Lun 17.05.2004

CONTRATAPA

La bestia y la bella

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Sépanlo: eso de que al séptimo día –viendo que todo estaba hecho y que todo era bueno– Dios decidió descansar es una de las mentiras más grandes de toda la Creación. Llegado el domingo, Dios se dedicó a crear los diarios del domingo: inmensos, pesados, rebosantes de suplementos y de “regalos” poco prácticos por los que uno paga. Y, sí, en algún lado leí que todo lo que leía en su vida el hombre más culto durante la Edad Media equivalía al volumen de un The New York Times dominguero.
Los domingos yo suelo comprar dos diarios y –hay que decirlo– este séptimo día que acaba de pasar fue especialmente generoso con los periódicos de por aquí. Llegué a casa agotado como si viniera de practicar una nueva disciplina olímpica y tomé mis vitaminas antes de arriesgarme a levantarlos y abrirlos. Y era de esperar: los diarios de este domingo que pasó desbordan de inserts y de fascículos especiales sobre el Día B. El Día B será el próximo sábado. Se casa el príncipe Felipe con Doña Letizia. Páginas y páginas de revisitando bodas reales ibéricas (arrancando con la de un tal Ataúlfo con una tal Gala Placicidia en el año 414); infografías del recorrido que hará por Madrid el Rolls blindado; descripción hasta el último pétalo y pistilo del millón de flores con que se coloreará la capital del reino; recuento de los primeros regalos; detalle de la seguridad del acontecimiento y entrevistas a algunas de las diez mil familias que viven en el “área nupcial” de la ciudad y que ya se tutean con los agentes del servicio secreto; nombres de comensales (quién está, quién no estará y lo más importante de todos: quién no debería estar ahí pero sí estará); análisis casi forenses del espectacular vestido rojo que usó la prometida la semana pasada en ese otro bodorrio con coronita en Copenhague; sesudos ensayos sobre la modernización de las monarquías europeas mediante la transfusión de sangre de plebeyas; el proyecto de Zapatero de reformar la Constitución para que haya igualdad entre príncipes y princesas a la hora de heredar el trono; y omisión absoluta del incómodo nombre de la más revolucionaria: Estefanía de Mónaco, quien –agotados los guardaespaldas y sabedora de que todo esto es un circo– ha optado por tener romances con un domador, un equilibrista y, cualquier día de éstos, un payaso.

DOS Me abro paso a través de la hojarasca de hojas de los diarios del domingo y todo parece contaminado por la onda expansiva de los esponsales que se vienen y de cómo –súbitamente– todos somos monárquicos. Por ahí hay una noticia sobre el estreno de Shrek 2 en Cannes (parece que es buenísima y, sí, trata de casas reales) y alguien ha tenido la buena idea de pedirle a Corín Tellado (¿cuántos años tiene Corín Tellado?) que escriba un cuento para la ocasión que empieza así: “No era habitual que Su Alteza el príncipe Don Felipe se quedara absorto mirando la televisión. Sin embargo, hacía días que un rostro, un especial rostro, atraía la atención del futuro rey de España. No era de extrañar, pues, que incitara a un amigo íntimo pidiéndole que organizara una cena e invitara a aquella chica que tanto le llamaba la atención a través de la pequeña pantalla. También pidió, secreta pero firmemente, que a dicha muchacha, llamada Letizia Ortiz Rocasolano, le hicieran un hueco en Televisión Española. Deseaba verla mejor”. Y, sí, Felipe conoció a Letizia –conductora de noticiero– por la tele. Yo, en cambio, por la tele conocí a Narciso Ibáñez Menta.

TRES Y, de acuerdo, entiendo la euforia, la alegría, las ganas de fiesta luego de las bombas y la guerra, pero me parece que –en las musculosas anatomías de los diarios españoles del domingo– la muerte de Ibáñez Menta se merecía, por lo menos, recuadro en primera plana y página entera en las secciones de Cultura o Espectáculos. Y, ya que estamos, que lo invitaran a la boda y prendiera fuego a los nobles y bastardos en plan Poe. Después de todo, la muerte el viernes pasado del controvertido presidente del Atlético de Madrid –personaje que dio tanto miedo como el actor– ganó apertura de noticieros y fotos en primeros puestos. Nada de eso para Ibáñez Menta; y ruego porque los diarios de mi país –que también fue el país del actor– hagan justicia. Porque por aquí Ibáñez Menta –nacido en 1912, invisible desde hace años a causa de “una larga enfermedad”– no figura en ninguna portada y debe conformarse con sintéticas necrológicas mejor o peor escritas pero, siempre, insuficientes. También lo será ésta; pero no lo es mi agradecimiento –a esta mezcla hispano-argenta de Lon Chaney con Vincent Price–, una jamás superada versión de La bestia debe morir, la adaptación para la pantalla chica de La pata de mono que me quitó el sueño durante varias noches, esa película titulada El monstruo no ha muerto donde se nos revelaba que Hitler no había muerto y que vivía en la Argentina (lo que explicaba tantas cosas), y aquella última y desopilante locura pop-trash que fue El pulpo negro. Todas ellas actuadas con esos ojos y esa voz cultivada en la radio más gótica que, para mí, compite garganta a garganta con la de Orson Welles. No sé: lo cierto es que hubiera deseado un poco más de espacio para esta bestia de castillo entre tanta bella de palacio por más que el engendro en cuestión me haya causado todavía más terror en vivo y en colores que en la plástica pantallita blanco y negro de mi televisor infantil. Me explico: una noche de 1979 divisé a Ibáñez Menta comiendo, solo, unos fideos a una mesa del restaurante Pippo. Me acuerdo que me pareció pequeño y que me enterneció la camperita de jean Cacho Sport que vestía. Mi padre –que sabía de mi pasión por el hombre– me dijo que fuera a pedirle un autógrafo. Yo, tímido, le dije que no. Mi padre insistió con esa pasión paternal: me dijo que si no iba, jamás me lo perdonaría a mí mismo, que lo recordaría por el resto de mi vida y, seguro, en mi lecho de muerte. Y agregó que, además, yo haría muy feliz al actor por saberse vigente entre los jóvenes. Así que, casi obligado, fui hasta la mesa de Ibáñez Menta, le pedí que me firmara un trozo del mantel de papel e –jamás podré olvidarlo– Ibáñez Menta me miró fijo, respiró profundo y aulló: “¡Me cago en la leche y en este pendejo de mierda que no me deja comer en paz!”. Volví corriendo a mi mesa, mi padre me pidió disculpas, y yo pensé entonces y sigo pensando hoy: “¡Qué monstruo!”.

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