CONTRATAPA
Sojit, el meteorólogo
› Por Juan Sasturain
La historia del poder es también la historia secreta de la obsecuencia. Habría que escribirla si no fuera antihigiénico, casi contaminante hacer una lista, acumular una pila de alcahuetes. Y sin salir de casa. La patria incipiente –por ejemplo– recuerda a Cornelio Saavedra, recuerda aquella cena otoñal de 1810 en la que se brindó “por el futuro emperador de las Provincias Unidas”, recuerda la reacción veloz y republicana de Mariano Moreno que redactó el rajante Decreto de Supresión de Honores esa misma noche. Todo lo importante ha perdurado del episodio ejemplar: nadie se acuerda –saludablemente– del alcahuete que levantó la copa.
Sin embargo, hay ciertos personajes que han logrado dejar la marca de su servilismo, han firmado orgullosamente sus miserias, se han obstinado en ellas a lo largo del tiempo, y por eso los podemos recordar. El último fue sin duda el seboso Armando Gostanian –tristemente célebre “gordo bolú”– que desde la Casa de la Moneda fue responsable confeso de los cínicos billetes con el rostro de Menem, “gran valor”. Oprobio con agregado de vergüenza ajena.
Pero es probable que nadie haya llegado más lejos en el exhibicionismo de su obsecuencia que Luis Elías Sojit, maestro de alcahuetes. Cabe antes que nada ponerlo en el contexto del primer peronismo en el poder y de los medios de comunicación de entonces. Hace medio siglo –sin tele generalizada todavía–, para la mayoría de los argentinos, deportes como el fútbol, el automovilismo y el boxeo eran una experiencia mediatizada. Es decir: te la contaban. La pelea de Pascualito en Tokio, el partido de la Selección en Wembley, la carrera de Fangio en Monza no eran otra cosa que retóricos relatos orales que uno creía (o no) pero que eran la única referencia posible, incontrastable. Al día siguiente te la volvía a contar el diario y un par de días después, El Gráfico. Pero la radio era el vehículo privilegiado, instantáneo.
Se ha escrito mucho sobre los relatores futboleros y mucho menos sobre dos especímenes contiguos: el narrador de boxeo y el de las carreras de autos, como se decía entonces. Luis Elías Sojit –junto a su hermano, el inefable Manuel Sojit, “Corner”–, seguidor de las campañas europeas de los pilotos argentinos, ha perdurado en la memoria de los seguidores de los fierros, por dos expresiones estereotipadas: “¡Coche a la vista!” cuando un competidor se aproximaba, y –su máxima creación– “Hoy es un día peronista” para referirse –se supone– a las bondades de un cielo limpio y con sol radiante. Semejante aporte a la meteorología política tenía la equívoca virtud de ser, además de flagrante alcahuetería, una afirmación absolutamente inverificable. Podía haber y solía haber nubes en el cielo del atento Luis Elías.
Porque el obsecuente, el alcahuete, es sospechoso, antes que nada, de falsía. Saltando a otro nivel de trascendencia, basta mirarles la cara al abyecto Isaac Rojas junto a Evita, o al perverso Pinochet flanqueando al Chicho Allende: su mansedumbre o sonrisa cómplice de entonces sólo podía ser presagio de lo que vendría. ¿Eran traidores? No, no llegaron a tanto, porque nunca habían sido, antes, amigos. El chupamedias es un mediocre, sólo sobreactúa la pertenencia, no adhiere a ideas sino representa, subraya la adhesión a personas ocasionales.
Por eso, la aparatosidad del alcahuete no debe ni puede confundirse con los excesos del fanático, que asume ideas y las hace suyas (a veces al extremo del ridículo) pero que, por sobre todas las cosas, cree. Y ahí está, acaso para confrontar con los excesos de Sojit y sus partidarios cielos luminosos, el caso casi contemporáneo del Mordisquito de Discépolo. En aquellas charlas radiales, el autor de Cafetín de Buenos Aires hizo política explícitamente oficialista, defendió las posiciones del gobierno y se puso la camiseta ideológica del peronismo sin condescender jamás a la obsecuencia. Escribía poemas, no postales de fin de año.
Además, Discepolín vivía de noche –sabía del día sólo por referencias— y a esa altura lo único que tenía “a la vista” era la muerte.