Mié 25.02.2004

CONTRATAPA

Clavar un clavito

› Por Rodrigo Fresán

UNO Clavar un clavito y después tres más y, sí, la mano empuñando martillo que aparece en primer plano hundiendo el metal en la carne de Cristo –interesante cameo justificado por el dueño de esa mano con un “Todos nosotros matamos a Cristo, y yo el primero”– es la de Mel Gibson. Sí, ése: el alguna vez ultraviolento Mad Max y ahora ultraviolento predicador de los evangelios en versión ultraviolenta y titulada The Passion of the Christ.
Y, sí, hubo un tiempo en que las películas eran escandalosas porque mostraban a un hombre y a una mujer calientes como conejos en un departamento de París o a una pandilla comandada por un joven adorador de Beethoven matando viejitos a patadas en las calles de Londres. Y no sé si es buena noticia que el escándalo pase ahora por la más grande historia jamás contada. No es la primera vez: pasó con Pasolini y con esa ópera-rock y con Monthy-Pyton y con Godard y con Scorsese. Pero la diferencia es que esta nueva conversión de la sangre del Señor en celuloide produce problemas por lo descarnado y lo cruel y lo bestial del asunto y dicen que el Papa la vio y dijo: “Es como fue”. Pero, teniendo en cuenta la condición física del Papa, vaya a saber uno a qué se refería. Billy Graham, líder evangelista, se limitó, por las dudas, a llorar. Pocas cosas más ambiguas y maleables que las lágrimas.

DOS En cualquier caso, The Passion of the Christ –rodada, como corresponde, en los estudios Cinecittà de Roma, como aquellas grandes superproducciones de intenciones literalmente bíblicas– se estrena hoy, Miércoles de Ceniza, en 2000 cines norteamericanos. El lanzamiento está más que bien acompañado por una intensa campaña de merchandising (que incluye la venta de crucifijos y clavos para la cruz) y está claro que Gibson –¡aleluya!– no demorará nada en recuperar los 25 millones de dólares que puso de su bolsillo. Y la mitificación del asunto ya está servida y en los tiempos que corren ya no alcanza con hacer una película sobre un hombre mágico: también tiene que haber magia durante la filmación. Así que ya han sido debidamente reportados y asentados prodigios del tipo dos hombres recuperaron la vista, uno el oído, y un rayo cayó sobre el actor James Cavieziel (el Cristo más sangrante en toda la historia de la Creación) y ¡no le pasó nada! Gibson –mientras tanto– no ha dejado de evocar en micrófonos varios, con intensidad de sermón autoflagelante, su intento de suicidio y su descubrimiento salvador de la religión mientras afirma cosas –dicen que el también redimido Bush Jr. no duda en decir palabras parecidas– como “el Espíritu Santo actuó a través de mí en la película”. Y, después de todo, a la altura de la tercera parte, Mad Max acababa siendo un mesías postatómico, una nueva religión para un planeta de arena y fuego.

TRES Y a la hora de Braveheart, Gibson también era sometido a un tormento divino. Y en Señales hacía de un sacerdote que recuperaba la fe luego de enfrentarse a extraterrestres muy malos. Así que lo de Cristo era, casi, escala inevitable. Lo que Gibson no se esperaba –o tal vez sí– era la tormenta que ha desatado su sentido “casi documental sobre las últimas horas de Cristo”. Por un lado las acusaciones de antisemitismo (la película culpa a los judíos del magnicidio mostrando a los romanos como personas confundidas o algo así; y desentierra ideas peligrosas enterradas en su momento por el afortunado Concilio Vaticano II); por otro las inevitables libertades hollywoodenses que se ha tomado a la hora de contar el mismo cuento de siempre. Un tan ácido como clarificador artículo de Christopher Hitchens en la última edición de la revista Vanity Fair se encarga de enumerar numerosas imprecisiones históricas (perdonables y hasta entendibles porque el show debe continuar), pero señala un problema grave y, sí, peligroso: “Gibson parece creer, por lo que se lee en sus declaraciones, que los evangelios fueron escritos por testigos oculares y no muchos años después, por muchas manos, y en griego (...) Gibson parece no comprender, entre otras cosas, que los propios discípulos de Jesús (a) no eran estrictamente cristianos y (b) no sabían leer, por lo que (c) mucho menos podrían haber firmado los evangelios”. Pero no importa: el mantra invocado una y otra vez por Gibson es “Está en la Biblia”. El problema es que en la Biblia hay muchas cosas. Y no todas sucedieron. Es para eso que se creó el término/ cláusula simbólico. Los mejores políticos suelen utilizarlo.

CUATRO El que el padre de Gibson –Hutton Gibson– sea una especie de viejo loco extremista y católico que asegura que “jamás pudieron morir seis millones de judíos a manos de los nazis porque los alemanes no tenían tanto gas”; y el que su hijo-estrella actúe –Hitchens dixit– como “ángel financiero” de un grupo de católicos ultraortodoxos a los que les construyó una iglesia en Malibú para misas sólo en latín, no resulta de mucha ayuda a la hora de emitir un veredicto. Todo esto, claro, ocupa y preocupa a cultores de varias religiones. No es mi caso; yo no maté a nadie, Mel. Lo que a mí sí me molesta es que ciertas discusiones espirituales tengan lugar a partir de la filmación y el estreno de una película donde, por más que a Cristo lo entierren a latigazos y patadas y golpes y escupidas, el taparrabos que cubre su humanidad permanezca ¡milagrosamente! en su sitio. Y que Cavieziel nos acerque, de nuevo, más a la estampita guapa y milagrera que a la seriedad terrena de estas jornadas que estamos viviendo y tan cercanas –a la hora de la fácil e irresponsable lectura gibsoniana– de lo que se lee en esa otra parte de la Biblia titulada Apocalipsis. Y, se sabe, toda versión de algo sagrado que se presenta como definitiva, bueno... tal vez habría que esculpir un onceavo mandamiento: No filmarás su pasión en vano. Y así –por lo que se ve en las colas, por lo que cuenta Hitchens– tanta sangre acaba consiguiendo la inevitable insensibilidad que produce todo exceso. Y –otra vez Hitchens– le roba al gran público la posibilidad de que “cristianos y judíos puedan estar equivocados; y de que Jerusalén no sea una ‘ciudad sagrada’ sino, apenas, un sitio arqueológico que suele inspirar mal comportamiento.”

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