CONTRATAPA
Luna de Ituzaingó
› Por Eduardo Tagliaferro
Las tribunas se sacudieron apenas se apagaron las luces. Era como estar en el centro de una ola. Me encontré entonando el clásico oh oh oh oh y en seguida fui tapado por el “Olé, Olé, Olé, Olé, León, León”. León Gieco volvía a tocar en el Gimnasia y Esgrima de Ituzaingó, el GEI, como lo conocemos los vecinos. “Hombre que avanza se puede matar, pero los pensamientos quedarán”, quedó rebotando luego de que terminó de cantar Hombres de Hierro. Los aplausos sacudían el gimnasio. El mismo amor, la misma lluvia, pero estaba claro que nosotros, los de entonces, no éramos los mismos.
Me descubrí contándole a Malena, mi hija, que aquí donde estábamos sentados, hace más de 30 años había una pequeña canchita de fútbol, con arcos cuadrados, llena de piedras y en la que se levantaban enormes nubes de tierra. En la canchita también entrenaban los que jugaban rugby. Eran años en los que todas las prendas eran blancas o azules. Alcanzaba con ver las manchas para saber por dónde había andado su dueño. Los remolinos rojos que producía el polvo de ladrillo eran un poco más exclusivos. Las raquetas eran de madera y muy caras. Unos pocos podían tener una Copa París, famosa por su encordado de tripa de cerdo. Algunos ya tomaban clases con el profe Giménez.
“Con estos mismos temas yo recorría estos lugares hace más de 20 y tantos años atrás. Sólo que antes no los conocía nadie y ahora los pueden cantar todos”, fue lo primero que dijo León cuando saludó al público caliente y efusivo. Era el Día del Padre y también el Día de la Bandera. Además el GEI cumplía 79 años.
La memoria que remite a los años de la adolescencia suele tener mañas fotográficas. Fue allá por 1972. Entonces León llevaba una larga cabellera rubia y lo acompañaba La banda de los caballos cansados. Los que todavía cursábamos el secundario teníamos que luchar con nuestros preceptores para abandonar la media americana y llevar algunas mechas. Mientras tuviéramos el pelo engominado y no tapara el cuello de la camisa, en el AUPI nos dejaban tener el pelo largo. Treinta y dos años atrás estábamos con nuestros pelos sueltos en la cancha de pelota paleta. No había delirio y nadie superaba los 25 años. No se trataba de una multitud, pero todos éramos rockeros. León cantaba El fantasma de Canterville en una época en que pasar delante de una patrulla de la cana nos producía un cosquilleo nervioso. Varios amigos habían sentido la cero de la 1ª de Morón en su cabeza. A otros los soltaban tras marcarles una cruz en la melena. Ya entonces le temíamos a la Bonaerense.
Treinta y dos años después y en el mismo lugar, no éramos tan rockeros. No éramos jóvenes solitarios. Había gente mayor, había parejas jóvenes con sus hijos, había maestras del pueblo, también estaban sus alumnos. Había más chamamé, más folklore y más baile con el pañuelo en alto. Menos “paz y amor”, pero más tiempo en la memoria. Llovía y los relámpagos se veían detrás de los ventanales. “Los viejos amores que no están, la ilusión de los que perdieron, todas las promesas que se van y los que en cualquier guerra se cayeron”, nos sacudió León. El humo de una bengala invadió el aire. No quise darme vuelta pero sentado a mi lado sentí a Roberto Oglietti, fusilado en Palomitas, Salta, en 1976. Y al hermano de Hilda, la colorada que trabajaba en la administración del club, que todavía está desaparecido. Me acordé de la estación del tren y también de Norita Cortiñas. Muy cerca del club, en la estación de Castelar, fue secuestrado su hijo Gustavo. Fueron 15 o más, no importa cuántos. León los trajo de vuelta. Nos demostró que forman parte de nosotros. No importa que el intendente Alberto Descalzo y los concejales peronistas se opongan a recordarlos con una placa en la plaza principal. Alguna vez José Saramago dijo que “la aldea tiene el tamaño del mundo para quien siempre ha vivido en ella”. Para quienes volvimos a ella luego de mucho, la aldea también es una medida. Las injusticias que en ella ocurren son también muestras de otras mayores.
“Un pueblo que canta es un pueblo feliz”, comenta Gieco. Aunque nunca reconocieron a sus víctimas, en el GEI también hubo dolor. Muchos socios fueron presos políticos y otros desaparecieron. Los pibes de básquet colgaron una bandera y le regalaron a León una de sus camisetas. El respondió con el feliz cumpleaños para el GEI. En Ituzaingó hay gente de todas clases, pero el último 20 de junio León borró las diferencias. Juntó a los viejos rockeros de ayer, a los chamameceros, a los tangueros, a todos. Con música y alegría reunió a los vecinos del centro con los de los barrios y, aunque los nombres de los desaparecidos de la zona no puedan estar en nuestra plaza, ese día estuvieron en la memoria. Quizá mañana estén también en la plaza.