Mar 17.02.2004

CONTRATAPA

La manta corta

› Por Juan Sasturain

Se sabe: el fútbol da para todo. Y ni hablar del discurso futbolero, usina de metáforas de progresivo uso común en cualquier ámbito, porque si hoy se permiten definiciones ideológicas del tipo “se juega como se vive” –Valdano dixit–, bien vale su versión reversible: “Se vive como se juega”. Y sin duda que hay formas de concebir el juego –de nombrarlo, de describirlo– que tienen su correspondencia en maneras de encarar cualquier aspecto de la vida, privada o pública. Y sin necesidad de recurrir a fáciles ejemplos maradonianos.
A lo largo de los años ‘60, por ejemplo, San Lorenzo tuvo dos equipos bárbaros, no exactamente sucesivos ni muy parecidos entre sí, pero asociados –en la memoria de hinchas felices y espectadores de buen paladar– por el fútbol bien jugado y la continuidad de algunos de sus emblemáticos jugadores. Esos equipos hicieron goles de todo tipo, ganaron muchos partidos, algún campeonato y, además, fueron definidos con la chapa identificatoria de dos apodos memorables que mentaban sus virtudes de frescura y contundencia: Los Carasucias y Los Matadores. El tucumano Albrecht en el fondo y el tácito Oveja Telch jugaron y crecieron en los dos planteles, pero uno recuerda siempre del medio para arriba cuando piensa en los apodos: y ahí sí, el Bambino Veira y el Loco Doval fueron auténticos carasucias y matadores.
Más allá de los mitos, las exageraciones y las distorsiones que provocan el paso del tiempo, esos dos planteles del Ciclón dejaron huella, pero la marca es diferente ya que los ricos apodos hablan de distintas cosas: en un caso, carasucias era una condición; en el otro, matadores remitía a una aptitud. Mientras unos se definían por lo que eran, los otros, por lo que te hacían. Y realmente Pedrito González y el Lobo Fischer te mataban... Esos Matadores eran más sólidos y maduros, ganaron más e hicieron historia al salir campeones en 1968. Los previos Carasucias que arrancan saltando a primera en el ‘64 eran más atorrantes; duraron poco y celebraron menos. “Tú no has ganado nada” diría un pensador paraguayo que no es Roa Bastos. Pero fueron (son) leyenda.
El rótulo de carasucias tenía el antecedente del explosivo terceto central Campeón Sudamericano en Lima ‘57 –Maschio, Angelillo y Sívori– y connotaba juventud y desfachatez. Aunque no sé cuántas veces habrán jugado juntos, la delantera que vi y en el recuerdo asocio con la denominación es la de Doval, Toscano Rendo, el Nano Areán, Veira y el otro loco –después el Manco– Victorio Casa, un genuino buscapié. No es casual el apelativo alienado que define a ambos talentosos e imprevisibles wines; no es casual tampoco que al menos tres de estos carasucias no se hayan caracterizado precisamente por su disciplina fuera de la cancha. Pero estos atorrantes fueron un lujo, una gracia concedida al que los vio jugar.
Además, que Narciso Doval, además de tocarle (o no) el culo a una azafata en episodio emblemático y representativo en todo sentido, haya sido después durante largos años ídolo en el Flamengo de Río habla de una condición excepcional: para un criollo –o para cualquiera– jugar de wingen Brasil es como llegar a ser profesor de Metafísica en una universidad alemana.
Los Matadores mantuvieron el estilo jodón, pero fueron más eficaces. En el equipo campeón del Metro 68 seguía Rendo, estaba todavía el Bambino (con Doval suspendido por la historia de la azafata...), maniobraba el Toti Veglio y aparecía el Japonés Tojo junto a los contundentes Fischer y Pedrito, con Cocco y el Oveja detrás. Pero hay algo más: Los Matadores fueron, para la historia “el equipo de Tim”, y es sintomático que uno asocie ese grupo de jugadores y ese período del Ciclón con un brasileño dirigiendo al borde de la cancha: Elba de Padua Lima, más conocido por Tim, un hombre sabio.
Como en su momento Oswaldo Brandao en Independiente o el glorioso Didí en River –propulsor programático del “jogo bonito”– Tim es uno de esos entrenadores brasileños que le hicieron mucho bien a un fútbol argentino a menudo intoxicado por las modas del rigor táctico a la europea. Y aquel Tim –fue también gran jugador de selección en su juventud– no sólo dejó el recuerdo de su equipo audaz y vistoso sino algo más; dejó una gráfica definición respecto del juego al que dedicó su vida: “Jugar al fútbol es como tratar de taparse con una manta corta: si uno se cubre la cabeza es inevitable que se descubran los pies; y si se tapan los pies, queda afuera la cabeza”. La comparación se convirtió en un clásico.
Lo que más me gusta de la simple idea de Tim es que no pretende dar una definición científica y superadora o describir la panacea de un sistema que garantice el equilibrio de ganar sin exponerse, sino que acepta como un dato de la realidad, que el desequilibrio es inherente a las circunstancias del juego. Y que lo que está en juego es una elección que es personal, que incluso es estética e ideológica. Está el que arriesga y juega a hacer un gol más que el rival y se expone (a perder); está el que prioriza el cuidado –“primero el cero en el arco propio”– y se expone también (a no ganar).
La cuestión –siguiendo con la comparación de Tim– es dónde están los pies y la cabeza en un equipo de fútbol. Y sobre todo dónde pone el conductor su corazón. Con toda su capacidad, Héctor Cúper –por ejemplo– nunca tuvo ni podría tener un equipo llamado Los Carasucias ni Los Matadores. No nos atreveríamos a ponerle apodo a sus formaciones, aunque el título de alguna famosa novela de Victor Hugo no le caería mal.
Volviendo al principio, cabe extrapolar la metáfora de la manta a otros ámbitos. La economía no es un juego precisamente, pero es bien sabido que también su realidad opera como una problemática manta habitualmente corta: lo que hay no cubre a todos. Y hay que elegir a quién cubrir, a quién dejar expuesto; a quién cobrarle para poder pagar, a quién no pagarle para que te quede algo... Porque siempre, alguien paga: algún culo sangrará, dice la dura ley popular. Que no sea el de siempre.

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