlo, no le consta.
Rodríguez lo ignora.
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