Lun 03.05.2004

CONTRATAPA

Sueño con serpiente

› Por Juan Forn

Ya hablamos alguna vez de este tipo llamado Miguel, que escribía unas historias fenomenales, pero llevaba ya muchos años sin publicar y todos pensaban que sin escribir también. El tipo andaba por los boliches del centro, era más amigo de los pintores que de los escritores, porque decía que los pintores contaban mejor, y a los pintores les gustaba escuchar a Miguel, les gustaba quedarse hasta que no les entraba más alcohol entre pecho y espalda, como a Miguel. Que a veces se volvía a su casa, a esa hora, y a veces se quedaba durmiendo debajo de las mesas del último boliche de la noche; da igual porque ni en un lugar ni en otro, pensaban todos, ni en su casa ni en el boliche, escribía más nada este Miguel. Sólo, escribía en el aire, cuando charlaba con los pintores, pero era como que le tenía tirria al papel. Y también a ciertos silencios. A veces se le vidriaba la mirada, a Miguel, se le iba para adentro, y todos sabían que estaba en lo de Arispe, un boliche que se había inventado para sus historias, nada que ver con lo urbano este boliche: era una mezcla de almacén y pulpería en esa tierra de nadie donde se terminan las casas y quiere empezar el campo, en cualquier pueblo de provincia.
Hasta el tiempo pasaba lejos, en lo de Arispe: a lo sumo se lo alcanzaba a entrever por la ventana, allá lejos, donde no importaba o donde no hacía mella. Así era la cosa. Entre historia e historia de Miguel pasaba lo mismo: las cosas siempre seguían más o menos igual en aquel boliche, lo de Arispe, como lo llamaba Miguel. La cuestión es que, un día, un fanático de aquellas viejas historias que Miguel había escrito primero y después siguió dibujando en el aire, cuando charlaba con sus amigos pintores, lo convenció de juntarlas y publicarlas otra vez.
Para sorpresa de todos, cuando vieron el libro, no sólo encontraron en él las mejores historias que había sabido escribir Miguel cuando escribía. Había una más, cortita:
Arispe y unos paisanos están mirando el fuego que calienta el boliche, afuera es noche y hace frío, y ellos están adivinando en esas llamas exangües las historias que cuenta el fuego, o usando como excusa las contorsiones de las llamas para contar la historia que se salen de la vaina por contar.
Llega entonces alguien de lejos, alguien que nadie tiene visto. El tipo deja pasar un rato, hasta que los demás se familiarizan con su presencia, y recién entonces dice: “Me dijeron que acá uno viene y cuenta su historia. Y que se la escucha, me dijeron”.
Los demás no se la hacen fácil. Siguen en lo suyo, hasta que al fuego, o a ellos, se les extingue la elocuencia. Recién entonces consienten al recién llegado. “A ver”, dice Arispe, que es siempre el que toma la palabra cuando nadie la quiere. El tipo no se acerca al fuego. Desde la barra nomás cuenta lo siguiente:
“Que de noche sueño que acá adentro me está creciendo una víbora, y que cada noche se hace más grande y más grande, y a mí no me importa eso, lo único que quiero saber –dice el forastero– es si cuando de tan grande que sea la víbora yo me muera, lo único que quiero saber es si la víbora vivirá.”
Así era la historia y así terminaba aquel libro de Miguel.
Las cosas siguieron más o menos igual; Miguel siguió navegando por la noche y encontrándose con sus amigos pintores igual que antes. Pero ahora, cuando los que conocían casi de memoria sus historias lo veían solo en una mesa, y sentían que el silencio como que empezaba a darle tirria a Miguel, cuando veían que su mirada se le había ido para adentro y en los ojos se le alcanzaba a ver el reflejo del fuego que ardía en lo de Arispe, se acercaban con delicadeza a la mesa para no espantarlo y le decían al oído:
“Vivirá, Miguelito. Vivirá”.
Hace veinte años exactamente, Miguel Briante rompió su largo silencio literario y publicó, por “coacción” de su amigo Ricardo Piglia, Ley de juego, su último libro y, para muchos, uno de los mejores libros de cuentos de toda la literatura argentina.

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