CONTRATAPA
La existencia-destino
› Por José Pablo Feinmann
La infancia es el tiempo de la iniciación perpetua, todo lo que sucede sucede por primera vez, todo lo que sucede es iniciático. De ahí el peso formativo que adquiere esa etapa en toda existencia. De ahí que hayan surgido filosofías que postularon su precedencia a todo, en especial a la noción de “esencia” en su sentido religioso. Si el hombre hubiese sido creado por Dios sería una criatura, tendría una precedencia, tendría las virtudes y defectos que el buen Dios le habría dado. Pero no. Y en beneficio de ambos: del buen Dios y del hombre. Varias cosas pueden ocurrir con Dios: que exista o no. Que haya creado al hombre o no. Que intervenga en la historia humana o no. En Su beneficio (obsérvese que mantengo la tradición del uso de la mayúscula al mencionarLo) vamos a establecer una incerteza y dos certezas. La “incerteza” es que uno no puede saber si Dios existe o no. Es imposible “probarlo”, de aquí la eterna posibilidad de ese “salto” que llaman “fe”. Las dos certezas que estableceremos (insisto: en beneficio de Dios) son las que siguen: 1) No creó al hombre; 2) No tiene intervención alguna en la historia humana. Si Dios hubiese creado al hombre habría creado a un ente capaz de ser –en alguna de sus facetas– Hitler. Pero, no seamos torpes. Otra vez con Hitler. ¿Para qué recurrir a él una vez más si la historia humana no cesa de ofrecernos el espectáculo de la recurrencia del horror, de su infinita perdurabilidad? La pregunta de hoy es: ¿cómo es posible que Dios haya “creado” a un ser capaz de tomar la forma de la marine estadounidense Lynnie England? ¿Cómo, al crear al ser humano, no le incluiste, Dios, un dispositivo que obliterara por completo la posibilidad-Lynnie England? Entonces, por Tu bien, vamos a liberarte de todo eso. Sólo un monstruo podría crear monstruos. Sólo un monstruo podría crear un ser tan monstruoso como Lynnie England. Imaginen si a la pregunta del bueno de Robert Fisk (“¿Quién enseñó a Lynnie y a los otros sádicos estadounidenses de la prisión de Abu Ghraib a hacer esto?”) respondiéramos: Dios. No, Fisk tiene respuestas (o, al menos, las tenía) más tranquilizadoras: “En otros tiempos solía yo preguntar quién enseñó a la policía secreta siria e iraquí a hacer tales cosas. La respuesta es simple: la policía secreta de Alemania Oriental”. De donde deducimos que los hombres buscan patéticamente tranquilizarse. Para Fisk, antes de Lynnie England, las cosas eran claras: los perversos sirios e iraquíes practicaban atroces torturas porque los perversos comunistas de Alemania Oriental los entrenaban. Ahora todo se le ha trastocado. Ahora su pregunta es: ¿quién entrenó a Lynnie England? Sin querer incomodar ni menos aún ofender a Robert Fisk, nos permitiremos señalarle que nosotros, aquí, en América latina, territorio arrasado por todo tipo de indescriptibles torturas que hacen de Lynnie England, cuanto menos, una princesita a lo Grace Kelly o un cisne etéreo a lo Audrey Hepburn, siempre supimos quiénes entrenaban a nuestros torturadores. Que, ellos, no eran sirios ni iraquíes. Ni sus entrenadores pertenecían a la policía secreta de Alemania Oriental. Los torturadores argentinos (que instauraron un reino de la tortura a partir de 1976) fueron entrenados por los paracaídistas franceses de la OAS y arribaron a la más alta sabiduría del horror en la Escuela de las Américas, Escuela sita en los Estados Unidos de América, de donde es oriunda Lynnie England. No hay que buscar demasiado lejos dónde aprendió su oficio esta señorita: en su país, en un país que sostenía instituciones de alta eficacia dedicadas por entero a la ciencia del martirio, la vejación y, por fin, la muerte de los hombres bajo el propósito de “obtener información”, trabajo al que suelen llamar “de inteligencia”. Los torturadores de la Argentina precedieron a la Srta. England en el matiz “civilizatorio” de su Cruzada pues se consideraron defensores, no sólo del territorio “nacional”, sino de la civilización Occidental y Cristiana en una guerra a la que llamaban Tercera. Hoy, no paradojalmente, la marine England defiende esa “civilización”, no contra el “marxismo apátrida y ateo”, sino contra el Islam fanático, barbárico y terrorista. En suma, y en descargo de Dios, cabe afirmar que El no creó al hombre, que El no pudo arrojar sobre un planeta tan hermoso como éste un ser que tenía en sí la posibilidad de convertirse en Lynnie England. Y el tercer punto se desprende del segundo. ¿Cómo plantear que Dios tiene intervención en la historia humana? No, este absoluto desastre es obra de los hombres, de ellos solamente, que carguen ellos con su creación, la historia, ese relato impiadoso que avanza –según el dialéctico Hegel– por su “lado malo”. Concluyendo: Dios no creó al hombre ni tiene intervención en la historia. ¿Qué puede importarnos si existe o no? Acaso usted Lo necesite cuando abre un diario y le dicen que el telescopio Hubble atrapó imágenes de una galaxia ubicada a unos 2300 años luz de la Tierra. Acaso ahí usted se marea, se le cae encima el entero Universo, las infinitas preguntas sin respuesta que el maldito telescopio Hubble sigue alimentando y usted, sofocado, exclama: “¡Sí, hay Dios, tiene que haber un Dios!”. Y bueno, quién le dice, por ahí sí, hay. Y hasta por ahí, cualquier mañanita de éstas, el Hubble se lo fotografía y tiene la cara de Groucho Marx, muerto de risa.
Al no ser una creatura divina, el hombre no tiene “esencia”. Surge al mundo existiendo, en tanto “existente”. De aquí la centralidad de la infancia. Si (según la célebre fórmula) “la existencia precede a la esencia”, el hombre empieza por ser nada y luego empieza a ser “algo”. Un pensador nacional, Carlos Menem, habló de la niñez y la dividió en dos. Hay dos clases de niños, dijo: “Niños pobres con hambre y niños ricos con tristeza”. Para él eran igualmente desdichados y se proponía gobernar para ambos. Sin embargo, el hambre y la tristeza no marcan del mismo modo. La tristeza suele solucionarse. De hecho, en pocos meses de gobierno, Menem cumplió el 50% de su promesa: los padres de los niños ricos empezaron a ganar tanto pero tanto dinero que hasta pudieron comprar para sus hijos la alegría que les venía faltando. La pobreza (por medio de las dos carencias que la definen) destina al niño pobre, le quita la libertad, sus posibilidades, la apertura del futuro. Hay dos carencias definitivas en la pobreza: la carencia de comida y la carencia de educación. El niño pobre tiene una existencia-destino. El niño rico tendrá tristeza pero tiene libertad, proyección, posibilidades. El hambre y la falta de educación condenan al niño pobre. Y ésta no es sólo una cuestión social o económica, sino antropológica. Una existencia-destino es una existencia ya decidida, trazada, sin retorno. El hambre debilita –estrechándolo sin piedad– el horizonte de la inteligencia. El pibe pobre puede ser pillo, vivillo, pícaro, pero jamás inteligente. Hay que comer para tener neuronas sanas y frescas en la cabeza. Así de simple. El pibe pobre no come y no se educa. No podría, además, educarse porque el hambre le debilitó su capacidad racional. El pibe pobre está condenado a ser el pibe pobre. Podrá “ser” lo que su contexto-destino le ofrezca: mandadero, peoncito, adicto a las drogas impuras e infames que consigue, escolar con frío, escolar indiferente, ratero empedernido, inculto irredimible y –por supuesto– delincuente. La experiencia extrema de la marginalidad y la exclusión social que el (neo)liberalismo instauró en América latina tiene temibles lecturas filosóficas: el hombre no es libre. Y no porque lo preceda el lenguaje, tampoco porque surge en un modo de producción y en unas relaciones de producción ya establecidos, o por el inconsciente. No (o no sólo por eso): el hombre no es libre porque hoy más de la mitad de la humanidad está hundida en el hambre. Hundida (no en la existencia que se arroja a sus posibles para darse el ser, no en el estado de arrojo temporalizante que abre el horizonte) sino en la existencia-destino. Que sólo puede llegar a ser lo que empezó siendo: una cosa, un desecho. Una existencia-condena. Pueden estar tranquilos quienes piden llevar la imputabilidad a los catorce, a los ocho años. El pibe pobre, el pibe hambre, el pibe ratero sin escuela ni maestros ni pizarrones ni manuales nació imputable. Cuando, al fin, la sociedad educada lo mete entre rejas sólo está cerrando un círculo que los orígenes ya habían trazado.