CONTRATAPA
Una relación difícil
› Por José Pablo Feinmann
En mayo de 1974, un excelente historiador y una muy querible persona que vivía de las ganancias (seguramente exiguas) que obtenía de un kiosquito en el conurbano publicó un libro valioso y siempre digno de ser reeditado. Se trata de Salvador Ferla (que murió, en resignado y triste olvido, en la década del 80 del siglo anterior) y el libro lleva por título Historia argentina con drama y humor. En él, con pena, porque lo quiere a Castelli, porque todos, con diferencias o no, queremos a Castelli, narra una anécdota del prócer de Mayo que tomó de Hugo Wast, quien, aclara, mira horrorizado todo lo que altere “la cosmovisión del catolicismo medieval”. Agreguemos que el catolicismo medieval de Wast se expresaba en un fascismo militante y un antisemitismo cavernícola. Si Wast utiliza el suceso para burlarse de Castelli es cosa suya. Ahí donde Wast encuentra el motivo de la burla está, en rigor, la causa de nuestra admiración.
La cuestión es así: a orillas del lago Tiahuanaco, Castelli convoca a los indios de la región a una asamblea. Entonces les habla, fogosamente les dice sus más hondas verdades, las que dan sentido a su vida y a la expedición que lo ha llevado desde Buenos Aires a ese lugar remoto. Dice: “Os traigo la libertad. Estamos en lucha contra el yugo español. Os traigo las nuevas ideas. Las de Rousseau. Las de los Enciclopedistas. Las de la Revolución Francesa. España sólo puede daros el atraso, la oscuridad y el yugo de la tiranía. Yo os ofrezco la vida republicana y libre. ¡Elegid! ¿La tiranía o la libertad? ¿Qué queréis?” Según parece, los indios respondieron: “¡Aguardiente, señor!” Reflexiona Salvador Ferla: “Los indios escucharon a este tribuno porteño, ardiente y honrado como el Che, con la misma enigmática impavidez con que lo escucharían a éste 150 después”. Lo que nos lleva al Comandante Guevara.
En su Diario, el 22 de septiembre, el Che anota: “Alto Seco es un villorio de 50 casas situado a 1900 m de altura que nos recibió con una bien sazonada mezcla de miedo y curiosidad (...) Por la noche Inti dio una charla en el local de la escuela a un grupo de 15 asombrados y callados campesinos explicándoles el alcance de nuestra revolución”. Y, en el resumen del mes, una confesión dolorosa: “La masa campesina no nos ayuda en nada y se convierten en delatores”.
Quedan, así, planteados los temas que separan y oponen a políticos e intelectuales. Castelli y Guevara son ejemplos nítidos de hombres cultos que emprenden una revolución bajo el imperio de sus ideas. No son pragmáticos, son idealistas. Un pragmático (y todos los políticos terminan asumiendo esta actitud cuando discuten con los intelectuales) es alguien que pone en sintonía, por decirlo así, la realidad y la razón. Un político es un mago en el arte de las resistencias de lo real. “Esto se puede, esto no se puede.” Cree conocer siempre hasta dónde se puede llegar. Y (sobre todo) hasta dónde no. No tiene una concepción identitaria del poder, sino sumatoria. “Vamos con todos los que quieran venir. No importa que, al ser tantos y tan diferentes, no sepamos qué somos. Sabemos qué queremos: el poder. Nuestra identidad es ésa: la conquista de los espacios, de las intendencias, de los medios masivos, de todos los territorios. Aunque no sepamos qué hacer cuando los tengamos.” Perón era ejemplar en estas cosas: “Si quiero llegar sólo con los buenos voy a llegar con muy pocos”. “La función del conductor es manejar el desorden.” “En un movimiento, en cuanto a ideología, tiene que haber de todo.” “Cuando se hacen dos bandos peronistas yo no estoy con ninguno. Estoy con los dos: hago de Padre Eterno.” Así le fue: llegó a Ezeiza “con todos” y ahí estalló el aparato pragmático que había forjado. No pudo manejar el desorden. El “desorden” lo manejó a él y lo mató en menos de un año. Para colmo, no hizo de Padre Eterno: eligió. Eligió a una derecha asesina para barrer a una izquierda insumisa. Todavía –ahí– creía ser el gran ajedrecista de la Historia. El ajedrez terminó en tragedia. Y ese espacio que él nunca definió (el peronismo) autorizó a los bandos en pugna a asumir su representación. Lesera fácil decirse los representantes de algo que nadie sabía qué era. En ese vacío, en ese hueco, en esa nada, se instaló la muerte. (Creo que he seguido algunos puntos de Verón y Sigal en esto.) Una identidad clara, fuerte, es indispensable en política. Hoy lo sabemos más que nunca. Lo contrario da paso al aventurerismo, al todo vale, a las mafias.
Fijemos lo siguiente: el político suele incurrir en un exceso de realidad y en una carencia de ideología. El intelectual (acaso los ejemplos de Castelli y Guevara lo hayan explicitado) incurre en una carencia de realidad y en un exceso de ideología. Esta situación debiera acercarlos, ya que cada uno puede otorgarle al otro lo que carece, o aquello que es, pongamos, su “punto débil”. Sin embargo, no. Cada uno cree que el otro representa “excesivamente” aquello que le da identidad. El intelectual cree que el político concede demasiado al pragmatismo, a la sumatoria a-crítica, a los pactos, a los abrazos, a las fotos con personajes unívocamente detestables, al aparatismo, a las concesiones a las boberías mediáticas o, sin más, a medios canallas “que la gente lee y en los que hay que estar”. El político cree que el intelectual sobreactúa su sentido crítico, que busca una pureza imposible, una pureza que es casi la negación de la política, que jamás será un “orgánico”, que antepone las ideas a la realidad, que desconoce las asperezas de lo real, del poder, de los grandes aparatos nacionales e internacionales con los que hay, necesariamente, que “dialogar”.
Nada de esto es necesariamente así. Un intelectual deberá entender que un político tiene que negociar permanentemente, pactar, dialogar, conciliar. Pero –con obstinación, a destiempo o no, siempre incómodamente– señalará que hay cosas que no se pactan ni se negocian. Ya que hacerlo es dejar de ser lo que se quiere ser. Y éste es el punto definitivo: ¿qué queremos ser? Y aquí es donde entran las ideas, las certezas, y, desde luego, la ética. Un movimiento político debe decidir qué es –ante todo– lo esencial. Aquello que no se negocia. Aquello que no transforma al Otro en el enemigo pero sí en un adversario cuya identidad no es la nuestra. Y para saber qué identidades no son nuestras tenemos que elegir una propia, explicitarla, exponerla. “Nosotros somos esto porque no somos aquello.” Y aquí, sin vueltas, urgentemente, el político necesita de los verdaderos intelectuales. El costo que tiene que pagar es uno solo: respetarles su libertad, su conciencia crítica. Y hasta diría: exigirla.
Lo más oscuro, lo más imposibilitante entre políticos e intelectuales es la figura del cortesano. El cortesano es un burócrata servil del poder cuya misión es justificarlo. Siempre le dirá al Soberano que lo que hace está bien, ya que lo domina el pavor de la crítica y sus peligros: quedar fuera del círculo “íntimo” y sus privilegios, o jamás poder entrar en él. Estos personajes pululan en el poder. En la política. Son los grandes enemigos del pensamiento crítico. Los que viven consagrados a bloquearlo. A que llegue al Soberano. Y el político es sensible a la adulación, a la obediencia, al acatamiento. Tanto, como los intelectuales. O, sin más, como los patéticos seres humanos, hambrientos todos, o casi todos, de adulaciones y obsecuencias. En su bellísimo libro sobre Heidegger, George Steiner, tratando de elucidar la relación trágica entre el filósofo y el nacionalsocialismo, escribe: “Si bien Heidegger fue un gran hombre (...) fue también al mismo tiempo un hombre pequeño. Vivió rodeado de un grupito de adoradores y, sobre todo en los últimos años, detrás de murallas de adulación (...) Puede ser que no tuviera el valor ni la generosidad necesarios para enfrentar su pasado político, y el problema de la barbarie alemana”. Esta hermosa cita –creo– bien puede cerrar estas líneas.