CONTRATAPA
La tentación de Iván Karamazov
Por Ariel Dorfman*
¿Se justifica alguna vez la tortura?
Esa es la sucia y secreta pregunta que nadie se atreve a mencionar en medio de la revulsión y vergüenza con que tantos líderes han respondido a las recientes fotos que muestran a soldados británicos y norteamericanos atormentando a indefensos prisioneros en Irak.
Es una pregunta que fue formulada de una manera inolvidable y temeraria hace más de 130 años por Feodor Dostoievski en Los hermanos Karamazov. En aquella novela, el beatífico Alyosha Karamazov se ve tentado por su hermano Iván, confrontado con un dilema intolerable. Supongamos, dice Iván, que sea necesario, para que los hombres sean eternamente felices, que sea inevitable y esencial torturar durante una infinitud a una pequeña criatura, tan sólo a un niño, nada más que uno. ¿Lo consentirías?
Iván ha precedido su pregunta con anécdotas de niños sufrientes: una chica de siete años que fue golpeada hasta el delirio por sus padres y luego encerrada en una letrina de hielo y forzada a comer su propio excremento; un pequeño hijo de siervos, con apenas ocho años de edad, que fue despedazado por perros de caza frente a su madre para deleite de un terrateniente. Casos verdaderos descubiertos por Dostoievski en los periódicos contemporáneos y que meramente insinúan la crueldad casi inimaginable que esperaba a la humanidad en los años por venir. ¿Cómo hubiera reaccionado Iván ante los modos en que el siglo veinte terminó por perfeccionar el dolor, industrializar el dolor, producir dolor en una escala masiva y racional y tecnológica, un siglo que crearía manuales de dolor y cómo aplicarlo, cursos de entrenamiento sobre cómo acrecentar ese dolor y catálogos que explicaban dónde adquirir los instrumentos que aseguraran que aquel dolor fuera inagotable, un siglo que iba a prodigar medallas a los hombres que habían escrito esos manuales y felicitar a los que diseñaron esos cursos y enriquecer a los que produjeron los instrumentos de aquellos catálogos de la muerte?
La pregunta de Iván Karamazov –¿lo consentirías?– es tan monstruosamente relevante hoy como ayer, en nuestro mundo donde se practica en forma habitual ese tipo de humillación y daño en 132 países, porque nos interna en el terrible corazón escondido de la tortura, nos fuerza a verificar el dilema real e inexorable que plantea la persistencia de la tortura entre nosotros, particularmente después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Las palabras de Iván Karamazov nos recuerdan que quienes emplean la tortura no tienen problemas con justificarla: ese es el precio, se implica, que deben pagar algunos escasos sufrientes para garantizar la felicidad del resto de la sociedad, la enorme mayoría que recibe la paz y la seguridad a cambio de lo que ocurre en algún sótano oscuro, algún túnel remoto, alguna estación de policía abominable. No seamos ingenuos: todo régimen que tortura o deja que sus aliados torturen lo hace en nombre de la salvación, algún objetivo superior, la promesa de un paraíso venidero. Llámese comunismo, llámese mercado libre, llámese mundo libre, llámese fascismo, llámese venerable líder, llámese civilización, llámese servicio de Dios, llámese la necesidad de obtener información, llámese lo que se quiera, el costo del paraíso, la oferta de alguna variante de ese paraíso, Iván Karamazov nos sigue susurrando, siempre será el infierno simultáneo para alguna persona lejana en algún lugar vecino.
Una verdad incómoda: los soldados norteamericanos y británicos en Irak, como los torturadores en tantos otros sitios, no se consideran a sí mismos como malvados, pero más bien como los guardianes del bien común, patriotas que se manchan las manos y puede que pasen una que otra noche de insomnio, con tal de liberar de la violencia y la ansiedad a la mayoría ignorante y ciega. Incluso aquellos que torturan deben darse cuenta de que, meramente por razones estadísticas, es probable que por lo menos uno de sus cautivos sea inocente. Y quienes abusan de ese hombre o de esa mujer han decidido que no importa que aquel ser inofensivo sufra el destino brutal de los otros detenidos, presumiblemente culpables. No tengo claro cuántos ciudadanos de los Estados Unidos –o de otro país, para no ir más lejos– reaccionarían si tuvieran que encarar la agresiva pregunta de Iván Karamazov, no sé si serían capaces de aceptar conscientemente que sus sueños de bienaventuranza dependen de la perdición eterna de un niño inocente o si, como Alyosha, responderían suavemente: “No. No lo consiento”.
Existe, sin embargo, una pregunta más tenaz, quizá más turbia, que Iván no llega a expresar: ¿Qué pasa si es culpable aquella persona torturada sin cesar, torturada para que nosotros seamos felices?
¿Qué pasaría si pudiéramos construir un futuro de armonía y amor sobre el dolor perpetuo de alguien que llevó a cabo él mismo un genocidio, que atormentó a los niños de que hablaba Dostoievski, qué pasaría si se nos invitara a gozar una vez más del Edén mientras un ser humano despreciable estuviese recibiendo inacabablemente los horrores que impuso a tantos otros? Y una pregunta más urgente: ¿y si esa persona a quien se le quema y mutila y electrocuta supiera dónde se esconde una bomba que está a punto de explotar y matar a millones?
¿Responderíamos que no?
¿Responderíamos que la tortura, sea cual fuere la amenaza y sea cual fuere nuestro miedo, es siempre definitiva y absolutamente inaceptable?
Esa es la verdadera pregunta para la humanidad al confrontar las fotos de aquellos cuerpos sufrientes en las desnudas celdas de Irak ayer, una agonía que, no debemos olvidarlo, se está repitiendo hoy de nuevo y mañana también en tantas otras prisiones en nuestro triste y anónimo planeta. Ahora mismo un hombre se aproxima con sus manos omnipotentes a otro ser humano enteramente desamparado.
¿Tanto miedo tenemos?
¿Tanto miedo que estamos dispuestos a permitir que otros perpetúen, en nuestro nombre y con nuestro pleno conocimiento, actos de terror que han de corroer y corrompernos por toda la eternidad?
*Escritor chileno, autor de La Muerte y la Doncella.