Sáb 24.01.2004

CONTRATAPA

Kafka y la tortura

› Por José Pablo Feinmann

Durante estos días los diarios argentinos publicaron fotografías que horrorizaron a sus lectores. Tener listo el café con leche, sentarse, poner el diario sobre la mesa para echarle esa inicial y distraída mirada del nuevo día y ver, ahí, en primera plana, el cuerpo desnudo de un pobre ser al que le están conectando dos cables feroces en los testículos significa dos cosas: o empezar decididamente mal el día o no tomar el desayuno, que es exactamente lo mismo. Sin embargo, es así. Este es un mundo de horrores inexpresables y por eso hay que expresarlos. Hay que mostrarlos. Su “mostración” nos exime de describirlos y describirlos (meramente describirlos) nos condena a la incredulidad de quien nos escucha. ¿Por qué creer en tales aberraciones? O mejor: ¿Por qué pensar en ellas? Este es el mecanismo protector. “Yo sé que el horror existe, pero no me lo muestren.” Algo de esto (o mucho) se le deterioró al lector nacional durante los recientes días. Sí, se sigue torturando. Quienes practican la tortura son comandos del Ejército. O de otras organizaciones ligadas a la administración de la violencia, de lo que fue y (latentemente) siempre “es” el Estado represivo-terrorista. Convengamos, no obstante, que la sorpresa no debió apresar tan poderosamente a nadie. Los llamados “comandos” –voy a ser breve en esto– son cuerpos especializados dispuestos para las tareas sucias que los poderes reclamen en cualquier lugar del mundo que sea. Practican eso que Theodor Adorno (en La educación después de Auschwitz) llama la “pedagogía del rigor”. Los comandos se torturan entre ellos para educarse. La tortura es parte de su “formación”. “Tortúrenme, yo aguanto.” Esta identificación de la hombría con la tolerancia al dolor es la base de la educación militar y también más. Acudamos a giros populares del lenguaje: “La letra con sangre entra”. O “a golpes se hacen los hombres”. Son expresiones de la pedagogía del rigor. Que consiste en poder tolerar el dolor para luego infligirlo. Claramente: el comando que es torturado lo es para recibir un “bautismo de fuego” que lo autorizará a torturar después. Es un tipo que tiene que aguantar ser enterrado, de pie, en un pozo estrechísimo durante tres o cuatro días. Si sale vivo, es un hombre. Un comando, también tiene que dignificarse durmiendo durante un par de noches al lado de un cadáver, o de dos o tres. Un comando es, así, un verdadero hombre: ni el dolor, ni la tortura, ni la cercanía íntima de la muerte lo acobardan.
Algunos, algo veteranos, se retiran y organizan negocios altamente lucrativos. Sobre todo en EE.UU. Por ejemplo: arman, en algún lugar apartado, un impecable campo de concentración nacional socialista. Créase o no, el negocio consiste en llevar gente a ese páramo (gente que paga, y mucho, por ir) y hacerle pasar un fin de semana inolvidable: un fin de semana en un campo de concentración nazi. También están las “aventuras de alto riesgo”. Aquí, usted sigue al grupo comando (durante, casi siempre, 48 horas) en todas las lacerantes, humillantes, casi mortales “proezas” que le propondrá. Es peligroso, pero la “adrenalina” (algo que el hombre de hoy busca por todos los medios posibles: químicos o masoquistas, sadistas o sadomasoquistas) está garantizada.
Pero el “comando” tiene su escuela. Y ahí lo torturan para que aprenda. Frase que, en este contexto, tiene otro sentido. Lo torturan para que aprenda a torturar. Para que sepa el dolor que la tortura produce y, sabiéndolo, sepa buscarlo, indagarlo sin piedad en el cuerpo del “enemigo” cuando sea necesario. Lo que nos lleva al tema doloroso, lacerante de la tortura. La tortura es parte esencial de la condición humana. Duele escribir y transmitir estas cosas, pero son verdaderas. Los hombres, al torturar, no se transforman en bestias, siguen siendo, profundamente, hombres. Las bestias no torturan. No es azaroso que muchos de los más grandes escritores y pensadores del siglo XX se hayan ocupado del tema. La arbitrariedad del Estado burocrático terrorista tiene en su centro a la tortura. Quien, excepcionalmente, lo expresó fue Kafka. Antes de Auschwitz y antes de la ESMA. En el “mundo” de Kafka nadie sabe por qué es culpable. Pero hay culpables. “Los tribunales tienen códigos, pero códigos que no se pueden ver. ‘Es parte de este sistema que uno sea condenado no sólo sin culpa, sino también sin saberlo’, piensa Josef K.” (Walter Benjamin, Franz Kafka en Ensayos escogidos). Y George Steiner: “La metamorfosis y La colonia penitenciaria ‘prevén con exactitud el vocabulario, la tecnología, la política’ del sistema de aniquilamiento nazi” (Enzo Traverso, La historia desgarrada). “Hoy en día (escribe Traverso con inapelable precisión), la mentalidad de los funcionarios de Kafka se lee como la descripción arquetípica del estado de ánimo de miles de burócratas de la ‘banalidad del mal’. Al principio de El proceso lo expresan claramente los guardianes del Tribunal: ‘Sólo somos empleados subalternos (...) (Eso es todo; no por ello ignoramos que las autoridades que nos emplean investigan muy minuciosamente los motivos del arresto al entregar la orden. En eso no cabe error’” (Traverso, ob. cit.). En diciembre de 1979, en Ultimos días de la víctima, novela publicada en el país, podía leerse el siguiente razonamiento del asesino Mendizábal: “¿Quién era Külpe? Si su vida era tan transparente, si tenía tan pocas cosas que ocultar, ¿por qué había que matarlo? Pensó en la posibilidad de un error, quizá de una injusticia. Pero se detuvo, no era él quien tenía que decidir eso. Además, se dijo, algo debía haber hecho Külpe, algo secreto sin duda, pero real y definitivo. Su experiencia en el oficio había dejado a Mendizábal una enseñanza: ningún condenado era inocente” (Seix Barral, p. 57). Al principio, cuando le encargan el asesinato lo tratan con desdén, como a un mero instrumento: “Atravesaron un largo pasillo y entraron en una habitación mal iluminada, estrecha, cubierta por ficheros metálicos. El hombre llamado Peña extrajo una ficha copiosamente escrita a máquina. Dijo: ‘Este es su hombre. Tiene que matarlo, nada más’” (p. 14). Pero Mendizábal (aunque es un asesino al servicio del Poder) tiene su orgullo: “Estaba, sí, dispuesto a admitir que no era el causante de los incontables hechos que habían sentenciado a las personas que se le indicaba matar. Pero en el final, exactamente allí, estaba él” (p. 21). Estos textos (que hoy, estilísticamente, escribiría de otro modo: con menos manierismos borgeanos y sin palabras “cultas” como “extrajo una ficha” en lugar de “agarró una ficha” o “sacó una ficha” y absolutamente sin ese espantoso adverbio: “copiosamente”) se inspiraron en Kafka. El clima de opresión kafkiano domina toda la novela y está menos presente en la película que hicimos con Aristarain pero reemplazado por otros señalamientos no menos poderosos, acaso más directos. Pero la novela es de 1979 y la película se estrena en 1982. Como sea, Kafka también está en el film. “Ustedes para conseguir lo que quieren tienen que matar y para retenerlo también”, texto que escribió Aristarain, de su puño y letra y de su irrefutable talento.
En suma, el Estado burocrático terrorista condena y tortura. Kafka –en La colonia penitenciaria– escribió un texto estremecedor sobre esa práctica: un aparato que –dolorosamente– escribe en el cuerpo desnudo del condenado la sentencia de su “culpa”. Y, entre nosotros, Pilar Calveiro, en un libro que está a la altura de los de Primo Levi, describió el “tormento” en los campos argentinos como nadie: “Fue la ceremonia iniciática (...) la tortura era la clave, el eje sobre el que giraba toda la vida del campo (...) En síntesis, la tortura como eje del trabajo de inteligencia fue altamente productiva y eficiente” (Poder y desaparición, Colihue). En la ESMA los cubículos en que se torturaba recibían el nombre de “quirófanos”. La tortura, el de “trabajo de inteligencia”, porque se destinaba a obtener información. Los nazis, en Auschwitz, no buscaban “obtener información” sino exterminar, sobre todo, a judíos. De aquí que en la ESMA se torturara infinitamente más que en Auschwitz. Durante esos años, en 1977, creo, los militares lanzaron un slogan patriótico: “Argentina, te quiero”.

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