› Por Noé Jitrik
Hacia 1886 Emilio Zola terminaba su extensa obra con una novela titulada, precisamente, “La Obra”, en la que narra las desdichas de un pintor que quiso innovar, y lo hizo, y que chocó con una incomprensión total, impenetrable. Su “Obra” fue ignorada y, dolorosa paradoja para las aspiraciones de un artista, luego de su muerte el mismo tema, que había recibido recriminaciones y burlas, retomado por otro, más afortunado, obtuvo el aplauso de los que se lo habían negado al innovador. La novela de la despiadada suerte del pintor pudo haber conmovido a algunos contemporáneos pero a uno en particular, Paul Cézanne, le provocó una irritación tan grande que cortó sus relaciones con quien había sido su amigo del alma: pese a que él gozó de una justa veneración en vida interpretó que Zola lo había tomado de personaje y lo había denigrado.
Puede ser previsible esta circunstancia accesoria, una mera anécdota que da cuenta quizás de un malentendido, habitual en el medio artístico, así como para lo que me propongo tampoco es relevante la cuestión del éxito artístico y sus misteriosos caminos: algunos lo obtienen con facilidad, hay casos célebres, y a otros les es esquivo porque sí, tan merecedores unos como otros y a veces éstos más que los otros, hay mucha literatura sobre esta conflictiva y a veces penosa situación. En lo que quiero detenerme es en el final de la novela, una escena patética pero que me parece que es mucho más.
Muerto, finalmente, en la mayor pobreza y soledad, el cadáver del artista es llevado al cementerio; sólo dos amigos conforman el lacónico cortejo y, tristemente, evocan el malogrado destino del pintor mientras caminan detrás del coche fúnebre. Pero no se limitan a eso: el autor interviene en el curso narrativo y en lugar de explicar el caso por lo que en sus novelas precedentes era la ley, o sea una terrible herencia biológica o la acción de un medio implacable, como lo exige la poética del naturalismo de la que Zola era profeta y portavoz, hace que esos amigos discurran acerca de otro conflicto que no tendría nada que ver, sino muy indirectamente, con lo que están lamentando; hablan del choque entre razón y fe que traducen por el enfrentamiento entre ciencia y religión. La ciencia, sostienen, que parecía encarnar la ilusión de transformar con la luz que irradiaba el siglo XIX mejorando la vida entera, en lo individual y social, después de creer que había logrado derrotar a la religión y alejar las sombras que durante siglos generaron atraso, padecimiento y esclavitud, moral y física, está en ese final de siglo en franco retroceso, la religión revive, no estaba muerta, y en su regreso no propone nada diferente de lo que antaño proponía, o sea oscurantismo, irracionalidad, arbitrariedad, la danza macabra de un infierno en la tierra.
Por supuesto, los términos, puesto de esta manera, proponen un absoluto y no es mi intención entrar en ese dilema: hay un mundo de matices que se podrían invocar –ejemplo preclaro los esfuerzos de Spinoza por reunir razón y fe– pero también es cierto que en ciertos momentos históricos fueron vividos como absolutos y que eso produjo desgracias enormes, heridas sin fin. Más cuando dominaba como absoluto la religión, aun antes de que la ciencia fuera entendida como la entendemos hoy, cuando era puro pensamiento o aspiración a la racionalidad como vehículo para poner un poco de orden en el caos humano y social. No es vano, en este punto, recordar a los curas del Tercer Mundo y la Teología de la Liberación, que sacudieron en su momento a la Iglesia y si no la reconectaron con la ciencia, renunciando –imposible demanda– a los dogmas, al menos intentaron encontrar una síntesis entre razón y fe, lo que tampoco es menor: dio lugar a esperanzas y también a muertes.
El lamento zoliano tenía que ver con la impotencia del positivismo, que tanto había hecho por la ciencia, para erradicar los desafueros de la religión que, en verdad, no tenía el monopolio de la irracionalidad; sin ir más lejos la avidez por el dinero, propio de las burguesías en ascenso, más el colonialismo esparcido como peste desde los países centrales, la vil explotación del trabajador, no serían propósitos deliberados y directamente emanados de la religión pero compartían con ella el triunfo contra la razón y el pensamiento que la razón postulaba, y desde hacía mucho tiempo, otro sentido de la vida.
Pero si ese turbio presente podía afectar a personajes lúcidos a fines del siglo XIX con más razón pudo verificarse durante el XX: basta con mencionar el nazismo, las dictaduras latinoamericanas, lo que quedó en África cuando se retiraron las potencias coloniales, los Gulags, la lista de irracionalidades asesinas del autodenominado “Estado Islámico”, sin contar las dos grandes guerras europeas y las innumerables contiendas parciales, en ese Medio Oriente torturado por las intervenciones y los enfrentamientos de creencias, así como las sucesivas crisis económicas que generaron miseria y abandono. Se dirá que si en algunos casos, como el nazismo, la ciencia contribuyó con sus medios y hallazgos a la locura, la religión también lo hizo, a veces abiertamente, en muchos otros casos, en la medida en que todas esas manifestaciones someramente enumeradas se sostenían y se siguen sosteniendo en creencias desmesuradas e inexplicadas e inexplicables pero que se enarbolan como si fueran argumentos.
Así como hay muchas maneras de comprender lo que es la ciencia, las ideas y las formas que asume la religión son igualmente muy variadas; no se debería, como lo solicita la prudencia, generalizar en un caso ni en el otro, sobre todo considerando sectas, primitivismos, y, por otro lado, iglesias muy estructuradas. Así, en lo que concierne a la religión, dejando de lado múltiples manifestaciones, hay que reconocer que muchos miembros de diversas iglesias, en particular las llamadas “monoteístas”, pelearon en ocasiones contra irracionalismos de tal modo que su perfil fue perdiendo algunos de los abominables rasgos que tuvieron y sostuvieron hasta mediados del XIX: se hizo, valga el juego de palabras, más “razonable”. Y, en lo referido a la ciencia, y paralelamente, científicos de aquí y de allá levantaron, en el propio XX y en estas latitudes, altares en laboratorios para que la sabiduría divina iluminara sus probetas, por no mencionar robustos prejuicios sobre procreación, origen de la especie y de la vida.
Pero que corrosivos gestos religiosos inspiraran comportamientos irracionales ya no lo niega nadie así como, para establecer un acorde con la reflexión zoliana, no se puede negar que se ha producido y sigue produciendo un marcado retroceso de un general racionalismo, tanto en el orden corriente de la interpretación como de los movimientos políticos que se fundaron en la razón y el pensamiento. Desde luego que la expansión capitalista tiene efectos en el pensamiento corriente: no es extraño que el retroceso o la fatiga de los socialismos genere en los más afectados, por no mencionar a quienes se aprovechan de ello, una adhesión a religiosidades vagas, que no traen soluciones ni consuelos. La ciencia, en consecuencia, como concepto, como sistema, aparece arrinconada, no es sentida como perspectiva ni como solución, pareciera, en este cuadro, incomprensible y por lo tanto suprimible.
Pero no es a esa historia a la que me quiero referir sino a un determinante religioso que, más que solamente perdurar, renace con nuevas fuerzas y nuevos rostros, ahora, a fines del XX y ya avanzado el XXI.
Ni hablar de los fundamentalismos; los que proliferan en Oriente han pasado a la acción con más energía que la que desplegaron sus ancestros, que no lo eran ni tanto ni del mismo modo, cuando entraron a Europa, ocuparon España y casi devoran el resto aunque dejando a su paso frutos perdurables y hermosos; ni vale la pena mencionar lo que han ejecutado, en nombre del poderoso Alá, en las últimas décadas. Los fundamentalistas judíos, no necesariamente “los judíos”, están, en contraste, más a la defensiva, están metidos en una cápsula de autoafirmación, tienen, como los otros, comunicación directa con Dios pero si bien no bombardean torres, no usan cuchillos, no destruyen testimonios culturales, no degüellan a los infieles y toleran, quizás, el desarrollo de la ciencia y la tecnología aunque no su filosofía, no quita que no renuncian a un esencial rechazo del otro, léase los palestinos, ni disminuye sus manifestaciones respecto de un pensar de la razón.
Todo eso es corriente, se conoce y se padece y no se sabe, en sus aspectos más radicales, de qué modo enfrentarlo, la razón no logra ni siquiera la sensatez, que sería lo mínimo para que la vida no fuera tan terrible. Lo que ahora y aquí me importa más es la traducción de tal triunfo de la religión o, si se quiere ser más precisos, de la irracionalidad revestida de argumentos religiosos, a otros terrenos, en particular el político: ¿no son fundamentalistas las derechas, de diverso voltaje, que están tomando el poder en todo el mundo? ¿No tiene un alcance de creencia el apoyo que logran esa derechas, hasta electoralmente, pese a las experiencias dictatoriales de las que a duras penas se salió y que reproducen en sus objetivos y contenidos?
¿Cómo entenderlo? Ciertas conversiones espectaculares lo probarían, y no porque París bien vale una misa, frase que indicaría que este conflicto viene de lejos aunque el costado racional no estaba en cuestión simplemente porque no estaba. Más evidente es el hecho de la importancia que ha cobrado, después de un largo debilitamiento, la institución católica con el nuevo Papa: el que fuera argentino provocó en los nostálgicos de la creencia una oleada de entusiasmo que disminuyó cuando el mismo entró a manifestarse angélicamente en contra de los excesos de los irracionalismos que afligen a la humanidad; los que lo celebraron lo denigran, creencia o muerte parecen proclamar. Precisamente, por lo novedoso de sus intervenciones en la vida civil, se ha convertido, por la positiva, en un factor determinante del proceso de regreso de la religión, en apariencia no en antagonismo con la ciencia pero, de alguna manera, confirmando su menguada posición en un imaginario amplio.
Pero más allá de esta inesperada y singular situación, proliferan grotescas manifestaciones del triunfo de la irracionalidad, tanto como las tomas de distancia, emanadas de una falsa idea de un presunto origen psicoanalítico, frente a los excesos de una ciencia que desconocería las zonas oscuras de la personalidad humana.
Todo eso, de lo más grave a lo transaccional o aun lo meramente anecdótico, hace pensar. En lo que llego a hacerlo me detiene cierta resistencia al creciente sentimiento de que estamos igual que a fines del XIX y que la religión, del tipo y alcance que fuere, es la salida a la angustia de la historia, eso que la ciencia, o la razón, o la sensatez, o la razonabilidad deberían haber resuelto. No lo habrían hecho, arrinconadas por las creencias que de pronto se depositan sobre algo o alguien que expresa, precisamente, lo que no tiene asidero ni sentido, la magia de un cielo que si a algunos les justifica un martirio a otros les implica en la tierra un beneficio, poder y creencia como una unidad que creíamos desterrada y que regresa, tal como lo declaran dos sujetos de novela que caminan tristemente rumbo a un cementerio.
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