CONTRATAPA
› EL GRAN DEBATE DE AMERICA LATINA
Estado regional o (libre)mercado
› Por José Pablo Feinmann
No bastan los hechos para refutar una teoría. Si los defensores del (libre)mercado no han retrocedido, si ni siquiera han puesto con seriedad en debate sus fundamentos teóricos luego de los desastres que empíricamente se verifican en países donde aplicaron sin resistencia alguna sus recetas. Si los defensores del CA (Capital Acreedor), no bien se les pregunta por su responsabilidad en los disloques o inequidades de las sociedades que delinearon, se ponen a hablar de la “corrupción interna” de los PD (Países Deudores) como causa central y casi excluyente de tales hechos, es porque no están dispuestos a revisar nada. No admiten el debate y siguen considerando “eternas” sus verdades. Algo de eso tienen: son tan viejas, con tal empeño las esgrimen a través de los años (con sus lógicas variaciones epocales) que parecieran destinadas a durar para siempre. La “verdad” del capitalismo reposa en su teoría del “mercado libre”. No han salido (en lo esencial) de aquí. Que el mercado sea “libre” responde a que se rige por las leyes de la economía y no de la política, a la que desdeña y de la que desea, siempre, verse “libre”. Una de las primeras acepciones de la palabra “libre” adosada a “mercado” es que éste debe verse “libre” de la política. Ser “libre” de la política es ser libre del Estado. Desde el alma misma de “La riqueza de las naciones” se escuchará siempre la plegaria industrial burguesa de Adam Smith: el capitalismo es el sistema de la “libertad perfecta” (frase dilecta de Richard Cobden), esa libertad se realiza en el mercado, el mercado se autorregula, se da su propia ley y (agreguemos) su propia “justicia”, el mercado es justo porque es libre, porque todos, en él, son iguales, son competidores y sólo hay que dejarlo vivir y respirar (desarrollarse) en libertad para que satisfaga las necesidades de todos. De esto (de este dogma vertical y, como todo dogma, no cuestionable) el capitalismo (en todas sus formas: fordista o posfordista o toyotista) no ha retrocedido. El concepto que más odia es el de “regulación”. ¿Cómo va a aceptarlo si el mercado sólo funciona bien cuando es libre? “Regulación” se identificó con “Estado”, “Estado” con “intervencionismo”, “intervencionismo” con “nacionalismo”, “nacionalismo” con “totalitarismo”, “totalitarismo” con comunismo y nacionalsocialismo, esas “realizaciones” del Estado-nación en el criminal, genocida siglo XX. Con la caída del Muro los teóricos del (libre)mercado (al que identifican, por ser “libre” y “múltiple”, con la democracia) instauran una “historia oficial” del siglo XX que puede leerse así: Hitler (Estado totalitario nacionalsocialista) y Stalin (Estado totalitario comunista) han sido derrotados por la causa de la libertad. La libertad, para el capitalismo, no se expresa en el Estado (que “regula”, “interviene”, “totalitariza”) sino en el mercado, que es libre, y en su expresión política: la democracia liberal. Este es el “gran relato” del capital terciario, informático, que surge, como vemos, de sus fuentes originarias, de Smith, de Ricardo, de los grandes teóricos de la economía inglesa. Su “fundamento”, su suelo teórico es “la economía”. El “gran relato” (utilizo deliberadamente este concepto que el francés Lyotard, en los ’80, armó para liquidar el marxismo “profético” y que el posmodernismo abrazó con pasión) del capitalismo es el “gran relato” de la autonomía del “sujeto económico”. El “sujeto” es el mercado: él es el que está vivo, el que crece, el que otorga un significado a las cosas y a los hombres. Dios no ha muerto. O, al menos, hay un dios que Nietzsche olvidó o no pudo matar: el (libre)mercado. “La economía (escribe José Nun) se presentó, pues, como doblemente dotada: de una lógica propia y de la capacidad de resolver por sí misma el gran problema del orden social” (Marginalidad y exclusión social, p. 270). A esta altura de los tiempos el “relato” (neo)liberal (sobre todo entre nosotros, aquí, en América latina) hace agua por demasiadas partes. Los (libre)mercadistas no atinan a explicar cómo ha sido posible que el “mercado libre”, no regulado por el Estado “intervencionista”, “ineficiente”, “totalitario”, etc., constituya sociedades con una desigualdad creciente, una pobreza extrema, una polarización alarmante que reclama –con trágica coherencia– otra vez al Estado, pero como “gendarme”, como “elemento de orden”, como garante (por medio de la violencia represiva) de un orden social que la dinámica propia del mercado no garantizó. “América latina (cito otra vez a Nun) brinda desde hace tiempo el ejemplo por excelencia de una desigualdad unida a una gran pobreza y a una gran polarización (...) La desigualdad está sobredeterminada tanto por niveles de pobreza, como por una brecha entre ricos y pobres que en las últimas décadas no ha dejado de crecer” (“Democracia: ¿gobierno del pueblo o gobierno de los políticos?”, p. 125/ 126). Todo esto lleva al plano político: semejante polarización pone en peligro las democracias de América latina. Si el mercado, sumido en la mecánica de su “libertad”, genera desequilibrio, pobreza y polarización, y si estos elementos se traducen en una inestabilidad político-institucional que lleva al colapso de la democracia, alguien tiene que intervenir. Y si la que está en peligro (por la supremacía absoluta de la economía) es la democracia, lo que está en peligro es el orden político. “Lo cual (sigue Nun) equivale a decir que, como no podía ser de otro modo, el gran tema siguen siendo la política y las relaciones de poder” (Marginalidad y exclusión social, p. 294).
Este debate es impostergable y hay que darlo ya y a fondo. América latina no puede seguir aceptando el “relato” del (libre)mercado. (Es claro, a esta altura, que escribo “libre” entre paréntesis porque el mercado es cualquier cosa menos “libre”: los tiburones, en él, se comen a los pequeños peces, el mercado se desarrolla concentrándose, monopolizándose. Si Adam Smith, que detestaba los monopolios, reviviera, no se hallaría en presencia del mundo que predijo. Marx, desde luego, tampoco.) Hace años, Horacio González escribió una frase notable: “La economía, esa realidad burguesa, extranjera”. No hay que aclarar (el primer tomo de El Capital lo explica de modo transparente) que la economía (el capital) es del burgués, quien va al mercado con “esa” mercancía, la mercancía de las mercancías, el equivalente de todas ellas, el dinero. Con esa mercancía compra la del obrero, que no es sólo “económica”, que se encarna en él, que es él, su fuerza de trabajo. Horacio G. señalaba este hecho al hablar de la economía como una “realidad burguesa”. Pero, ¿por qué extranjera? Porque hablaba desde aquí, desde “éste” país de América latina, desde la Argentina y la Argentina –como todas las otras regiones de este continente maltratado– no tiene economía. La economía es “extranjera”. La economía es del Otro. Del Amo. Del colonizador. Del Imperio. Del Imperio financiero, comunicacional, informático y terciario. Nuestra, no. Y, en lo posible, que nadie se asuste: no hay aquí ningún retorno a la “teoría de la dependencia”. Hay teorías que acaso hayan quedado atrás, pero los hechos que surgieron para desenmascarar y someter a crítica siguen vigentes. La economía –para nosotros, latinoamericanos– sigue siendo “extranjera” y nos condiciona, nos subalterniza, nos somete. Por los mismos años en que el joven Horacio G. escribía su frase, yo, posiblemente inspirado en la suya, escribía, en la misma revista que hoy debemos tener la audacia de (críticamente, claro) recuperar, otra: “Los países periféricos no tienen economía, la economía los tiene a ellos. De aquí que su única posibilidad sea la política”. Y la política no está en el mercado, está (hoy, para nosotros) en el Estado-regional, en una formación social y política latinoamericana que impida que el CA (Capital Acreedor) nos presione de uno en uno, dominándonos. Y la validación (legitimación) del Estado-regional sólo se logrará recurriendo a las víctimas (a “todas” las víctimas) del (libre)mercado. A todos los “polarizados”. Desde los piqueteros (que supieron ser los “trabajadoresasalariados”) hasta los pequeños industriales de Avellaneda o Munro (que supieron ser la “producción nacional”) y, por fin, hasta las clases medias urbanas y rurales, que supieron ser los “consumidores”, el “mercado interno”. ¿Qué resulta de la suma de estos elementos? ¿Qué resulta de la suma Estado-regional (América latina, Mercosur), más “trabajadores asalariados”, más “producción nacional”, más “mercado interno”? Resulta exactamente lo que perdimos. Y lo que –imperiosamente– tenemos que recuperar: un país.