Sáb 13.03.2004

CONTRATAPA

A treinta años de aquellas humillaciones

› Por Osvaldo Bayer

Treinta años. Cómo nos humillaron hasta el hartazgo. Primero todas las zancadillas posibles para que sacáramos la bandera de rendición. Luego la desaparición. Treinta años que el film La Patagonia rebelde fue ninguneado no por la dictadura sino por una democracia. La democracia de Juan Domingo Perón. No va, porque el presidente no quería problemas con los militares. Después sí la permitirá para demostrarle a su comandante en jefe, el general Leandro Amaya, quién tenía la sartén por el mango. El estreno. La euforia del público que esperaba desde hacía meses la tan perseguida película. El fusilamiento de los obreros del campo patagónico en 1921-22 en manos del Ejército argentino enviado por el presidente radical Hipólito Yrigoyen (otra democracia). Las peonadas fueron cazadas como ratas y tiradas en tumbas masivas. Todo el mundo se calló la boca. Todos. Principalmente los radicales. Las únicas que corrieron a escobazos a los soldados fusiladores fueron las mujeres más humilladas, las prostitutas de San Julián. Les gritaron lo que eran: asesinos. Y los corrieron. Ese era el épico final del film, pero no pudo ser. El Ejército amenazó. Y cambiamos el final para que el film pudiera darse. Los militares argentinos dijeron que esas putas habían insultado al “uniforme de la patria”.
Sí, porque eran mujeres valientes, llenas de coraje civil ante el crimen de tanto peón.
El film pudo darse por permiso de Perón el 14 de junio de 1974. Y, muerto Perón, desapareció de las pantallas del país por la actitud del zar de la censura, Tato, el verdugo de las imágenes. Funcionario del gobierno peronista de Isabel.
Al mismo tiempo el director, el productor, el autor del libro y los artistas del film aparecieron en las listas de las Tres A, condenados a muerte. Los nacionales y populares decían que el heredero de Perón iba a ser el pueblo. Y no, el único heredero fue López Rega, el siniestro asesino.
Sobrevino entonces para el film y sus autores el exilio y la persecución. Mi grito desesperado fue: ¿por qué tengo que abandonar el país? ¿Por haber escrito la historia de pobres gauchos fusilados por el Ejército medio siglo atrás en la lejana Patagonia? ¿Por qué? ¿Qué fuerzas había detrás? Todo había comenzado con la prohibición de mi primer libro, el Severino Di Giovanni, en un decreto del presidente Lastiri (yerno de López Rega). Su nombramiento por Perón había sido una burla a las instituciones democráticas y a todo el pueblo. Un inútil de oficio soplón. Y luego será Isabel la que prohíba los tres primeros tomos de La Patagonia rebelde y, en 1975, Los anarquistas expropiadores. Prohibidos y se acabó. Después, durante la dictadura, quemados por “Dios, Patria y Hogar”, por un patán inservible de uniforme, el teniente coronel Gorleri, ascendido a general después por la democracia de Alfonsín.
El cine argentino se sometió. Mientras, el comodoro Carlos Exaquiel Bello (alias Pepitajo) prohibía mi guión Tiernas hojas de almendro, presentado al Instituto Nacional de Cinematografía con seudónimo. En esos mismos días, el señor comodoro de la Nación acompañaba con toda pompa al Festival de Moscú al film de Mario Sabato El reino de las tinieblas sobre el libro de Ernesto Sabato. Una dictadura libre y democrática de la desaparición de personas.
En las pocas semanas en que pudo ser exhibida, La Patagonia rebelde fue vista por miles de espectadores. Los de la vieja generación se acuerdan muy bien. Y obtuvo el premio del Oso de Plata en el Festival de Cine de Berlín. Y luego, el exilio: melancolía, tristeza, injusticia, y la rabia ante la brutalidad de los uniformados de la Casa Rosada y sus acompañantes civiles, intelectuales y burócratas.
Casi diez años después, el film volvía a las pantallas argentinas. Diez años de desaparición por culpa de demócratas y tiranos. Un capítulo para comprender el porqué del uso de la fuerza y la censura en tiempos libres, y de la ignorancia y el palo policial en épocas de uniformados. Con La Patagonia rebelde se puede estudiar ese por qué del pisoteo de las letras del Himno, “Libertad, Libertad, Libertad”, por orden de los mandamás de la Casa Rosada, tengan uniforme o no.
Pero, con el pasar del tiempo, la verdad surge cada vez más lozana. Cuando releo el decreto de Lastiri prohibiendo el Severino, o el de Isabel Perón, con Los anarquistas expropiadores, o el nombre de todos los que intervinieron para esconder al pueblo la matanza patagónica y veo mis libros en las librerías y el film La Patagonia rebelde que ahora va a ser recordado en funciones especiales, no puedo nada más que sonreír: la verdad se abre paso en las tinieblas, no se la puede matar para siempre. De Tato no se acuerda nadie, del comodoro Bello (“Pepitajo”), sí, se acuerdan los que fueron víctimas de su proceder inquisitorial y su bravata de oficina. De Lastiri e Isabel, ya está todo dicho, dos marionetas trágicas, dos insultos a todos aquellos que dieron sus vidas por más democracia.
Pero sí quedan en el recuerdo nuestro los que hicieron posibles que La Patagonia rebelde viera la luz. Voy a recordar a uno de ellos, el ex gobernador santacruceño Jorge Cepernic, quien nos facilitó toda la ayuda durante la filmación para que pudiéramos llegar al final. Cuando surgía un problema, allí estaba él para solucionarlo. La dictadura lo mantuvo preso ocho años. El director de la cárcel le confió una vez que esa prisión no era por su labor positiva de gobernador sino porque había ayudado a que La Patagonia rebelde fuera realidad.
Y fue realidad y es realidad. Varios de sus protagonistas no están más. Murieron jóvenes. No los podremos volver a ver en este encuentro próximo del Festival de Cine de Mar del Plata. Pero los veremos, sí, jóvenes y con talento en las escenas del film. Actuaron y de ellos quedará el recuerdo para siempre. Cuando los veamos de nuevo en pantalla los aplaudiremos con fuerza a pesar de que las lágrimas nos nublen la vista.
En la historia del cine argentino, los avatares de La Patagonia rebelde quedarán como un antecedente de persecución y gloria. Ese cine argentino que hoy está pleno de jóvenes realizadores y de algunos veteranos bien firmes.
Para mí es un episodio que me costó sinsabores y, con mi familia, ocho años de exilio. Pero ahí está ese testimonio del crimen más atroz de nuestra historia obrera cometido por el gobierno de un partido que siempre se calló la boca. Allí está la verdad. Ninguna justicia pudo probar que allí se mentía o se exageraba. Es la auténtica verdad histórica, allí, en la lejana Santa Cruz están las tumbas masivas, ahora sí, marcadas por la Unión de Trabajadores Rurales y Estibadores, y el monumento a Facón Grande en Jaramillo, ese gaucho entrerriano mártir por los derechos del trabajador de campo del lejano Sur.
No quisiera dejar estos recuerdos de injusticias, pero de corajes y valentías, sin nombrar a aquellas mujeres tan humilladas, las prostitutas de San Julián, los únicos seres en toda la Argentina que llamaron asesinos a los militares fusiladores de los gauchos patagónicos. Lo diremos con la filiación policial tal cual aparecieron en los amarillos papeles del archivo: Consuelo García, 29 años, argentina, soltera, profesión: pupila del prostíbulo “La Catalana”; Angela Fortunato, 31 años, argentina, casada, pupila del prostíbulo; Amalia Rodríguez, 26 años, argentina, soltera, pupila del prostíbulo; María Juliache, española, soltera, siete años de residencia en el país, pupila del prostíbulo; y Maud Foster, inglesa, soltera, 31 años de edad, con diez años de residencia en el país, de buena familia, pupila del prostíbulo. Jamás ningún político de ningún color fue a poner una flor en las tumbas de los gauchos. Sólo hubo ese gesto de coraje de las mujeres del prostíbulo de San Julián.

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