CONTRATAPA
LLAMAS
› Por Antonio Dal Masetto
Voy a la plaza y me siento a leer el diario. Hay un tipo sentado en la otra punta del banco, también leyendo. Recorro las noticias y con cada nota voy levantando presión, hasta que no aguanto y me vuelvo hacia el tipo y le digo:
–Esto no da para más. En algún momento hay que decir basta. Cómo es posible que nos traguemos tantos sapos todos los días.
El tipo gira la cabeza, se dispone a decir algo y apenas mueve los labios le sale una llamarada de la boca. Fuego de verdad. Rápidamente saca un pañuelo y se tapa. Permanece así largos segundos, con la cabeza gacha, luego se recompone, respira hondo y me dice:
–Disculpe.
Me quedo observándolo con curiosidad. Es un hombre que pasó hace rato los sesenta años. Bien empilchado. Guarda el pañuelo. Tose.
–Me viene ocurriendo desde hace unos diez años. Un día me desperté, quise gritarle algo a mi mujer que estaba en la cocina preparando el desayuno, y me salieron llamas de la boca. A partir de ahí no pararon. De pronto, en cualquier momento, en cualquier circunstancia, aparecían las llamas. Visité a mi médico de cabecera y después, uno tras otro, una larga cadena de especialistas. Inclusive homeópatas. Pasé por los consultorios de varios psicólogos y psiquiatras. Terminé visitando a gente que se dedica a terapias informales, sanadores de todo tipo. Ninguna respuesta. Las llamas siguieron apareciendo.
Se interrumpe y su cuerpo se sacude como si lo acometiera una arcada, saca el pañuelo con rapidez –alcanzo a ver el fuego– y se tapa.
–Disculpe –dice después de un largo suspiro–. Seguí con las consultas, gente de la religión, curas, rabinos, pastores, hasta fui a ver a un imán. Soy lector y traté de buscar una respuesta en los libros. Nada de nada. Hasta que en determinado momento, luego de una angustiosa noche de insomnio, en la nebulosa claridad de una madrugada, entendí de qué se trataba.
Nueva arcada, el tipo saca rápidamente el pañuelo y se tapa la boca.
–Disculpe –dice por tercera vez.
–No se haga problemas –le digo–. Tómese su tiempo.
–Gracias.
Pasan largos minutos y la curiosidad puede más que la discreción.
–En la nebulosa claridad de una madrugada entendió de qué se trataba: ¿de qué se trataba?
–La palabra. La palabra negada. Todas las palabras que no dije en el momento en que debí pronunciarlas se me empezaron a prender fuego en la boca. Eso era lo que me estaba pasando. Cuando tuve que decir que no, callé. Cuando tuve que afirmar, me mantuve en silencio. Cuando debí rechazar, acepté. Cuando debí denunciar, me tragué las palabras. Siempre me había estado guardando lo que debí decir. Ya desde joven, tragándome palabritas banales, para no molestar, por lo que pensaba que era mesura y educación. Y a menudo también por conveniencia. Después, a medida que la vida avanzaba, fui reprimiendo, cada vez más, palabras que implicaban mayor responsabilidad. Cuando estudiaba en la universidad, cuando me convertí en un exitoso profesional. Lo peor fue cuando milité políticamente, nunca me tragué tantas palabras. Por obediencia, por especulación, por miedo, por respeto a la jerarquía, por espíritu gregario, por la comodidad de no tener que revisar mis convicciones.
Se lleva el pañuelo a la boca. Respira hondo.
–Sabía perfectamente, en cada oportunidad, cuáles eran las palabras exactas que debían ser pronunciadas, y las omití siempre. Todas vuelven convertidas en llamas. Estoy pagando. Sigue una sucesión impresionante de arcadas. Meto la mano en el bolsillo para cerciorarme de que llevo pañuelo. Tengo uno y bien grande. Pregunto:
–Cuando a uno le pasa una cosa así, ¿hasta cuándo hay que seguir pagando?
–No tengo idea. Lo que hago es tratar de no guardarme más palabras, para no seguir alimentando las llamas. Es lo único que se ocurre.