Vie 11.06.2004

CONTRATAPA

El héroe neurótico

› Por Sandra Russo

Los discursos sociales no se dan de baja: son dados de baja en un trámite multitudinario y larguísimo, muy complejo de desenmarañar. Uno no puede seguir el curso del trámite, porque habría que tener mil ojos, pero sí puede a veces observar sus instancias. Si Gastón Gaudio se dedicara a la política y no al tenis, su slogan de campaña podría ser “No me sigan, que los voy a defraudar”.
No sé nada de tenis ni me interesa, pero el tenis en este punto no viene al caso. Lo interesante aquí es por qué fascina la actitud de Gaudio, primero resistida y atajada desde un discurso social previo, destartalado y en decadencia, y ahora, victoria y copa de por medio, celebrada. Por qué el éxito de Gaudio en Roland Garros es percibido como un nuevo tipo de éxito, y él mismo como un nuevo tipo de ganador: uno más a escala humana, o acaso a escala neurótica. Un ganador cuya frase célebre (“¿Yo gané? Yo no fui”) pudo ser escuchada en varias capas de significado, frase consoladora, estratégica y, claro, fascinante.
La relación que entablamos los argentinos con el éxito y los ídolos ha sido casi sin excepción tirada sobre la mesa ante el derrumbe de alguno. Se la ha estudiado o analizado a la luz de una eventual desgracia, como es la desgraciada vida de Maradona. Cuando el ídolo está en su fase de éxito, las sirenas cantan y la bruja se levanta. El maleficio ya está en marcha. Desde arriba de todo, no queda más remedio que bajar. Y en la bajada, ese amor incondicional que le es prometido al ídolo muestra los dientes y le arranca la carne. Hay que ser un poco suicida para querer ser ídolo. Hay que estar un poco loco, porque de lo que se trata es de responderle con toda la energía posible a una demanda social un poco loca.
Gaudio, en cambio, despliega una personalidad de ganador todavía inexplorada, y dice sin parar cosas que hasta ahora eran imprevisibles en la boca de un ganador. El viejo discurso sobre el éxito y el fracaso, ése que indicaba que al éxito hay que perseguirlo a cualquier costo, que no hay que reparar en los cadáveres que se van dejando en el camino, que hay que ser número uno y jamás número dos, que el viaje a la cima es recto y sin desvíos, que para ganar hay que tener instinto asesino, bueno, todo ese viejo y despiadado discurso sobre el éxito y el fracaso, ya estaba muerto, pero no enterrado. Hasta ahora, los argentinos hemos entablado con el éxito una relación de selectividad mayúscula: la copa, simbólicamente, estaba ubicada en un lugar inaccesible, sólo al alcance del héroe.
Sin embargo, la semana pasada, miles y miles vimos cómo la copa quedaba en manos de alguien que en lugar de congratularse de su llegada al estrado de los semidioses, decía: “¿Yo gané? Yo no fui”. De alguien a quien habíamos visto ir perdiendo y reírse, de alguien que anticipaba sus ganas de ganar pero que al mismo tiempo desconfiaba de sus fuerzas, de alguien que no había disimulado el espanto, de alguien que en ningún momento dio la sensación de necesitar la banda de sonido de Carrozas de fuego para ser coronado.
La mirada colectiva que se posó sobre Gaudio tuvo más que ver con la identificación que con la deización del ídolo: ¿quién de nosotros no hubiese estado temblando con la raqueta entre las manos en semejante situación? ¿Quién no se hubiese hecho pis encima? El personaje Gaudio, construido seguramente a partir de una personalidad y no de una maqueta de máquina de ganar puesta a punto, respondía y sigue respondiendo a un posible nuevo discurso sobre el éxito y el fracaso. Eso es lo que tiene de interesante, porque está fascinando y es justamente eso de él lo que fascina: que no prometa nada, que dude de haberlo conseguido, que diga “papi, mami”, que le dedique el triunfo a la novia y también a la ex novia, que diga que lo dejen tranquilo y que no sabe si seguirá ascendiendo en el ranking.
La Argentina sólo sabe del éxito a través del lado oscuro del principio de placer. El éxito como obligación, como misión, como Meca maldita. Seguramente Freud no pensó en la Argentina cuando describió a “los que fracasan al triunfar”, pero hubiésemos sido un magnífico grupo cualitativo. El éxito argentino siempre trae bajo sus mieles la trampa, la ratonera, el destino marcado de quienes serán amados hoy y destrozados mañana.
Gaudio muestra otra estrategia para pararse ante el éxito. El éxito no es su marketing mental. Uno puede imaginárselo, antes de salir a la cancha, más bien pensando “qué hago yo acá” que “lo voy a reventar”. Y fascina. Muchos ya le deben haber pedido el número de su psicólogo. Fascina porque es un ganador autóctono que llegó al éxito por un desvío. ¿Y qué somos todos los que miramos cualquier partido de cualquier cosa sino gente en tránsito hacia diferentes objetivos que se nos caen de las manos? ¿Qué somos todos sino gente que se asusta de lo desea, gente que íntimamente cree que no estará a la altura de las circunstancias?
Hay algo del personaje Gaudio que va mucho más allá del tenis y del deporte, algo que se despliega sobre las aspiraciones de todos y sobre las maneras de concretarlas. En este sentido, Gaudio es el modelo invertido del ganador que sella con un éxito su futura derrota, y es, en cambio, un nuevo modelo de héroe neurótico, es decir, de persona con talento, suerte y muchas dudas. Si Gaudio se dedicara a la política, su slogan de campaña podría ser “No me sigan, que los voy a defraudar”. Lo diría honestamente. Y por eso lo seguirían.

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