Dom 15.02.2004

CONTRATAPA

Y Afganistán tampoco

› Por Juan Gelman

El 29 de enero del 2002, en su discurso sobre el estado de la Unión, W. Bush envió al mundo una de las requisitorias más contundentes de su guerra contra el terrorismo. Los talibanes acababan de ser desalojados del poder y el mandatario yanqui explicaba así las razones de la agresión militar contra Kabul: “Nuestra causa es justa y se prolonga. Nuestros descubrimientos en Afganistán confirmaron nuestras peores aprensiones y nos mostraron el verdadero alcance de la tarea que tenemos por delante. Hemos visto la profundidad del odio de nuestros enemigos (afganos) en videos en que aparecen riéndose de la pérdida de vidas inocentes. Y la profundidad de su odio es equiparable a la locura de la destrucción que planean. Hemos encontrado diagramas de plantas estadounidenses de energía nuclear y de sistemas de agua para el consumo público, instrucciones detalladas sobre cómo producir armas químicas, mapas de ciudades estadounidenses y descripciones precisas de objetivos en EE.UU. y en todo el mundo”. Es decir, un plan pormenorizado de ataques terroristas contra centros vitales del planeta. Quién sabe.
A comienzos de este febrero Edward McGaffigan Jr., miembro destacado de la Comisión Reguladora Nuclear de Estados Unidos, declaró que no tenía conocimiento de que se hubieran encontrado diagramas de plantas nucleares norteamericanas en Afganistán (The Boston Globe, 10-2-04). La mencionada Comisión (NRC por sus siglas en inglés) es un organismo independiente establecido por la Ley de reorganización energética de 1974 y se encarga de regular el uso civil de materiales nucleares. McGaffigan, quien fuera designado por Clinton como uno de los cinco miembros que dirigen la NRC, había ya afirmado lo mismo en una sesión a puertas cerradas del Congreso unos meses después del anuncio abracadabrante de Bush hijo. Los expertos indican que, de ser cierto el hallazgo de tales diagramas, la NRC habría tenido que jugar un papel fundamental en la salvaguardia de las plantas nucleares presuntamente amenazadas. El politólogo James P. Riccio recordó que el gobierno estadounidense tenía la obligación de alertar a la Comisión para que contribuyera a tomar medidas de seguridad, al menos en la esfera civil, contra los planes terroristas. Eso no ocurrió.
En otra sesión del Congreso, esta vez pública, que tuvo lugar en junio del 2002, un senador trajo a colación los diagramas que, según Bush hijo, se habrían encontrado en Afganistán. McGaffigan, siempre testimoniante, sugirió que “quienes escriben los discursos del presidente se exaltaron un poco con el tema”. ¿La exaltación fue de los speech writers de la Casa Blanca o del jefe de la Casa Blanca, que es el que baja línea? Lo cierto es que W. no encontró en Iraq las armas de destrucción masiva (ADM) que “justificaron” la invasión y tampoco en Afganistán los diagramas de planes terroristas fatídicos que preparaban los talibanes y Al-Qaida. Qué triste.
Nada de esto impide que “el presidente de la guerra” –como se autodefinió– vuelva a exigir que la comunidad internacional se empeñe en una lucha más dura para impedir la proliferación de ADM, algo que, desde luego, Washington no aplica a Israel, ni a Pakistán, ni a Estados Unidos. Todo vale para distraer la atención del fracaso de encontrarlas en Iraq. En su discurso del 11-2-04 W. Bush subrayó en particular el peligro que representan las armas nucleares de Corea del Norte, elogió a la CIA porque descubrió la intención nuclear de Libia y criticó, otra vez y sin piedad, al Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de las Naciones Unidas, al que los halcones-gallina consideran incapaz porque no ha logrado detener los intentos de desarrollo de programas nucleares en Libia, Corea del Norte y otros países. Sólo que la evaluación de la OIEA acerca de la inexistencia de tales programas en Iraq resultó más acertada que los argumentos que el vicepresidente Dick Cheney y otros esgrimieron para fundamentar la invasión.
Qué importa eso. El ministro de Justicia y amputador de las libertades civiles del pueblo norteamericano John Ashcroft aseguró hace tres semanas en Viena que se justificaba la guerra contra Iraq aunque no tuviera ADM (The Guardian, 26-1-04). ¿La razón? Saddam Hussein utilizó en el pasado una “química nefasta” y una “biología nefasta”. Ashcroft no es un anciano, se acerca a los 60 de edad, y sus lagunas de memoria se explican perfectamente: olvidó decir que fue el Occidente desarrollado, y ante todo Estados Unidos, empujado por una voracidad petrolera insaciable, el que proporcionó a Saddam la “química nefasta” y la “biología nefasta” que el autócrata empleó en su guerra contra Irán. Otra demostración de que las guerras largas requieren una memoria corta.

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