Sáb 23.03.2002

CONTRATAPA

El ataúd y los clavos

› Por José Pablo Feinmann

Ya mismo, hoy, ahora, mientras en Monterrey los ricos dicen que no ayudarán a los pobres, mientras dicen que ellos no tienen nada que ver con los conflictos económicos de los países endeudados, mientras, es sólo un ejemplo, hay en el mundo 2400 millones de personas que no disponen de servicios sanitarios elementales, mientras el discurso neoliberal se ha tornado más agresivo y soberbio que nunca, hay que des-armar el nuevo relato que el FMI, los banqueros del mundo y su potencia militar protectora, Estados Unidos, han armado para “explicar”, restándose toda posible culpabilidad, esta coyuntura de la historia. ¿Qué dice ese relato? Retoma, invirtiéndolo, el viejo relato que la izquierda nacional, en los ‘60 y los ‘70, había estructurado sobre el “pérfido” imperialismo, origen explicativo de todos los males de los países subdesarrollados. Durante años, los liberales se rieron del simplismo de ese relato: depositaba ingenuamente, decían, todos los males en el “monstruo de afuera”, el imperialismo, al cual resultaba cómodo echarle encima todas las culpas y negarse a analizar las propias. Los liberales de hoy (y los líderes mundiales como el corto de luces George Bush y el inteligente militar Colin Powell, secretario de Estado de EE.UU.) recuperan –invirtiéndolo, dándolo vuelta– el esquema del “imperialismo pérfido” y la “nación inocente”, y, desde luego, “víctima”. No, dicen ellos, hoy los países pobres son extremadamente pobres (como la Argentina, por ejemplo) a causa del “monstruo de adentro”. Ninguna culpa ni responsabilidad tiene el FMI en la catastrófica pobreza del mundo sino las élites de líderes de los países deudores, que se han apoderado de los dineros que el Fondo entregó para el desarrollo y los entregaron a la corrupción, es decir, se los robaron. El mal que aqueja a este mundo (dicen el Fondo y sus ideólogos) no es el del capital multinacional sino el de la corrupción indoblegable de los países deudores. Ya no es el “imperialismo” el culpable, la culpable es la “nación”. A nadie extrañará que el señor Paul O’Neill (secretario del Tesoro) haya dicho lo que dijo: “La Argentina está como está porque es una sociedad desarticulada”. O sea, la Argentina está como está por su culpa, por sus clases políticas y sindicales corruptas y hasta por la escasa vocación de ascetismo (léase templanza y aceptación de la pobreza) de sus habitantes. Se dibuja, así, un mundo polarizado entre países ricos y responsables, que saben manejar sus economías, y países pobres irresponsables, que viven en medio del caos organizativo y de la infinita corrupción. “No tiene sentido –dice Bush– dar dinero a países que son corruptos, porque eso no ayuda a la gente; ayuda a una élite de líderes, y eso no es justo para la gente de esos países ni para quienes pagan sus impuestos en Estados Unidos.” Cuánta ternura hay en estas palabras. Conmueve que Bush se preocupe tanto por la gente de nuestro país. No obstante, conjeturo que se preocupa más por los buenos norteamericanos que pagan sus impuestos. Como sea, el relato está armado: el gobierno de los Estados Unidos maneja el dinero de sus buenos contribuyentes, esa inmensa masa de norteamericanos que piensa que el resto del mundo no existe o que sólo existe para pedirles dinero a ellos y no amarlos como debiera. Es injusto con esos contribuyentes –argumenta Bush– entregar dinero a países corruptos, es injusto pedirles ese esfuerzo a los organismos multinacionales del dinero, siempre dispuestos a ayudar, pero no más, ya que su paciencia se ha agotado, y no desean financiar más la corrupción de los andrajosos deudores del mundo. En suma, si las cosas se hubieran hecho como el FMI dijo, todo sería distinto. La culpa no es del FMI ni de sus recetas, es de las élites corruptas. Este relato es poderoso (y por tal motivo nuestros liberales lo esgrimen con tanto entusiasmo) porque es verdadero en uno de sus puntos: la corrupción de los países deudores ha sido inapelable, y ha sido, también, devastadora. Pero no todo es tan simple. Ni la “nación” era el Bien ni elimperialismo era el “Mal”. Quienes pensaron las cosas de este modo, quienes las pensaron con inteligencia, siempre dijeron que el imperialismo se apoderaba de las naciones por medio de la complicidad de sus élites internas. Había una profunda interrelación entre el “monstruo de afuera” y el “monstruo de adentro”, no podían existir uno sin el otro. También ahora. El relato liberal incurre, en su inversión, en el mismo esquematismo del viejo relato que dice condenar. Ni el FMI es el Bien, ni la nación es el Mal. Por decirlo claro: el FMI ha sido cómplice de las élites corruptas. Y esa corrupción, en tanto duraron los buenos negocios, no le importó en absoluto. ¿O quieren que les mostremos fotos del papá de George Bush jugando al golf con el presidente Menem? ¿No sabían a quién le prestaban dinero? También eran argentinos quienes lo decían: “Se están robando todo. Están vaciando el país. Lo están vendiendo por moneditas”. Es mentira que las privatizaciones van a beneficiar a los usuarios rebajando las tarifas y aumentando la eficiencia. Es mentira que la convertibilidad hará crecer al país. ¡Oigan, se están robando todo! ¿No les informa eso el embajador James Cheek, tan amigo de Menem, tan amigo de Di Tella, con quien compartía su sentido del humor? Y si no les informa, ¿ustedes realmente no lo saben? Lo sabían, pero era rentable prestarles dinero a los corruptos de la Argentina, era rentable hacer negocios con ellos, era rentable mantenerlos en el poder. Colin Powell dijo, hace poco, una perfecta crueldad. Dijo algo como esto: “Antes, por nuestros conflictos con la Unión Soviética, mirábamos para otro lado. Ahora, no”. Es decir, antes toleraban la corrupción porque necesitaban aliados en la Guerra Fría. Terminada esa guerra, ya no mirarán para “otro lado”; ahora miran hacia adentro, hacia nosotros, y nos descubren corruptos, no confiables, débiles, desestructurados y hasta bastante salvajes e imprevisibles: los conflictos sociales, siempre, irritan en extremo modo al poder económico. La crueldad de la frase de Powell radica en su descarnada inexactitud, en su falsía absoluta. Nunca (y menos aún durante la Guerra Fría) los norteamericanos miraron para otro lado. Y por eso son cómplices y co-responsables de los desastres que la parte sana, honesta del pueblo argentino padece. Recordará, Colin Powell, que el golpe de marzo de 1976 (del que se cumple mañana otro oscuro, aborrecible aniversario) fue saludado por Estados Unidos y por el Fondo Monetario a pocas horas de haberse producido. ¿Miraban para otro lado? Ni bien se instalan los militares en la Casa Rosada, el FMI les ofrece un crédito stand by de 350 millones de dólares. Henry Kissinger, poco después, autoriza a un sanguinario vicealmirante, que se lo requiere, la eliminación, al margen de los derechos humanos y, ni qué hablar, de la democracia y la legalidad del Estado, de todos los elementos ligados a la “subversión”. ¿Miraban para otro lado? La deuda externa argentina llega, con el poder militar-financiero, a 45 mil millones de dólares. ¿No sabían los organismos financieros a quiénes les entregaban esos dineros? ¿No se hacían, con ese respaldo económico (siempre muy rentable para ellos), cómplices de un genocidio contra el que, desde el campo de los derechos humanos, decían oponerse? El capital multinacional financió la masacre de 30 mil argentinos para producir una deuda de 45 mil millones, que hoy nos esclaviza, y que nadie se atreve a, sencillamente, no pagar. (Al menos, desde el campo de los derechos humanos, la porción contraída por la dictadura: sería de una lógica irrefutable.) Esa deuda cristalizó en el sistema económico que nos maneja desde entonces, por medio de las “recetas” del Fondo.
Hemos retrocedido: en diciembre, la Argentina era el símbolo de los fracasos de la recetas del Fondo y una bandera para los movimientos antiglobalización. Hoy, con el discurso hegemónico de los liberales de aquí y del Fondo, la Argentina es un país irresponsable, corrupto, culpable en totalidad, que deberá sufrir por haber mal utilizado los generosos dinerosde los banqueros del mundo, todos buenos e inocentes, ya que nada sabían. Entretanto, otra vez rehecho y envalentonado, el Fondo Monetario, según dijera el filósofo griego Cornelius Castoriadis, sigue clavando “clavos adicionales en el ataúd de los países pobres”.

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