CONTRATAPA
Goyo
› Por Horacio Verbitsky
Ayer terminó de morirse Gregorio Levenson, uno de los hombres más buenos y tozudos que vivieron en el siglo XX argentino. Hijo y ayudante de un obrero calderero, comenzó a militar de pantalones cortos en el Partido Comunista. Cuando sus camaradas se aliaron con radicales y conservadores en contra del coronel Perón, no dudó en darles la espalda y sumarse al nuevo movimiento. Mucho después dejó el peronismo y se convirtió en el primer montonero de la tercera edad. Soportó con una entereza poco común la tragedia familiar: la muerte de dos de sus hijos (uno de ellos, Bernardo, en uno de los pocos combates de verdad de esa época) y la desaparición de Lola, la mujer de su vida, secuestrada por pura maldad en la Escuela de Mecánica de la Armada. También perdió el rastro de uno de sus nietos, a quien buscó con ánimo inquebrantable hasta encontrarlo. El muchacho lo acompañó hasta el final.
Goyo no era un ideólogo y su fuente principal de información no eran los libros sino las personas, a las que se acercaba con una curiosidad que no se le apagó nunca. Por eso, siguió militando, como si no se hubiera enterado de que todas las opciones políticas de su vida habían perdido el sentido que para él tuvieron. Consiguió que le donaran un hospital en desuso en Estados Unidos, lo metió en un container y lo rearmó en la Argentina. Diseñó y aplicó programas para asistir a los chicos y chicas de la calle. Investigó los abusos que padecían en algunas instituciones y dudó en hacer la denuncia porque no tenía claro qué pasaría con las víctimas. En eso estaba cuando el caso estalló por otro lado. Se sumó al Movimiento de Fábricas Recuperadas. Escribió varios libros sobre la historia que vivió.
En los últimos tiempos andaba con bastón pero seguía conspirando. El año pasado hasta participó en algunas reuniones de una lista de candidatos antimenemistas. Se cayó y se fracturó la cadera. Resistió la operación pero le apareció un broncoespanto que no se le quitaba con ningún remedio. Esto lo debilitó y empezaron a fallarle las distintas partes que tenía adentro y que producían ese resultado incomparable. Su corazón resistió más de lo que todos hubieran deseado, porque se lo veía y oía sufrir. En su último día de completa lucidez, le dijo a su nieta Laurita que había vivido 93 años plenos, cosa que todos sabíamos pero que nos alegró que él también tuviera presente.
La nieta tuvo el buen criterio de decidir que fuera velado en IMPSA, la fábrica recuperada de la calle Querandíes, donde le festejamos los 90 años, y que fue el escenario predilecto de una de sus últimas militancias. La última vez que lo vi estaba entubado y no podía hablar, pero contestaba con cabezazos, es decir con zeta, como siempre. Le dije quien era, si me reconocía. Cabezazo afirmativo. Que su vida había sido un ejemplo para todos nosotros. Otro cabezazo. Que por eso tanto le queríamos. Un cabezazo más, el último.
Lo vamoz a echar de menoz.