› Por Noé Jitrik
Gracias al buen gusto y al afecto de mi amigo Demian Paredes, de inagotable curiosidad por la buena literatura, pude conocer a lo largo de los últimos años varios textos inexcusables, tanto como inexcusable fue no haberlos conocido antes.
En particular, pero no sólo en ese ámbito, literatura concerniente a lo que fue la Unión Soviética, en ese poderoso momento de su creación y luego en su exilio, durante la larga noche estalinista. Parecía obvio que Demian me hiciera llegar nuevas ediciones de obras de Leon Trotsky, en un proyecto editorial del sello IPS, en el que colabora, pero luego textos de otros autores recogidos en envidiables andanzas libreriles.
En cuanto a los de Trotsky leí una original biografía de Lenin, que comenté, nuevamente la extraordinaria Mi vida así como reuniones de artículos sobre España, México y, por supuesto, sobre el estalinismo, por no mencionar Literatura y revolución, tan discutible como apasionante. Pude volver en estos días a un fragmento de ese libro, una discusión que mantuvo en 1925 con un grupo de escritores: es increíble la continuidad de sus ideas, el vigor sin desfallecimiento de la formulación, la seguridad en sus juicios, no se me ocurre otra palabra que “genialidad” para calificar esa intervención y esa personalidad. Más allá de las tesis de orden político, nunca ausentes de todas sus intervenciones, en todos los textos a los que pude acercarme brota, si la vieja definición de estilo sigue siendo útil, una poderosa individualidad y, correlativamente, una fuente de escritura que, en su caso, unió casi sin fallas cantidad con calidad.
Pero no sólo eso mi amigo me acercó: si he mencionado a Trotsky a quien me refiero ahora es Victor Serge, que fue su amigo, partidario, y todo lo que se puede decir de una asociación político-ideológica-filosófica, incluso de a ratos conflictiva, como todo lo relacionado con Trotsky: en una composición sobre tela que hizo Magdalena Jitrik, las efigies de ambos personajes, a partir de la correspondencia que mantuvieron durante mucho tiempo, se contraponen y se complementan y en el espacio que se establece entre ellas las figuras de otros bolcheviques configuran una especie de olimpo revolucionario pero entregado a la muerte a la que Stalin, con dudosa (tramposa) argumentación condujo a todo el conjunto.
Sólo leí dos libros de Serge; el primero fue El caso Tulaiev, de 1947; el otro, Los años sin perdón, terminado en 1946. Sobre El caso escribí hace un tiempo una nota que publiqué en este mismo diario; brevemente, ficcionaliza un hecho determinante en la historia soviética, el asesinato de Kirov, un prominente cuadro del estalinismo, proyectado a sucesor del todopoderoso georgiano: el crimen fue el comienzo de los paranoicos juicios que acabaron con lo que quedaba de los primeros y revolucionarios bolcheviques, menos con Trotsky a quien la mano vengadora terminó por acabar unos pocos años después. Serge realiza en esta historia lo que después de su auge la novela policial puso en evidencia, o sea que la novela policial es política aunque dio vuelta los términos, abordó lo político por el camino de los procedimientos narrativos de lo policial de un modo diferente al que singulariza la obra de los maestros de esta especie narrativa, tan atractiva. Este giro le permitió acercarse y apartarse de los crudos hechos que son su punto de partida y trazar un cuadro tan animado como certero de esos duros años para el mundo en general y para la Unión Soviética en particular. Lo que pude observar, considerando los modos predominantes del relato soviético, fue que Serge procedía con un saber implícito de la literatura contemporánea, en un camino que no podía ser juzgado como de posvanguardia pero sí como de posrealismo, lejos tanto de la disidencia, tipo Pasternac, Solyenitsin o Nabokov, como de los cultores del realismo socialista, cuyo “teórico” fue el olvidado Zdanov.
La otra novela, Los años sin perdón, escrita antes, tiene una estructura más compleja pero, sobre todo, un lenguaje desbordante que me remite, tal vez es arbitrario de mi parte, a la lección joyceana, un relente de escritura automática pero no como flujo incontrolado de inconciencia sino, al contrario, por un desborde objetivo, de descripciones minuciosas y relieves poéticos tanto en relación con lo ambiental, el cruel sistema persecutorio soviético, la helada destrucción de Alemania después de los bombardeos de 1944, la lujuriante naturaleza mexicana, la angustiosa soledad de los fugitivos, la orfandad de las traiciones, como producto de una mirada excepcionalmente refinada y sabia.
Pero no, esa mirada, como un intento panorámico acerca de ese mundo al que Serge había en parte contribuido a construir y que luego, lamentable, tristemente, iba siendo destruido sin que esa destrucción tocara las convicciones, eso, por ejemplo, que Trotsky había seguido sosteniendo obstinadamente acerca del destino histórico de la sociedad, la “revolución permanente” y ese conjunto de tópicos que, al parecer, Serge pone por otra parte en cuestión por el camino de la decepción y la melancolía. Casi, inclusive, alguien, incidentalmente en la novela, se atreve a dudar, una herejía para un universo de afirmaciones rituales, acerca de la eternidad del pensamiento de Marx, sabiendo, el narrador, que eso implica un futuro desolado, un destino incierto y que concluye, nuevamente, como un anticipo de lo que se desprende en El caso Tulayév, en la muerte, como si la muerte, política, fuera el broche de lo que se presentaba como la alborada gloriosa de una humanidad mejor.
Lo que leí sobre esta novela –hubo comentarios en su momento y años después, lo que se conoce como “crítica”– la describe en sus partes y en sus personajes: ahorraré esa facilidad; sólo puedo apuntar que si hay, habría que demostrarlo, una conexión con el proceso literario europeo heredero de la vanguardia, también de lo que abrió el psicoanálisis que, como se sabe, no había cundido en la Unión Soviética pero que penetró en la literatura al introducir una dimensión subjetiva que el realismo tradicional había ignorado.
De ello resulta, en esta novela, no sólo una denuncia sino una idea de destino, que quizás retomó años después Vassili Grossman, en una doble vertiente, por un lado lo que pudo ser ese sueño de redención social, perseguido durante siglos y comenzado en ese país contradictorio, campesinos proletarios atrasados y elites de pensamiento refulgente y hecho trizas, convertido en un mero aparato de control y de persecución; por el otro, el de los concretos protagonistas que iluminados por una doctrina que todo lo preveía y consideraba pensaron que estaban a punto de consumarlo, su destino no fue esa gloria sino el pelotón de fusilamiento o la muerte anónima en un perdido arrabal del mundo. La novela relata, sin declararlo, esa suerte en un tono líricamente pesaroso que establece una pálida atmósfera de pérdida y de tristeza que bien puede ser lo que las tragedias del siglo veinte, la frustración comunista, el ascenso del fascismo, la implacabilidad del sistema, aportaron a la historia de la cultura mundial.
Señalé al pasar que se comentó, módicamente, esta novela: uno no se resigna a admitir que lo que siente como un hecho de peso haya podido ser ignorado o menospreciado por quienes deberían considerarlo del mismo modo aunque no por eso crea en las luces que lo que se designa como crítica hayan sido por fuerza enceguecedoras. Pero de ahí a la ignorancia total hay un paso y, al menos, llama la atención cuando se verifica. Desde luego, esa atención raramente es universal, seguramente lo que consideramos un hecho literario de indiscutible valor en la Argentina es más que probable que no reciba ni siquiera una mirada en Finlandia o en Siria o en China, pero debería recibirla en la Argentina. Análogamente, que un hecho literario vinculado con la Unión Soviética, o con Rusia, haya sido ignorado en la Unión Soviética no puede ser indiferente. Es lo que creo que ha ocurrido con Victor Serge o, al menos, lo que pude vislumbrar al asomarme a la información que proporciona, a falta de mi parte de otras fuentes, el servicial pero también elemental Google: en ningún repertorio de literatura soviética o rusa figura, el borramiento es notorio, pareciera que lo que quisieron hacer con él en la noche staliniana irradió sobre su obra literaria y la hizo, a medias, desaparecer.
Digo a medias porque recuperar a un autor tan representativo de una manera de ser intelectual del siglo XX y que, por añadidura es un gran novelista, comienza a ser un proyecto importante: pasó con Marái, puede pasar con Serge. Lástima, solamente, que él no lo puede ver.
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