CONTRATAPA
Un padre
› Por Hugo Soriani
“A Norberto lo detuvieron el veintitrés de abril del ‘76 en un control policial. Iba en una camioneta, junto a otro compañero, y llevaban a la parroquia de la villa donde hacían trabajo social ejemplares de Evita Montonera, una revista que, veinte días antes, también se vendía en los kioscos. Tuvimos que esperar hasta 1989 para enterarnos de cómo lo habían matado.”
El que habla es Julio Morresi, un padre de Plaza de Mayo, uno de los quince que acompañaban a sus mujeres en las primeras rondas de los jueves alrededor de la Pirámide. “Azucena Villaflor fue la primera en darse cuenta de las mentiras con las que pretendían desviarnos de nuestra lucha,” recuerda Julio.
El apellido Morresi suena familiar para cualquiera que le guste el fútbol. Claudio Morresi, hermano menor de Norberto, brilló en Huracán, en Vélez y en aquel River del Bambino que se ganó todas las copas. “Claudio debutaba en la novena de Huracán, tenía trece años y estaba nervioso porque la noche anterior su hermano no había regresado a casa. Yo no pude ir a verlo porque con Irma, mi mujer, estábamos buscando a Norberto. Pero fue el tío y, para que Claudio jugara tranquilo, se acercó al alambrado y le dijo que Norberto ya había llamado por teléfono y estaba bien.”
“Norberto también era bueno con la pelota, un cinco muy metedor; los dos jugaron juntos en Bristol, un equipo de Parque Patricios que les ganaba a todos. Claudio debutó con nueve años y metió cuatro goles”. A Julio se le ilumina la cara con el recuerdo de sus hijos goleando en las canchitas del barrio.
Pero Norberto cambió los botines por la militancia en la UES y los entrenamientos por el trabajo social en las villas. La Argentina de los ‘70 convocaba a cambiar el mundo y desde las aulas del Rivadavia él soñaba despierto.
A Julio Morresi no le costaba entenderlo, en su casa el fútbol y la política eran temas de largas sobremesas y cada baldosa de Parque Patricios, su barrio de toda la vida, respiraba peronismo.
“Yo me siento responsable de que Norberto haya sido tan peronista. De mi mano fue a Ezeiza a recibir al General y de mi mano corrió Norberto cuando empezó la masacre. Yo peleé la interna para Cafiero y hasta voté la primera vez a Menem. A veces pienso que lo que le pasó a Norberto me tendría que haber pasado a mí, que fui el que siempre gritaba aquello de ‘la vida por Perón’, pero también estoy orgulloso de su militancia. Norberto fue generoso, honesto, y con sus cortitos diecisiete años tuvo tiempo para hacer títeres en la villa, para recibirse con las mejores notas y hasta para llevarse una materia a diciembre para que no lo cargaran por traga.”
Sí, Norberto Morresi tenía diecisiete años cuando le pegaron seis tiros en la cara.
Lo fusilaron con las manos atadas a la espalda y lo enterraron como NN junto a un compañero, Luis María Roberto, en un cementerio de General Villegas.
Papá Morresi no dejó puerta sin tocar. Se entrevistó con jefes militares, obispos, embajadores y cuanta persona pudiera interceder por la suerte de su hijo. Aún recuerda el cínico interrogatorio al que lo sometió monseñor Gracelli que, en lugar de dar, quería sacarle información sobre los compañeros de Norberto.
Recuerda, también, a una mujer que lo llamó por teléfono de parte del “Capitán García” y le dio varias citas prometiéndole la libertad del pibe. “La veía en un departamento en la calle Guayaquil, en Caballito, y con Irma hasta le regalamos unos zapatos muy finos que yo hacía en mi taller y una cartera haciendo juego. Vivíamos esperando sus llamados, para mí esa mujer era la Virgen. Un día nos dijo que Norberto, en lugar de cena, la noche anterior había pedido tres manzanas verdes. Creímos estar cerca de la verdad, porque a él le encantaban las manzanas verdes.”
Papá y mamá Morresi juntaron los ahorros de toda la vida, pidieron prestado, vendieron lo que hacía falta y les entregaron cincuenta mil dólares a la mujer que prometió la libertad de su hijo.
Dos días después, Julio se presentó con una valija en la casa de la mujer para viajar junto a Norberto a Suiza, tal como le habían prometido. Pero el departamento estaba vacío, la delegada del “Capitán García” se había mudado durante el fin de semana y Julio casi ahorca al portero de la desesperación.
El golpe hizo flaquear a Irma, que cayó en una depresión de la que sólo salía cuando veía crecer a Claudio sano, fuerte y llenando las canchas con su fútbol. Don Julio seguía persiguiendo la verdad, que le llegó en 1989 de la mano del equipo de Antropología Forense. La pista la dio una de las setenta carpetas que el Primer Cuerpo de Ejército remitió a la Justicia cuando se juzgó a las juntas. En ella se hablaba de dos cuerpos enterrados en el cementerio de General Villegas y los datos coincidían.
“Soy un privilegiado –dice papá Morresi–, pude identificar el cuerpo de mi hijo, verlo, darle sepultura. Fueron muchos años en los que caminé por las calles, creyendo que era alguno de los que pasaban a mi lado. Un día frené el auto y encaré a un linyera creyendo que era él. Porque pensábamos que en la tortura podía haber perdido la memoria y andar errante o en algún manicomio. Tampoco dejamos loquero por recorrer, entrábamos y mirábamos las caras de todos los internados buscando a los nuestros. Tuve el privilegio de enterrar a mi hijo –repite Morresi–, y de saber que casi no tuvieron tiempo de torturarlo. Lo mataron el mismo día que lo detuvieron.”
Julio tiene setenta y cuatro años, habla pausado, tiene una mirada serena y transmite dignidad en cada uno de sus gestos. Muestra orgulloso la foto de Norberto, “era risa pura, lindo y hacía suspirar a las muchachas.” No es difícil imaginarlo llevando de la mano a sus hijos, camino de la escuela, o despertándose en la madrugada para alcanzarles agua o aliviar sus pesadillas.
Julio sigue acompañando la marcha de los jueves, incansable en la denuncia de los asesinos, persiguiendo justicia. Sus ojos celestes no reflejan odio, sino la tristeza infinita de tantos padres a los que el terrorismo de Estado les robó a sus hijos. No pide mano dura ni más leyes represivas, porque su experiencia de años lo hizo descreído de esas soluciones. Lo hizo inclaudicable y sabio.
Este domingo, su día, Julio hará uso de su extraño privilegio. Le llevará flores a Norberto y, mientras arregla los claveles junto a Irma y a Claudio, podrá recordar aquellos triunfos de Bristol, o las horas que pasó junto a sus hijos, practicando con qué cara del pie se le pega mejor a la pelota.
Este domingo, su día, Julio Morresi, un padre. Miles de padres.