Lun 12.01.2004

CONTRATAPA

Mimnio, athesa, eioioio...

› Por Juan Sasturain

En la historia argentina, a diferencia de lo que sucede en las películas bélicas de Hollywood, no hay demasiadas palabras finales y famosas debidamente registradas. Las más recordadas probablemente sean –vía Bartolomé Mitre– falsas: “Muero contento: hemos batido al enemigo”, dicen que dijo el sargento y granadero Juan Bautista Cabral, que ni antes ni mucho menos después de extraer al futuro Libertador de debajo de su caballo –blanco pero con manchas de barro por la costaleada mortal a orillas del Paraná y a la sombra del convento– jamás había afirmado nada digno de memoria, al menos para la historia grande, es decir la colectiva, la de la Patria, si cabe. Al respecto, el que introdujo una variante de cierre a este impulso de redondear con una epigrama final la cercanía de la muerte militar bala por medio fue Walsh. En el memorable y siempre releído prólogo a la edición definitiva de Operación Masacre cuenta cómo oye morir a un soldado en tiroteo junto a una ventana y lo que escucha no es “viva la patria” o declaración equivalente sino “La puta que los parió, no me dejen solo...”. Ese soldadito ya no tenía claro un enemigo a batir; y el que lo había embocado –suponemos– tampoco.
Pero paradójicamente, el agonizante más elocuente en combate del que tengamos memoria y recuerdo emocionado no era de nuestro bando ni dijo algo siquiera traducible aunque –eso sí– lleno de significado. El testimonio aparece en el mayor relato épico de la narrativa argentina, El Eternauta. En el folletín de Oesterheld y Solano muere muchísima gente de salida nomás –y del lado de los buenos– pero más allá de la de Polsky en silencio bajo mirada amiga y nevada enemiga, y la de los soldados alucinados en la cancha de River, las muertes no están demasiado personalizadas. Sin embargo hay, entre otras muchas secuencias memorables, una reconocible por todos los lectores como “la escena de la cocina con los pollitos” o “la escena de la cafetera”. Es uno de los momentos claves de la historia: la muerte del mano. Ahí está todo.
Juan y Franco han salido en misión comando exploratoria y caen prisioneros del jefe zonal de la invasión, un mano –el primero que ven– que teledirige las operaciones de las tropas de cascarudos, gurbos y hombres robots desde la glorieta de Barrancas de Belgrano. Pero el tornero lo madruga y tras golpearlo se lo llevan desmayado, pues puede ser un prisionero útil. En su huida Juan y Franco hacen una pausa, se meten en una casa y terminan en la cocina –lugar común de lo cotidiano– donde la muerte ha sorprendido a todos con la mesa puesta. Ahí es cuando aparecen debajo de la pileta los pollitos que han sobrevivido de casualidad, y ahí es cuando el mano despierta agonizante y –ya vencido por el veneno de la glándula del terror injertada por los Ellos en su organismo– entregado y lúcido, se refiere a la belleza de “esa escultura” que está sobre la mesa. Es una simple cafetera, le explican. El invasor reflexiona entonces largamente sobre cuánta cultura y humanidad hay detrás de cada objeto simple de los que rodean cotidianamente, sobre tanta belleza imperceptible, sobre su propia cultura perdida, sobre su bello planeta helado con dos soles, sobre la irrupción de los Ellos, el odio cósmico, que todo lo destruye. Y ahí, en esa cocina perdida en un rincón vulgar del Universo, tan lejos de casa, mientras su piel va tomando un color grisáceo hasta desprenderse, el mano que comienza a morir, entona con suavidad “una canción incomprensible, de ritmo extraño” –Franco dirá que parece una canción de cuna–: Mimnio, athesa, eieioioio... Mimnio... Hasta que finalmente calla y muere. Entonces Juan hace dos gestos: deja salir a los pollitos de la cocina pero le cierra la puerta al mano antes de partir.
“El mano estaba muerto ya y de poco le servía mi respeto. Muerto como los millones de muertos que yacían en las calles, en las casas, por culpa de Ellos... Mientras corría a reunirme con Franco también yo, como el mano, sentí un odio desesperado”, piensa Juan. Y mientras corre junto a Franco dice: “Pero tampoco ahora es tiempo de odiar; es tiempo de luchar”. Y la lucha continúa. Pero la postrera canción de cuna de los manos –esa invención absoluta, significante puro que volvería a sonar cada vez que la muerte los alcanzara a lo largo de la historia– quedó flotando esa primera vez en una cocinita de Belgrano y en nuestra memoria infantil, conmocionada. Ya por entonces, uno a Mitre le creía poco. A Oesterheld, siempre le creímos todo.

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