por Noé Jitrik
A un amable periodista llamado Miguel Russo se le ocurrió, antes del ominoso y mal recordado año 2001, organizar a mediados del año anterior en la muy noble ciudad de Villa Gesell un encuentro de narradores con el fin de que pudieran explayarse sobre esa inquietante y nunca del todo entendida actividad llamada novela, o cuento, o relato o lo que se quiera considerar en esos términos. Supongo que esa iniciativa continuó y que la ciudad balnearia siguió escuchando, año a año, claras voces de los buenos escritores argentinos, que los hay y muchos.
Fui invitado al primero y, según lo he registrado, la pasé muy bien aunque hubo momentos de contundentes diferencias sobre todo acerca de los alcances del hecho literario en su cualidad alteradora o modificadora o activa sobre lo que se conoce como realidad. No me importa ahora si hubo un fruto redondo y maduro y universalmente convincente de las cálidas intervenciones, sólo quiero destacar que una de mis ocurrencias provocó desconcierto y hasta furia. Dije que los escritores somos asesinos, así nomás. Al estimado y estimable Andrés Rivera se le tiñó la cara de rojo y exclamó que él no era ningún asesino y, así como lo entendió, casi todos los que estaban presentes pudieron estar de acuerdo con él. Dije “asesino”, palabra que viene de “haschiss” y que indica una cualidad, y no criminal que supone actos en detrimento de otro.
La cosa podía haber quedado ahí pero, benevolentemente, expliqué lo que estaba queriendo significar: cuando un escritor quiere que se lea uno de sus textos, arduamente tejido, quiere, por razones fáciles de comprender, que desaparezcan todos los demás libros del mundo y, correlativamente, sus autores en el fulgurante y excluyente instante de la lectura; los eliminados, no porque se los desprecie sino porque no pueden interferir en la lectura, querrán a su vez lo mismo y en su momento, siempre se estarán preguntando por qué se lee lo de otro y no lo suyo y en ello no se trata de calidad o de interés sino de presencia: la perturbadora índole del tiempo que no permite la simultaneidad en la fugacidad del instante. Y, para ilustrar esta idea evoqué nada menos que a Mahoma, que fue más lejos que yo: el Corán bastaba y sobraba de modo que todos los libros que andaban por ahí eran inútiles y debían desaparecer.
Apoyado en ese inquietante ejemplo sostuve, ahí y luego en otros lugares, que, para evitar las susceptibilidades que la dura palabra asesino podía provocar se podía considerar que todos los escritores, cuando están escribiendo, son coránicos, una metáfora más elegante para designar un voluptuoso momento de unicidad. El problema es que ese omnipotente deseo contrasta con la existencia de lo que se llama “los otros” de modo que hay que bajarse de ese alto sitial y, sin ganas, pero guardando las formas, con suave hipocresía, los coránicos devienen corteses y todos contentos y en paz, comparten una sílaba, lo que no es poca cosa en una época de avaricia y contumacia económica y verbal. Claro que es paz armada, como la vida literaria lo muestra a diario en su desarrollo.
Augusto Monterroso lo dijo de otra manera, con su particular ingenio: “A un escritor no le interesa que le digan que es bueno; tampoco que es muy bueno; lo único que le interesa es que le digan que es el mejor del mundo”. Gran verdad porque, que yo sepa, ningún escritor declararía que no lo quiere ser y que se contenta con ser un escritor mediocre; basta con que, pese a querer ser el mejor, no faltará quien le diga que es mediocre y tendrá que cargar con esa cruz.
Esa ocurrencia no es la única que me costó varios respetables colegas, muy conscientes de su oficio. Otra que viene a lo que quiero llegar a formular y que lancé en otra parte, es un poco más teórica, tiene un carácter diferente. Señalé que toda verdadera lectura descansa sobre una suspensión del saber. ¿Cómo? me replicaron azorados. Dije suspensión y no abolición; es claro que después de ese hiato que implica un dejarse ganar por lo desconocido que está en un texto que se comienza a enfrentar, el saber regresa y permite completar la operación lectora pero lo que importa es ese primer instante de desnudez sin el cual no se comprende lo que no se está comprendiendo y, por lo tanto, no se está leyendo. Admito que la idea de la suspensión es peligrosa pero también me atrevo a afirmar que es prometedora porque es la condición para establecer una relación verdadera: la llamo “lectura”.
Y aquí viene un apoyo inesperado y perturbador. Borges recuerda en algún lugar una frase de Coleridge (“lograr momentáneamente la voluntaria suspensión de la incredulidad...”) aunque en mi opinión no la interpreta del todo. Vivimos en la “incredulidad”, o sea que no creemos sino en lo que vemos y, subsecuentemente, en lo que nos parece verdadero o, por lo menos verosímil; la poesía, y la literatura de orden superior, nos pide no que creamos en lo que no vemos ni conocemos ni es verdadero ni verosímil sino que aceptemos lo que no vemos ni conocemos ni es verdadero ni es verosímil. Este razonamiento, me parece, se superpone con el mío, lo cual me hace sentir satisfecho, tocamos un punto decisivo en lo que respecta a la lectura.
Pero no voy a eso: a partir de la oposición entre “incredulidad” y “credulidad”, y el papel que desempeña ese “in” que hace la diferencia, quiero invocar otro concepto que no le debe a la literatura más que la similitud: diferencia entre “invulnerabilidad” y su opuesto, “vulnerabilidad”, ecuación que remite en lo inmediato a lo militar, cosa que me parece obvia, así como a la salud, problema que me parece principal.
Dicho de otro modo, el niño, el joven, el adulto, pese a que pueden pasar por riesgos de todo tipo se sienten invulnerables: lo que les puede pasar es solucionable, aunque en algunos casos no lo sea, lo que ocurre no altera esa firme convicción en la medida en que mantienen una relación con el tiempo de tal tipo que es como que el tiempo no constituye un problema, lo ignoran y miden todo en forma de plazos.
Pero el tiempo, implacable, actúa y, de pronto, un síntoma, un olvido, una dificultad, un cansancio injustificado o una verdadera enfermedad, producen un cambio, la desaparición de la partícula “in” que sellaba el pacto de perduración. Ahora, la vulnerabilidad ocupa un sitio predominante y el ser que la siente le confiere un espacio en detrimento de intereses de otra clase, que piden una atención que en esta instancia el que siente la vulnerabilidad no puede ni quiere prestar, ya porque experimenta grandes tormentas en su cuerpo amenazado, ya porque no es para tanto y encuentra en la vulnerabilidad un argumento para renunciar.
¿Son arbitrarias o caprichosas estas asociaciones? ¿Hay una relación entre todos estos apuntes? ¿Explica algo sobre la vulnerabilidad que de pronto ocupa un espacio discursivo en hospitales, consultorios y domicilios, la omnipotencia de la escritura y la cualidad existencial de la lectura? Quizás no esté claro pero tal vez sí y haya que descubrirla. Y, por último, ¿no se aplicará este razonamiento a las sociedades y a los países? Casos se han visto de países que creían poder soportarlo todo, hasta las guerras y las hambrunas y, de pronto, algo, un síntoma, la corrupción, la deuda, las vulnerabiliza y a ver cómo se las arregla para recuperar la vieja confianza.
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