CONTRATAPA
De Groucho a Macri
› Por Juan Sasturain
“Porque el hincha...
El hincha es el alma del club.”
Discépolo
Aunque la palabra tribuna designa a la totalidad de los espacios físicos que albergan al público del estadio futbolero, en realidad sólo se usa para las localidades que no son plateas. La tribuna es la popular –lo que históricamente se llamaba el tablón– y se opone por definición, por posición, por ideología incluso, a la platea. Existen zonas de transición, estribaciones en el límite, formas espurias de las llamadas (entradas) generales. Y hay un detalle: como cierto pudor culposo o vocación de lavadero léxico ha disuelto al pueblo en la gente, no es raro el homólogo paso de las populares a las generales.
Yendo al origen, la forma latina tribuna es, en esencia, política: viene de tribuno y tiene raíz ancestral de tribu. Por eso es lugar de opinión, de manifestación republicana. La tribuna no es simple zona de asistencia sino de expresión democrática, representa a un colectivo que los trasciende. Son la hinchada, la parte visible del iceberg que constituyen los simpatizantes de un equipo, parte audible de una mayoría silenciosa. Gritan por sí y por todos los demás.
A la tribuna no se va a ver sino –también– a ser visto; no sólo a alentar y aplaudir sino a presionar. La secuencia que va de asistir a participar y de ahí a protagonizar dibuja el compromiso progresivo de la hinchada, su avance sobre espacios físicos y de reconocimiento, con la demostración de fuerza como una forma de apriete; gesto de poder. Las tribunas son, cada vez más, lugares de lucha por el poder.
Así, en el fútbol, mientras la platea es, en teoría, lugar de espectadores –lateral, equidistante–, la tribuna es espacio partidario, alineado, que prolonga fuera de los límites de la cancha las líneas de oposición de los equipos: las populares están siempre detrás de los arcos, cerca del gol, para que la hinchada empuje y defienda. Así, la tribuna es, en el sentido gremial, político, una manifestación encajonada. Por lo tanto, lugar de estar de pie, en movimiento –se sustituye la marcha por el salto en el lugar– y gritar. La tribuna tiene voz, y de ese modo juega, participa en la contienda, no asiste al espectáculo sino que forma parte de él.
El hincha es por definición raigal el hinchador, el que sopla, insufla, da aliento, vida al fin, como dicen que hizo Jehová con su muñeco de barro. El hincha no sopla para apagar sino para encender; no mata la llama de los fósforos sino alienta para recuperar las brasas. Es la unidad de medida de esa noble y no privatizable forma de energía eólica que es la hinchada, encargada de empujar, inflar las velas del equipo, llevarlo hacia adelante: a eso se llama en la Argentina hinchar por algo o por alguien.
También, en el mismo sentido activo, el que hincha rellena, tensa un continente elástico y, metafóricamente, fastidia. Eso es hinchar a alguien. Así, los chicos hinchan cuando joden. Nada nuevo. Sólo cabe advertir que la hinchada –atención a esta forma pasiva– “hincha” en un sentido mientras “se hincha” en el otro. En física elemental futbolera, mientras el hincha es la unidad de energía positiva, cabría llamar hinchado a ese mismo hincha convertido en unidad de tensión. Lo que va de la eólica a la pneumática. Esquemáticamente, la fiesta que hace el hincha al empujar la arruina el hinchado cuando revienta.
En la cancha hay hinchas (e hinchados) en todos los sectores y la inmensa mayoría de los asistentes a un partido se define como hincha de. Sin embargo, no todos los hinchas constituyen o forman parte de la hinchada, que tampoco se confunde ni se asimila a la realidad de la barra brava. La hinchada está en la popular, en la tribuna, y opera según una cierta mecánica; los hinchas que están en la platea –llamémoslos plateístas– responden, en términos generales, a otro tipo de mecanismos.
Cabe discriminar ambos gestos. Las plateas deberían ser –al menos en principio– el lugar del espectador, que puede ser simpatizante pero que privilegia la visión equidistante, la panorámica lateral del no alineado. Su teórico lugar sería una cierta racionalidad crítica. Así, el simpatizante de platea sólo es hincha en términos muy genéricos y tal vez por eso, sin paradoja, suele tener muy pocas de sus virtudes y todos sus defectos. El plateísta que “compra” su lugar privado se siente dueño (del club, del equipo) y esgrime prerrogativas de patrón hacia los jugadores y el técnico, mientras el hincha –que “saca” una entrada– no se siente dueño de nada, sino custodio de un legado que trasciende la historia y se simboliza en la camiseta: los colores. Es decir, lo más evanescente pero al mismo tiempo lo único que persiste en el tiempo.
Por eso el plateísta hincha menos, se hincha más y tiende a establecer una relación transaccional con el equipo: sólo da si le dan, y es el más agresivo a la hora del reproche. Lo suyo es ejemplo cristalino de la ley física del hincha/hinchado.
El hincha genuino, por el contrario, se jacta de trascender esa cuenta mezquina de debe y haber. Da todo primero, como lo ha dado siempre, y desde ahí reclama. No concibe la amenaza ni la práctica del abandono, y si se hincha no por eso deja de hinchar. Y eso –que tiene su poderoso lado oscuro– no es física sino química, es el imperio de los alevosos sentimientos.
Se sabe: hoy en Boca-River habrá tribunas más o menos llenas pero no “duelo de tribunas”. Será, se supone, una multitud homogénea en sus preferencias. Algo que suele suceder a menudo –partidos con remotos equipos extranjeros– pero que no suele postularse como situación ideal o mal menor. La explicación –de aparente buen sentido– es: para preservar el espectáculo se neutraliza la confrontación externa. El sustrato programático va más lejos: avancemos hacia estadios sólo de plateas y localidades vendidas a los socios como abono de temporada. Será negocio redondo y no habrá riesgos ni desórdenes antes, durante o después. Como ir al cine, al teatro: la película te gusta o no. ¿Será un cambio –de club, de estadio, de concepto– para bien? Será un cambio de naturaleza de la función de los clubes. Del sabio, irónico y humanísimo modelo Groucho, al empresarial modelo Macri.
Y a mí ese Marx me gustaba mucho.