Lun 17.10.2016

CONTRATAPA

Hasta las manos

› Por Pablo Ramos

Colectivo 60, Panamericana y Fleming. No hay lugar ni para respirar. Mejor no respirar. Los tumbos que da la chatarra son indescriptibles, por momentos parece que va a volcar. Frena en Melo. Antes, alguien de afuera tuvo que saltar porque el colectivo se subió arriba de la vereda. Insultos. Bestia. Animal. No hay derecho. El chofer masca chicle. Aro, corte de pelo a lo sábado tropical, cara de pocos amigos. Cumbia bastante fuerte en el estéreo.

Marcha atrás (¡En la Panamericana!). Seguimos. Entre los que sacan boleto está la mujer.

–Usted es un animal –le dice la mujer (siempre son las mujeres las que saltan en un caso así)

–En la cama señora –dice cara de pocos amigos. Después sigue, gana bien, gana muy bien un chofer de colectivos, por suerte. No todos son iguales, a este le chupa un huevo todo. Pone más fuerte la música.

–Maleducado.

En Melo se bajan casi todos, no sé si por casualidad o porque temen no llegar a Barrancas de Belgrano vivos. Seguro que por casualidad, ninguno tenía cara de Barrancas de Belgrano. Más bien de barranca abajo, de eso sí algunos tiene cara. La mujer, que hasta ese momento era solo una mujer, cincuenta años, cara cuadrada, rubia ceniza, colita, vestida con joguin verde, se sienta y yo me siento frente a ella.

Los colectivos de hoy tienen la incomodidad de esta rara disposición, y a mí me toca viajar de espaldas a mi destino y es raro. Miro a la mujer porque me atrae algo, no sé. Soy como el pescador experimentado, para cualquiera el río es el mismo en todas partes pero para él no, él puede decir: acá, entre estos juncos, están los grandes. Y a mí me pasa lo mismo con la gente, y con las situaciones, me siento en el lugar indicado en el tiempo indicado. Y ahí estoy yo, viajando para atrás, como si fuera el personaje de una película que alguien esta rebobinando, y pienso: acá hay uno los grandes.

Suena un celular, enseguida me doy cuenta de que suena adentro de la cartera de la mujer. La mujer se desenrosca un pañuelo que tenía atada al cuello, abre la cartera. Entonces veo las manos: cuadradas, más que la cara, rugosas, infladas, impresionantes. Con esas manos no se puede abrir un celular pequeño, y a la mujer le cuesta trabajo separar las dos mitades y convertir ese pequeño plástico en un teléfono. Habla, niega con la cabeza, se ríe, pero todo esto no lo veo, lo percibo en el límite superior de mi campo visual. Yo le miro las manos, hechas a imagen y semejanza de los baldes que cargó: cargadas, de los trapos que retorció: retorcidas. A imagen y semejanza de la lucha, de la injusticia, porque es injusto limpiar la mugre de los otros, no hay dinero que lo pueda compensar. Es espantoso que te llamen a lo Mirta Legrand, con una campanita. Que te conviertan en cabra que responde al sonido de la campanita. Eso dice la mujer de los “nuevos Patrones”

–Son buena gente –dice–. Buena gente.

Las manos ahora cierran el celular tan fuerte que la tapita hace ruido. Sacan un pote y se pasan crema, pero no la absorben, la crema va y viene pero no penetra la piel de rinoceronte. Y se frotan y se frotan y son sólo eso, manos que se frotan. Una película de manos cuarteadas que se frotan, que acariciarán otras manos también cuarteadas, o unas cabezas pequeñas con el mismo destino cuarteado que el de las manos. ¿Cómo harán el amor estas manos con coraza? ¿Por qué me resulta más fácil imaginar manos narcotraficantes, manos genocidas, haciendo el amor? ¿Por qué veo manos finas agitando una campanita de plata? Debe ser tanto mirar la tele. O debe ser que me estoy volviendo un pelotudo, completamente devorado por el capitalismo. Igual que el chofer. La clase obrera que fue clase media gracias a Perón, y luego a Néstor y luego a Cristina. ¿Se olvidó de dónde vino el tipo este? ¿Termina votando a Macri? ¿Qué es todo esto?

La mujer pide permiso antes de llegar a General Paz. Se levanta y pasa frente a mí. La miro. Me mira.

–Hay que trabajar más –me dice–, está todo muy caro.

–Muy caro –repito.

–Este presidente, no sé que pensar –dice y yo ruego que sepa lo que pensar.

–Estamos hasta las manos –digo.

–Hasta las manos –repite ella.

Yo acabo de correr las piernas, busco que me roce con algo. Ella me sonríe y me rosa con el costado de su muslo izquierdo. Duro. Tan duro como su rostro. Se toma del pasamano y toca el timbre. Vuelve a sonar el celular pero esta vez ella deja que suene. Necesitaría sus dos manos impermeables para abrirlo y atender, y eso sería un poco peligroso mientras baja de un colectivo manejado por un animal.

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