Mié 20.03.2002

CONTRATAPA

Idioma

› Por Rodrigo Fresán

UNO La ciudad se despierta liviana luego del sueño pesado de la Cumbre Europea. Sin policías, sin helicópteros alterando el silencio del cielo, sin –o al menos bastantes menos– fans de Manu Chao. Quedan, claro, las lagañas, el aliento pantanoso, los pelos de punta, el piyama arrugado, la cama deshecha y esa inquietante sensación de estar seguro que se soñó con eso pero, al mismo tiempo, qué era eso con lo que uno soñó.

DOS. ¿Qué es lo que queda de una cumbre de éstas luego de que se han perdido en el horizonte y camino al aeropuerto todos esos vehículos oficiales y esa fotito tipo fin de curso del viernes con grupo de mejores alumnos sonrientes tipo junto al Rey (de la que se hizo la rata Silvio “César” Berlusconi con la excusa de una “leve gastroenteritis” que también lo hizo ausentarse de la cena del jueves) ha aparecido en todas las primeras planas de los diarios? Según el eufórico Partido Popular de España en el gobierno y con mayoría absoluta quedan “grandes avances en materia de...”. Según el cauto Partido Socialista Obrero Español en la oposición completa “los resultados han sido bastante modestos”. Para los primeros, las más de 300.000 personas –que, salvo mínimos incidentes, se manifestaron a lo largo del asunto dando un admirable ejemplo de civismo y correcta aplicación del protocolo antiglobalizante y contra “La Europa del Capital”– no fueron más que “minorías marginales”. Para los segundos estos 300.000 valientes son la avanzada de una nueva y mejor era donde habrá justicia social, pleno empleo y, posiblemente, ya no tengan que esposarse a los arcos del clásico Barça-Real Madrid como protesta para interrumpir el mismo agónico empate de siempre.

TRES. Lo que queda es el idioma de la cumbre, claro. Ese galimatías que pretende significar todo y no decir nada al mismo tiempo. Aquella lengua muertita y coleando que hablaba Fidel Pintos a la hora de polemizar en un bar y que, con los años, ha saltado a las publicidades de autos, desodorantes y detergentes para la ropa –”Su motor de doble suspensión anabólica cuenta con un PH balanceado en tres diferentes fases de acción que deja al alma perfectamente limpia y centrifugada gracias al Factor Blanqueador de sus power-turulitos con carburantes de alto rendimiento diferido”– para regresar de tanto en tanto a la terrible cuna donde todavía se sigue cagando prolija y disciplinadamente en todos nosotros: la jerga de los políticos, el slang del poder, el dialecto de los que quieren convencernos de que están explicando todo desde detrás del telón y la máscara de quien sabe que no tiene que explicar nada ni dar ninguna explicación a nadie porque si no para qué me eligieron, ¿eh?

CUATRO. Es decir: juro que yo vi y escuché las conclusiones de la festichola en vivo y en directo, que fui a esa coqueta mega-carpa para periodistas decorada con el look future-retro de las mejores películas de ciencia-ficción y –me consta que no era culpa mía, que yo no era el único periodista confundido-. la verdad que entendí poco y nada. Es decir: entendía cada una de las palabras por separado, pero no encontraba sentido alguno a la mayoría de las frases. Oraciones muy largas para decir muy poco de la manera más complicada posible y, sí, hipnótica en el peor sentido de la palabra y del palabrerío. El País del pasado lunes daba un ejemplo claro y oscuro: “Para garantizar la competitividad de la Unión Europea y mejorar el empleo en diferentes ramas profesionales y zonas geográficas, será decisivo que las instituciones laborales y los sistemas de convenios colectivos nacionales, dentro del respeto de la autonomía de los interlocutores sociales, tengan en cuenta la relación existente entre las remuneraciones y las condiciones del mercado laboral, permitiendo así una evolución salarial según criterios de productividad y de los distintos conocimientos”. Se entiende pero no se entiende. Me dicen que esto de no saber lo que se sabe les pasa bastante seguido –y por un rato bastante largo– a los que tienen la suerte de sobrevivir a una experiencia muy pero muy traumática. Como una catástrofe aérea, por ejemplo. La sensación de que todo el mundo, de golpe, habla en un idioma que era el nuestro y que ya no lo es pero lo sigue siendo.

CINCO. Los argentinos, claro, hemos contribuido con nuestro granito de arena y nuestra tonelada de roca a esta suerte de esperanto que une a todos los pueblos en la atribulada incomprensión de lo que –se supone– todos deberían entender y, si no lo entienden, no se preocupen porque para eso están los gobernantes, los inventores del lenguaje que te saca la lengua y de la lengua que te saca el lenguaje. Nuestra sinuosa y suigeneris adicción a todo lo freudiano para ipso-facto hacerle la cama y no el diván a quien tenemos más cerca, nuestra pasión patriótica por deportistas analfabetos a los que se eleva a intelectuales y por pensadores que sólo piensan en ellos mismos, nuestra furiosa resignación cacerolística ante presidentes democráticos que ponen la casa en orden con la varita mágica de la casualidad permanente y por dictadores militares que están ganando, las letras crípticas pero tan “inspiradas” de rockers mesiánicos, el convencimiento de ser los mejores en todo de la peor manera posible, nuestro orgullo derecho y humano iluminado siempre por un Dios que no puede sino ser argentino nos ha llevado a hablar, por estos días, uno de los dialectos más pobres y más lastimosos de este nuevo idioma que gobierna al mundo. Tal vez, quién sabe, se trate de aquel mismo idioma que se hablaba en una torre tan alta que llegaba a los cielos y que un buen día se vino abajo no por voluntad divina sino porque –contrario a lo que aseguran las sagradas escrituras– no hay nada más terrible y peor apuntalado que el que todos hablen de lo mismo y que no se entienda absolutamente nada aunque tenga amoníaco refinado y placas antisudor con triple tracción autónoma.

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